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agustín abella gutiérrez

De la palloza a la casina

Nació en Aira da pedra, en plenos Ancares, y siendo un adolescente se vino con su familia a León. Continúa viviendo en una de las viejas casas adosadas a la cerca medieval y dedica el día a saludar a cualquiera que pase por la calle

bruno moreno

Publicado por
Emilio Gancedo
León

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Hay personas que forman parte del decorado urbano lo mismo que los edificios, los comercios o las comisarías; son rostros familiares o acostumbrados, guardianes de barrio colocados justo en ese lugar como en ejercicio de una labor de primer orden: sin su presencia ahí, sobre esa acera, sentado en ese banco, emprendiendo ese mínimo paseo, parece que algo en el mundo quedase cojo y se le hubiera hurtado un poco de equilibrio al andamiaje del universo. Además, por mucho que hayamos pasado la mirada por su lomo, las piedras y los escaparates no nos saludan con ojos afectuosos, no charlan del tiempo o de aquel reventón de cañerías que lo hizo salir en los papeles con foto y todo, no repiten el adiós hasta la saciedad como con sincero temor de no ver algún otro día al transeúnte. Todo eso lo hace Agustín Abella Gutiérrez, y ya es bastante más de lo que hacen algunos concejales.

Agustín vive en una de las casinas de la plaza Caño de Santa Ana, supervivientes de un tiempo en el que toda esa parte de la ciudad era así, alcobas mínimas y vigas de chopo tras la guapa calle asoportalada con vistas a la Catedral, triste, bárbaramente derribada (¿la imaginan, hoy? ¡de cuántas fotografías sería modelo!), y es hogar, hablando de proporciones, como idóneo para este menudo vigilante dedicado, la mayor parte de la jornada, a desear los buenos días a todo aquel que pase por la calle.

Agustín nació en otro lugar famoso por sus viviendas tradicionales, ese que tiene nombre de invierno —Aira da Pedra— y de verano —Campo del Agua—, nido de pallozas y de perversas chispas, y de esa infancia en el valle del Burbia recuerda el oficio de cesteiro de su padre —y él lo acompañaba por aquellas fragosidades, andando a reparar cestos a Vega, Moreda o Sésamo—, y labraba también galochas, pero era tanta la necesidad que se abatía sobre ellos que al final decidieron venirse a León en 1961. En un hablar algo jeroglífico dice que no tenían de nada, ni luz, agua o médico, sólo una maestra «que iba de cuando en cuando». Un amigo los llevó en coche hasta Ponferrada, y de allí en tren a la capital provincial, donde vivieron «en la Presa’ los Cantos , que ahora dicen, dicen... ¡Daoiz y Velarde!, pero entonces pasaba, pasaba… ¡un arroyo!», explica en esa parla suya que ofrece como a saltos de jilguero. Su hermano, ciego, vendió el cupón toda la vida y él acudió al colegio González de Lama y a la Serna, y después se ocupó de variadas labores, muchas veces siguiendo los pasos del padre, vigilante, y es verdad que le quedó algo de custodio de barrio con atentas idas y venidas. También fue recadero de casquería y ultramarinos, y camarero en el bar de la UGT (donde a veces se tomaba «un cubata», y ríe pillinamente), y lo último fue el kiosco que regentó en la calle Santa Cruz, ente los bares Vaquero y Noceda, con dinero que le adelantó su madre y el cura de la iglesia de San Martín, pero sólo estuvo cuatro años porque le pareció oficio peligroso y siempre temió mucho el fulgor de las navajas. «Un día fui y vi que me habían... que me habían sacado todo el Winston».

Lo dejó, pues, con treinta y tantos años («¡huy pero qué tranquilo estoy!», dijo ese día), y se dedicó a cuidar a su madre, la popular señora Jesusa, pequeña y salerosa, que murió con los noventa calzados. Hoy la casa del Caño, donde sigue viviendo de renta, acoge a sólo dos inquilinos, pero llegaron a ser ocho familias que poco a poco fueron desapareciendo y dejando paso a vecinos hoscos y alborotadores como aquella pareja que se propinaba grandes palizas mutuas («él un poco más a ella»): un día Agustín se cansó de escuchar de continuo al perrín que tenían y como hacía mucho que no veía al paisano y comenzaba a salir de debajo de la puerta un olor nauseabundo, sacó conclusiones y llamó a la policía: «Vengan, que aquí se ha muerto un hombre… o algo así». En efecto, llevaba varias jornadas cadáver y el perrín «estaba como esto de flaco», y levanta el dedo índice.

Un salón en el que gatos chinos dan codazos a imágenes de la Virgen, una diminuta cocina y unas alcobitas empapeladas de carteles turísticos y semanasanteros componen esta vivienda con vistas a las piedras de la cerca medieval. La enseña a través de un patio minúsculo, y es increíble la inalterada traza rural que en pleno cogollo capitalino lo impregna todo. Después se irá al Hogar a jugar al subastao y a colorear láminas, que se le da muy bien y las muestra con orgullo. El visitante husmea todo el cubículo y pregunta a Agustín si vive contento. «Soy feliz, soy feliz, esto me basta. En habiendo salud… ¡soy feliz!».

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