Criminalizar el proceso
En 1885, un señor de Karlsruhe llamado Karl Friedrich Benz inventaba el primer automóvil con motor de combustión interna. Faltaban quince años para que comenzase la fabricación a gran escala, y otros ocho más para que Henry Ford inventase la cadena de montaje. En aquel entonces los gremios de cocheros se horrorizaron ante aquel invento ridículo, «que llena las calles de ruido y hace correr a los transeúntes despavoridos», como reflejaba un periódico de la época. No había regulación alguna para aquel invento, por supuesto. De hecho el primer permiso de conducir del mundo se extendió a nombre del propio Benz el 1 de agosto de 1888, dos años después de que el celebre alemán solicitase la patente 37.435, en la que se registraba la propiedad intelectual de su máquina.
La tecnología hace obsoletas a las leyes, y está bien que así suceda.
Mal nos iría a todos si los políticos y legisladores fuesen por delante de nuestros científicos, investigadores e intelectuales. Pero imaginemos por un instante que los cocheros y criadores de caballos se hubiesen arrojado a las calles a pedir enfervorizadamente la prohibición de aquellas máquinas infernales que iban a aniquilar su modelo de negocio en muy poco tiempo. Hubiese significado el bienestar económico de un colectivo, cuyos intereses indudablemente se vieron perjudicados en el corto plazo.
Pero al mismo tiempo hubiese sido un gran freno para el conjunto de la humanidad. La revolución que supuso el motor de combustión permitió que las distancias se acortasen y que las economías creciesen exponencialmente.
Ahora, siglo y cuarto más tarde, estamos inmersos en la mayor revolución tecnológica de la historia de la humanidad, una que también acerca a las personas, acorta distancias y hace crecer las economías. Internet y su última iteración conocida, las aplicaciones móviles, son sin duda una amenaza para algunos sectores que llevan décadas sin modificar su modelo. El último es el del taxi, cuyos representantes andan completamente revolucionados con la aparición de una app llamada Uber, que permite que los usuarios compartan el coche o que ha creado un servicio de conductores asequible y que no requiere de llevar dinero encima.
Los hiperregulados taxistas se quejan, pidiendo que Fomento prohíba esa aplicación. Su queja, por ahora, ha servido tan solo para convertir a Uber en la app más descargada de las tiendas de aplicaciones y llevar el nombre de la app hasta las portadas de los periódicos. El camino no es prohibir, sino adaptarse a los tiempos y ofrecer más y mejores servicios. Es de esperar que su queja sea tan ineficaz como lo ha sido en EE UU y en Inglaterra. Y también de desear, porque si el progreso se hubiese criminalizado hace un siglo, ahora estos señores no pilotarían Skodas, sino carromatos tirados por caballos