Cerrar

nicolás rodríguez, ‘colasín’

Libros en ropa interior

De pequeño mullía la cuadra de los gochos y arreaba la mula para que no se parase en la noria, y vio hombres fusilados, tirados en una huerta de cualquier manera. Lleva 70 años tras el mostrador: «hay que estar conforme con lo que a uno le toca», dice

marciano pérez

Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

Creado:

Actualizado:

Dónde compraste esas medias, Fulana?

—¡En la librería de Mansilla!

O bien:

—¿Y ese género de punto, Mengana, de dónde lo sacaste?

—Pues de la librería de Colasín, ¿de dónde si no?

A los libros que vende Colás en su veterana tienda mansillesa ya no se les pone la tapa roja ante la visión cabaretera de unas cuantas piernas de plástico que levantan el pie ante el escaparate enfundadas en media negra, ni a los cuadernos se les arruga o estira la espiral por compartir estante con calzoncillos en paquetes, o con bragas de mayor o menor diámetro: ya están acostumbrados a estas desvergonzadas compañías desde que hace unos cuatro años tuvieran los Colases, padre e hijo, que diversificar el género ante la insoportable competencia de las grandes superficies. Y junto a ellos, papelería de toda índole, postales turísticas de Mansilla, carteras y artículos de regalo, lanas y punto... todo un abigarrado museo de domésticas utilidades.

Aunque Nicolás Rodríguez García nació en 1930 y el pasado mes de enero cumplió 70 años detrás de un mostrador, en la villa del Esla se le sigue conociendo como Colasín —el diminutivo en León no es cuestión de tamaño sino de afecto—. Nació en una casona de la calle la Tenada y sus padres labraban fincas propias y los quiñones comunales que se subastaban en el paraje de Villahierro donde hoy se alza la cárcel con el nombre más idóneo de toda la geografía penitencia española. Y tenían vacas y ovejas y hacían vino y cogían hortaliza que iban a vender a la plaza de León, todos los sábados y muchos miércoles, con carro y mula, entre tres y cuatro horas el viaje.

Fueron ocho hermanos y dos que murieron pequeños, como les pasaba a tantos otros («echaban mucho la culpa a las tinajas donde se tenía el agua para beber, cocinar y lavarse, algunos a lo mejor tardaban en cambiarla o limpiarla»). A la escuelona de adobe acudió hasta los 13, y un año después ya se puso a trabajar —sin cobrar; sólo un duro el domingo, de propina— en Casa Cayo, comercio de ferretería y paquetería de un cuñado suyo, Leocadio Miguélez, otro nombre clásico del comercio mansillés. Desde entonces no ha parado de despachar. «Yo no sé si lo he hecho bien o si lo he hecho mal, pero si volviera a nacer, tengo claro que sería otra vez comerciante».

Se acuerda de ver, cuando guaje, a la Guardia Civil entrando en las casas a la busca de armas y al requise de trigos —su padre guardaba parte bajo falsas paredes, como todos los labradores—, y las nubes de chavales corrían detrás de los tricornios, a la olismia de la novedad. Y del tiempo de la guerra extrae también la estampa de ocho cadáveres reposando cada uno en el extremo de una finca, en extrañas poses de fusilado... y el opresivo resonar de las campanas tocando a muerto.

Pasó un servicio nada malo en Valladolid, Sanidad Militar (un mes allí y otro en casa), y a la vuelta, como una amante fiel, le seguía esperando la tienda. El trasiego era constante sobre todo por San Martín y ‘los onces’ (las célebres ferias del 11 de cada mes, instituidas «hace 94 años», dictamina Colás, preciso). «Era sesión continua, no parábamos ni para comer...», dice quien también trabajara unos años en el almacén Los Chicos de Oviedo, calle Fruela, y quien pusiera el negocio actual en 1958.

Casado con Purificación, de Joarilla de las Matas, anduvieron siete años de novios y los siete estuvo ella de luto por dos hermanos, el padre y un tío, así que nada de bailes, aunque a veces se escapaban al cine de Olalla. Los sesenta, setenta y primeros ochenta fueron años muy buenos, «con mucho turismo los veranos, la gente bañándose en el río, había barcas, esto se llenaba de asturianos en habitaciones con derecho a cocina..., pero después cayó todo, y en lo nuestro, nos hundieron las grandes superficies: las editoriales de libros de texto les dieron a ellas todos los descuentos y a nosotros nos dejaron morir», denuncia. «Si no fuera porque ya está puesta y porque vive con nosotros, mi hijo no podría seguir con esto».

—¿Y nunca te entraron a robar, Colás?

—Sí, ¡una vez marcharon unos corriendo con dos docenas de camisones de oferta!

Cargando contenidos...