Diario de León

benjamín merillas y ‘la camila’

«la moto me salvó la vida»

vivió un curioso ‘apartheid’ juvenil en las aceras de ordoño ii mientras crecía en él una afición tan poderosa que primero compró el casco y cuando pudo, un año después, la moto. hoy, ‘la camila’ es su único y verdadero amor

marciano pérez

marciano pérez

Publicado por
emilio gancedo
León

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Caballero rodante ataviado de cueros repujados por él mismo —móvil, navaja, llaves, todos sus achiperres presentan funda y correajes con que atarlos y asegurarlos al cuerpo—, la figura de Benjamín Merillas Rubio es una de las inconfundibles del asfalto leonés: a lomos de una moto mimada hasta extremos inconcebibles desfila por Doctor Fleming, por El Ejido y por Eras siempre acompañado de un limpísimo rumbear, banda sonora que indica afanes constantes por mantener el motor bien engrasado, a punto en todo momento.

Luce también Benjamín una chupa bruñida en mil escapadas y un vikingo esgrafiado en el casco, y mucho herreteo de águilas, figuras y chapas —más dos sempiternas banderas del viejo reino— en una moto que es como un veterano buque de pistones y metal cromado, con Benja sujetando suave el timón; una estampa de amor fetichista, loco, incondicional. Al final de la entrevista, este curtido devorador de kilómetros hablará de los dilemas económicos que ahora lo acucian y el que esto escribe propuso, muy irreflexivamente, que la vendiese. La cara del paisano —tan parecido a Argyle, el tío de William Wallace en Braveheart —, lo decía todo.

—No hay dinero en el mundo.

Y no la vende porque le debe mucho. Por dos ocasiones, salir con ella con destino al horizonte «me salvó la vida», asegura muy serio, recordando aquel complicado proceso de divorcio que tantas noches le quitó el sueño y tantos días la ilusión.

Benjamín Merillas nació en 1949 en la calle García Paredes, en la misma casa que hoy sigue ocupando, barrio ferroviario —el gremio de su padre— de juegos en la calle, hurtos de peras («pero para comer, ¿eh?, no por trastada») y mucha necesidad. De hecho, no pocas veces cogían el tren, se bajaban en Cebrones y andando, andando (él con muy pocos años) se llegaban hasta Villanueva de Jamuz, el pueblo de la madre, a que la familia les surtiera de leche, patatas y legumbres. El padre era de cerca, de Genestacio, y como lo llevaba a ver las carreras de La Bañeza, ahí prendió la combustión interna en el corazón del rapaz, se le abrieron todas las válvulas y se inició la pasión en ciclo de dos tiempos. «Me escapaba a ver las motos y me ‘abanicaban’ de lo lindo», repasa.

Otro de sus recuerdos tiene que ver con una suerte de apartheid cazurro y desarrollista: «Los chavales pobres de los barrios caminábamos por la acera izquierda de Ordoño, y los señoritos por la derecha según sales de Santo Domingo. Estaba así estipulado y si lo incumplías, te miraban mal».

Con 17 años ya se afanaba en una filial de Telefónica —entró como se entraba antes en los trabajos, de chico de los recados— y empezó a ahorrar para ese sueño suyo amasado a fuerza de ver pasar los contadísimos ciclomotores y motocarros que, de aquella, petardeaban por la calle. Compró el casco y un año después la moto, una Alpina de dos y medio a la que dio paso otra de tres y medio, y después una Bultaco Sherpa que tuvo que vender cuando se casó «para evitar disgustos».

Pero el idilio de Benjamín con las dos ruedas parecía predestinado, y en una feria le tocó una Piaggio 50 que le reconcilió con el vehículo. Tiempo después le convencieron para contemplar unos buenos ejemplares y cuando le ‘presentaron’ a ‘La Camila’ —acabó poniéndole nombre, «todas lo tienen», espejo o remedo de mujer—, una Honda, exclamó: «¡Quieto, no me saques otra!». Tiene 24 años («pronto será su cumpleaños»), suma más de 260.000 kilómetros (Jerez, Tordesillas, Pingüinos, La Bañeza) y luce escapes Remus y mucho tuning de guarnicionero. Y aunque por edad ya no ‘baja’ a concentraciones, sigue con sus paseos y jura que hoy día «los únicos que nos seguimos ayudando en la carretera somos los moteros».

Fue chófer de tráilers —en el puerto de Mondoñedo se quedó sin frenos e hicieron falta 14 horas para retirar el camión— y de atracciones de feria, cotizó 37 años pero los últimos quince no, y por eso le ha quedado una escuálida pensión de 634 euros... que le obliga a veces, incluso, a coger el autobús.

—¿Tú ves? ¡Un motero en autobús!

Como diciendo «lo nunca visto».

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