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santiago gutiérrez ordás

el concejal que no votaba

a lo largo de veinte años en la política rural se presentó bajo cinco siglas diferentes, siendo el último concejal de democracia cristiana incluso con este partido ya desaparecido. su insólito ideario combina san pablo, la falange, la urss y la ii República

a. barreñada

Publicado por
emilio gancedo
León

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Entre la apretada avifauna electoral que estos días ha venido esporpollándose en calles y páginas, pocos habrá como Santiago el de Corbillos. Concejal inusual, y siempre de oposición, que militó en una inusualísima variedad de partidos —algunos de ideología poco menos que incompatible—, en la explicación de su barroco ideario asoman y conviven sin aparente discrepancia socialistas utópicos, dirigentes de la URSS, alcaldes falangistas, «aquel alemán que escribió Mi lucha » y hasta San Pablo.

Cierto día compró unas colmenas —siempre fue buen mayoral de mosquinas — a un paisano de ideología progresista obligado, por lo que se ve, a ocultar sus lecturas en lugar seguro, y allí bajo un panal encontró el libro de un filósofo socialista que leyó y releyó hasta darse cuenta de que llegaba a la misma conclusión que San Pablo en sus Cartas , otro de sus imprescindibles: «No hay recompensa sin esfuerzo, ni esfuerzo sin recompensa». «Y aquel filósofo decía: ‘El que no trabaje que no coma’, ¡pues viene a ser lo mismo!’», dice Santiago Gutiérrez a la puerta de su casina tradicional de puertona y corredores, donde mantuvo cuatro o cinco vacas hasta hace cosa de trece años.

Lo insólito de su condición política le viene de familia. Ya el padre, Miguel, fue concejal con la II República («sin partido, de aquella iban mucho por libre», observa), pero un papel con firma de autoridades le facultó para pasar al régimen franquista, en cuya nueva legalidad mantuvo la alcaldía de Valdefresno durante catorce años. «Tenía cosas buenas aquello, por ejemplo que para ser alcalde tenían que avalarte la guardia civil, el cura, los vecinos... ¡o sea, que no podía salir un borracho o un mangante», dice, y con vistas al sistema actual apunta un dispositivo de su invención que, de aplicarse, evitaría desmanes producidos por intereses y compadreos: «Coño, pues que los alcaldes tengan que ser siempre de fuera, como funcionarios y maestros, y que no conozcan a nadie en el lugar en el que van a mandar. ¡Ya verías qué bien se iba a trabajaba así!».

Siempre paradójico, Santiago se refiere al sistema anterior a la dictadura como la «santa república», y preguntado por ello responde en un verbo imparable, sin apenas puntuación: «Creo yo que aquel sistema era cosa bastante mejor que ésta, querían cambiar las cosas pero les hicieron una mala propaganda, ¡si la mitad de esos republicanos eran apostólicos y romanos! Y lo malo de Franco fue poner al rey y a la reina y a toda su ralea, que están complicados todos».

Con vistas a las elecciones generales de 1982, a Santiago le picó el gusanillo representativo y allá que comenzó su peregrinaje por siglas y listas. Primero acudió, ilusionado, a una reunión de la entonces Alianza Popular pero pronto se dio cuenta de que «aquello era una mafia» y pasó a Democracia Cristiana —fue el último concejal de este partido, incluso con éste ya desaparecido— y luego al Prepal y a la UPL, y más tarde al Mass para acabar presentándose por Los Verdes de Europa.

Estuvo veinte años de concejal opositor y sufrió dos juicios, uno por declarar abiertamente al Diario —pero sin más, porque le preguntaron, poco problema tiene él en hablar claro, en eso se conoce su distancia con el político— que el ayuntamiento había percibido una buena cantidad de dinero para agilizar los trámites de cierto hotel. «Era ilegal, claro, pero con ello asfaltamos la comarca. ¡Fue la única forma de quitar el barro de los pueblos!», lanza sin ambages mostrando su buen fin, nada de meterlo al bolsillo. También denunció que se construyera sobre antiquísimas cañadas reales y escribió a Celia Villalobos quejándose del «impuesto revolucionario» que el médico cobraba de tapadillo a los vecinos por una mejor atención (la ministra le dio la razón, pero al poco todas las competencias de Sanidad pasaron a la autonomía).

«Yo voy de libre por la vida», ese parece ser su credo, y entraba en cualquier sigla que le admitiera «para buscar el bien común, como hacía mi padre cuando estaba en la Hermandad de Labradores». Su biografía más temprana depara otras sorpresas, como aquel espíritu corredor de sus años de la OJE que le llevó a competir a La Coruña y Santander, haciendo no malos tiempos (sus marcas aparecen en el ABC ). «Anda que no gané yo roscas y mazapanes todo por aquí, por Trobajo’ Abajo, Trobajo’ Arriba, Nava...». «Hasta La Robla, andando, iba con el Frente de Juventudes», narra.

Es escéptico con los políticos actuales («España está podrida»), y de hecho él no vota nunca («solo a mí mismo cuando me presentaba, claro»), pero también denuncia la, para él, sorprendente parálisis social. «La gente ve que hasta el rey roba y se quedan quietos, no hacen caso», constata. Y en giro estratosférico, termina Santiago declarándose admirador del socialismo soviético más estatalizador («¿Podemos? Nada, esos lo que quieren es ocupar los puestos de los otros»): «¡El único que quiere el comunismo en España, hoy, soy yo!».

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