fructuoso fernández, ‘frutos’
«‘¡no lo dejes!’, me pedían...»
durante 39 años regentó junto a su mujer serafina una taberna inmutable, verdadera máquina del tiempo de la hostelería leonesa: el bar valdesogo. ahora, cuatro meses después del cierre, los parroquianos le asaltan por la calle para rogarle que reabra
Oiga, denos una paliza!
—¿Cómo decís?
—¡Que nos dé una paliza!
—Y cómo vos voy dar una paliza, si no me hicisteis nada...
—Pero eso que pone usted, ¿no se llama así?
—¡Será un ‘peleas’, chaval!
Tan famosos eran los ‘peleas’ que servían Frutos y Serafina en el bar Valdesogo que el apelativo popular de aquella formidable bebida no sólo acabó por desplazar al auténtico nombre del establecimiento («venga, vamos al Peleas») sino que servía incluso de reclamo para visitantes foráneos, algunos tan despistados como aquellos que entraron pidiendo —muy amablemente, eso sí— una paliza.
El Valdesogo era un local en permanente estado de maceración alcohólica donde todo (camareros, muebles, parroquianos) supuraba tiempo y memoria, y donde a uno le parecía estarse siempre acodando al lado de los espectros de antiguos bebedores. Una fina película de historia sobada por mil trasiegos cubría el larguísimo mostrador, y la sobria decoración —o más bien su ausencia: sólo una cabeza de toro y un almanaque agrario— sumía al no avisado en un mundo perdido de No-Dos y gasógenos. En todo momento daba la sensación de que iba a salir de la letrina un mozo de cuerda prendiendo el ‘Celtas’.
El Valdesogo vivió su particular edad dorada debida, paradójicamente, al prestigio que generó en la juventud, donde un solo ‘peleas’ —brebaje denso y clarucho— tenía el poder salutífero de dos o tres cubatas, y apeonzaba al más pintado, y en aquellos años de riadas de chavales ocupando las callejas del Húmedo (¡tiempos!), se entraba en el Valdesogo con la misma reverencia y temor que en un templo mozárabe. Ahora que uno tiene la ocasión, la pregunta es obvia: ¿Y qué era el ‘peleas’, Frutos? «Vino blanco superior, manchego, de doce o catorce grados», aclara, imperturbable, desde su rostro brillante de buen vinatero.
Fructuoso Fernández Morán, ‘Frutos’, nació en Poladura de la Tercia en 1934 y con muy pocos años tuvo ocasión de conocer los desastres de la guerra. «Quedamos con la ropa vestida», dice, porque su casa, y todas las demás —quedaron sólo dos en pie— fueron incendiadas por los republicanos, y su primer recuerdo es el de «un hijoputa, en el corral, corriendo tras las nuestras gallinas». Menos mal que las vacas eran más cabales que los hombres y acabaron por volver a casa ellas solas. La familia marchaba al monte, a dormir al raso, y desde allí contemplaban fuegos y bombardeos, negrísimo e inolvidable espectáculo. De niño acostumbraba a pegar fuego las matas de árgumas con bombas y proyectiles dentro, y ver cómo estallaba todo («¡no sé cómo estoy vivo!») y los chatarreros compraban sacos de casquillos a siete pesetas el kilo.
A la escuela iba «ná, cuatro días de invierno», porque el resto, entre el trigo, las patatas, los garbanzos, los arvejos, el ganado y la hierba —bajada con el forcao de los praos muy pindios, y otro tipo más recio de este trineo montañés «era la corza , para llevar piedra»— no paraba un momento. Se acuerda de pisar el barro con los pies descalzos para trabar las piedras de la casa que hicieron, y cómo el cocinero de los nacionales le llamaba ‘el hombre de la carretera’, porque siempre andaba de aquí para allá aunque sólo levantaba cuatro años. Después de los catorce entró a trabajar en El Bodegón —cantina y despacho—, que su padre instalara en Villamanín, y anduvo toda la contorna vendiendo vino de Toro (tinto) y Valdevimbre (clarete) en pellejos y garrafas. Sólo un par de años después de casado con Serafina, de Geras —algo tarde, a los 38— le convenció el señor Julián, de Rodiezmo, para que cogiera el Valdesogo, llamado así porque el anterior dueño era de ese pueblín cebollero —«el bar tendrá más de 100 años, y mira el cartel cómo resiste, ¡lo puso el amo original!»—.
«Por aquí han pasado miles de personas, militares, alcaldes, médicos, diputados... y me parece que hasta Umbral», repasa, y dice que, cuando avisó con cerrar, la gente hasta le paraba por la calle para tratar de convencerle de que no lo hiciera. «Coño, dejáime, que yo también tendré que morirme algún día», les respondía.
Eso sí, cuando echó la doble vuelta, el 10 de marzo, «sentí algo». Ahora mira la puerta cerrada y vuelve a sentir... ese algo.