CON MOVILIDAD REDUCIDA (2) Un viaje nostálgico por la literatura y la música de Estados Unidos
donde nace el sol
Hay una casa en New Orleáns Es donde nace el sol Y es allí Donde yo Mi vida destruí Pido perdón a Dios….. (The House of the rising sun. Popular)
NUEVA ORLEANS
LOUISIANA
Sonando a toda pastilla esta canción en el coche, entramos una tarde en Nueva Orleans. Es una versión de una orquesta sinfónica cuya sección de cuerda te resuena hasta en las tripas. Creo que es el tema que más he escuchado en mi vida desde aquél mítico de Eric Burdon con The Animals, pasando por el más sencillo de Leadbelly, hasta esta versión a toda orquesta. Incluso se ha grabado una nueva de blues electrificado para una serie americana titulada Anarquista . Ni qué decir tiene siempre soñé con escuchar esta canción aquí, en Nueva Orleans.
Mi padre era un jugador
Y beber fue su perdición
Yo no supe nunca
Lo que es el amor
Sólo pena y dolor……
Llegamos por la Hw. 10, autopista que viene de Florida y el sur de Alabama y cruza los diques del lago Pontchartrain que se rompieron con el huracán Katrina e inundaron los suburbios de New Orleans. La imagen es desoladora; los edificios muestran las huellas del desastre, unos pocos restaurados, pero la mayoría con los techos vencidos, las calles arrancadas, escombros por todas partes y, lo más impresionante, hombres y mujeres con carteles en la mano: I’m a homeless (soy un sin techo). El Katrina redujo la población a la mitad, 150.000 habitantes aproximadamente y hay zonas de la ciudad realmente peligrosas.
Nos alojamos al lado de la calle Canal que delimita el Vieux Carré y se extiende hacia el Mississippi. El hotel, que vivió evidentemente tiempos mejores, aún conserva sus columnas de alabastro y una cierta atmósfera decadente. En la recepción nos recibe la doble de Carmen de Mairena, a la que intentamos fotografiar sin que se percatara, pero no lo conseguimos.
New Orleans es una ciudad única. La mezcla de ingredientes europeos, africanos y criollos le dan un sabor distinto que se manifiesta en la arquitectura, la gastronomía y la música. Refugio de piratas, colonizadores y esclavos supo sobreponerse a las inundaciones, las guerras y la violencia, conformando un alma entre el ensueño y la alegría desbordada.
Cruzando la calle Canal a la altura de nuestro hotel nos sumergimos en el barrio Francés, los primeros números de la Bourbon St. Cenamos en The House of Blues con actuación en directo de una banda de blues en el restaurante. Independiente, en la parte de atrás hay una sala de conciertos con un aforo de 500 personas aproximadamente y al día siguiente actúa Buddy Guy, la última leyenda viva del Blues de los 50-60, pero las entradas están agotadas. Tomamos comida criolla: jumbo con jambalaya que es una sopa de arroz con salchichas y colas de cangrejo o gambas. De segundo alas de pollo con salsa picante; quiero decir ardiente. La camarera, que era de New York, sabía algo de español y estuvimos completando su formación.
Terminamos la noche en el Howlin Wolf Club, un garito de blues que se caía a pedazos en el Financial District. Sin embargo, aún queda algo de poesía salvaje; una rara combinación de tabaco, hormonas y gasolina. Aquí nunca dejó de correr la cerveza y el ron. Mantiene el espíritu y la roña de otros tiempos. En los aseos, un viejo piano. El nombre es un homenaje a Howlin Wolf, aquél gigante negro, casi dos metros de alto y 130 kg de peso que llegó a Chicago en los 50 con 40 años de edad y cantaba un blues lleno de sensualidad y lascivia, con un mortero y un largo cucharón. Cuando llegó no sabía leer, ni escribir, pero se inscribió y asistió a la escuela nocturna hasta su muerte. En los 70 actuó y grabó en Inglaterra donde lo acompañaban Eric Clapton, Charlie Watts, Steve Winwood y los Rolling Stones, y cuentan, que el día peor de su vida fue aquél en que al enterarse que su madre estaba enferma viajó hasta Clarksdale (Mississippi) e intentó dejarle dinero para sus gastos y ella, que casi pasaba hambre, se lo rechazó porque procedía de aquella música del diablo que hacía su hijo, el blues. Dicen que Howlin Wolf lloraba como un niño desolado. El demonio en Mississippi no era un ente abstracto, era un ser real.
Le Café du Monde, rodeado de bares y cabarets, cerca de Jackson Square y del Mississippi concentraba la bohemia alegre de los años 20 en New Orleans. Personajes alucinados que se veían todos los días y charlaban y bebían hasta el amanecer moviéndose por escenarios de ensoñación. En 1921 llegó el Maestro, William Faulkner . Hijo de una familia sudista en decadencia, dejó el trabajo en 1917, en el antiguo banco del abuelo para ingresar en la Real Fuerza Aérea de Canadá y participar en la Segunda Guerra Mundial, porque «un joven no puede dejar pasar una buena guerra» y un buen sureño ino puede integrarse en un ejército yanky.
No me resisto a señalar aquí que esto ya lo había dicho varios siglos antes Don Miguel de Cervantes: «Perdí en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcaburazo, herida que, aunque parece fea, la tengo por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas de Felipe II. De manera que, si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella empresa prodigiosa, que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella».
Terminó la guerra antes de entrar en combate, pero le sirvió para matricularse en la Universidad de Oxford, Mississippi, y para trabajar en algún espectáculo aéreo.
En New Orleans estuvo intermitentemente hasta 1927, escribiendo en periódicos y aprendiendo de Sherwood Anderson, que fue su mentor y le buscó editoriales, a pesar de que lo satirizó en algún artículo y en la novela Mosquitos. Aquí desarrolla un viaje en yate de varios artistas y mecenas, desde New Orleans, al aledaño Pontchartrain.
Faulkner dijo: «aquí el tiempo no muere, ni siquiera pasa». Y uno está de acuerdo sentado en el Café du Monde tomando unos beignets con vino dulce. No lejos está el Pirates Alley (Callejón del pirata) donde vivió algunos años y cuya casa, hoy rehabilitada, está convertida en librería. Si bien Faulkner opinaba que el mejor lugar para vivir un escritor era un burdel porque las mañanas son tranquilas, hay fiesta todas las noches y están en buenos términos con la policía.
Tomamos la calle Toulouse hacia el corazón del Barrio Francés e inmediatamente nos cruzamos con St. Peter Street donde vivió Tennessee Williams allá por los años 40. Venía como escritor de la WPA un programa de Franklin D. Roosevelt como apoyo a la contratación de diferentes tipos de trabajadores en la última etapa de superación del Crack de 1927, la Gran Depresión. En un piso del 632 de St. Peter Street y en el jardín del cercano Hotel de Ville escribía mientras escuchaba en la vecina calle Royal el batiente tranvía que la recorría y que se llamaba Deseo. De ahí el film «Un tranvía llamado Deseo». El personaje de Mademoiselle DuBois, interpretado en el cine por Vivien Leigh, alcanza altas cotas de dramatismo. Yo siempre he pensado que este personaje es él mismo : la decadencia de una familia y esa mezcla de atracción-odio hacia el bruto de su cuñado interpretado por un joven Marlon Brando. Probablemente Tennessee Williams hubiera preferido ser ambos personajes: la señorita DuBois y el varonil Kovalski.
Hoy la calle Royal no tiene tranvía, aunque hay muchas zonas de New Orleans que sí lo mantienen; el más céntrico en la calle Canal. Restaurada en su totalidad presenta una muestra variada de casas enrejadas, hoteles, tiendas caras, galerías de arte y viviendas particulares muy bien rehabilitadas manteniendo ese aire español-criollo que impregna todo el Barrio Francés; denominación errónea, si tenemos en cuenta que la parte francesa se quemó y el aspecto que hoy presenta es el resultado de la intervención española.
Paralela a la calle Real (Royal Street) se dibuja la Bourbon St. y, como indican azulejos incrustados en las fachadas, este nombre era Borbón y hacía referencia al duque de Orleans, de la familia de los Borbones.
Es la calle más «desorejada» del mundo; la gente baila, hace música en las aceras y beben explosivos combinados. Se permite beber en la calle y los viandantes se mueven de un sitio a otro llevando los vasos en alto. En jardines recoletos y en salones a lo largo de ambas aceras hay música en vivo de jazz y blues. Los bares no se cierran nunca. Restaurantes, sex shops, hoteles completan el arsenal bullanguero de esta calle que desde medio día hasta el día siguiente recoge a todas las personas estrafalarias que se puede pensar que han enloquecido.
Según paseamos bajo los soportales y nos maravillamos con los enrejados de filigrana, entramos en un salón donde un grupo acompaña a un saxofonista negro; tocan una versión blues del tema más triste que se compuso en esta ciudad, St. James Infirmary; el saxo alarga las notas finales con los ojos cerrados mientras el grupo lo arropa con una secuencia de acordes y nosotros contenemos la respiración cuando oleadas de música nos atropellaban. Ciertamente lo mejor que ha dicho un negro sobre su alma, lo ha dicho con un saxo tenor…
…Oh madre di a tus hijos
que no vivan como yo
una vida pobre y mísera
en la casa
donde nace el sol
Bourbon St. termina en la Explanada St., calle transversal que delimita el Vieux Carré por este lado, como lo hace la calle Canal por el otro extremo. Más allá, en la Frenchmen St. está el Spotted Cat, para mi gusto uno de los garitos de jazz más auténticos de New Orleans. Es pequeño, con una barra larga hacia el fondo, una banda de jazz a la entrada y un pequeño cuadrado para bailar y la gente apiñándonos para seguir la actuación. Es una música alegre con mucho swing, es, en definitiva el jazz de N. Orleans.
El jazz nació en un antiguo barrio llamado Storyville, donde desde 1870 a 1917 se trató de controlar la prostitución, el juego y los salones de baile y en este ambiente nocturno actuaban músicos negros que mezclando ritmos africanos, caribeños y europeos, dieron origen a dos tipos nuevos de música, por un lado el blues y del otro el jazz.
Hay que recordar que el distrito se llamaba así porque recibía el nombre del concejal Sydney Story quien había propuesto esta concentración de alegría. En 1917 una Ley Federal, en plena Primera Guerra Mundial, declaró ilegal la prostitución y el juego, en contra de las normas locales y los músicos emigraron a Chicago, a Nueva York o se colocaron en los barcos del Mississippi. Storyville fue arrasado y se construyó el barrio de Iberville. De todos modos el jazz siguió siendo durante mucho tiempo una música poco recomendable. Sólo hay que recordar que 40 años más tarde, cuando Duke Ellington, que había recibido formación clásica, tocaba jazz en el Cotton Club de New York y los conciertos eran retransmitidos por radio;un día lo escuchó su madre y quedó absolutamente escandalizada con aquella música maligna.
Dejamos el baile sensual de las parejas del Spotted Cat cuando ya el Jack Daniels nos predispone a lanzarnos al ruedo y vamos a presentar nuestros respetos a Ignatius J. Reilly, el estrambótico personaje de La Conjura de los Necios , la novela de John Kennedy Toole.
En la calle Canal estaban los almacenes Holmes, donde arranca la novela. Hoy estos almacenes han desparecido, pero una estatua de Ignatius señala el lugar y acercarse a ella es recordar un poco a aquél inadaptado que escribía sin tregua para conseguir una obra maestra que cambiaría el mundo. Quiere rivalizar también con su amiga Myrna Minkoff en el campo de la agitación social y, para colmo,¡ lo inesperado!, ¡lo impensable!, tiene que ponerse a trabajar como vendedor ambulante para pagar una deuda familiar.
¡Pobre Ignatius, trabajar! Allí está con su aspecto estrafalario, su visera con orejeras y su bolsa de salchichas.
John Kennedy Toole, el escritor, se suicidó a los 31 años sin ver su obra publicada, aunque ganó el premio Pulitzer a título póstumo. Jonathan Swift decía: «Se conoce cuando nace un genio porque todos los necios se conjuran contra él».
Cuando llegaron los ingleses construyeron sus mansiones en el Garden District , no demasiado alejado del centro. Palacetes en estilo caribeño, tan identificable, se distribuyen en una red de calles cortadas perpendicularmente, con sus pequeños cottages (jardines) y sin apenas huellas del paso del tiempo. En una calle rota se afana un grupo de obreros negros. En realidad, dice Charly, no arreglan nada; los puso el Ayuntamiento para inducir a pensar a los turistas que la ciudad se va restaurando poco a poco después del Katrina. De momento se arremolinan en torno al socavón como quitándose el sol unos a otros. En los cables del tendido eléctrico, collares colgados, restos del Mardi Gras no demasiado lejano.
Hemos visto un restaurante llamado algo así como Jazz Live y nos acercamos para comer, pero una señorita nos paró a la entrada y nos dijo que vestidos de esa forma no podíamos entrar; y, efectivamente, nos dejó atisbar brevemente y todos los comensales iban trajeados o con vestidos vaporosos, en su caso, mientras se aplicaban a la comida y a la conversación. ¡Lástima! Porque la música que se escuchaba sonaba muy bien.
No resulta completa una visita a Nueva Orleans sin una tournée por el Mississippi en barco de vapor con hélices externas. ¡Qué diría Mark Twain que, como piloto de este tipo de barcos, bajaba de Hannibal (Missouri) has aquí!
Dedicamos el último día a esta excursión y a media mañana nos subimos al Natchez y navegamos por unas aguas plomizas con tierra de todas las riberas de los estados que atraviesa en su discurrir de norte a sur. Este vapor tiene la rueda de palas en la proa.
Pasamos bajo el gigantesco puente de hierro y vimos a lo largo del antiguo puerto que los lofts son rehabilitados y dedicados a otros usos que van desde pequeños hoteles a bares y galerías de arte o moda. En la otra orilla del Mississippi unos potentes remolcadores transportan bloques de hormigón para reforzar los diques.
En el restaurante del barco te sirven la pitanza en tanto una banda de jazz ameniza la comida, como en los viejos tiempos cuando estos barcos eran casinos y mujeres de vida alegre compartían la vida y la bolsa con las familias de los plantadores que viajaban de Nueva Orleans a las mansiones de las granjas donde se cultivaba el índigo, el algodón y la caña de azúcar en las tierras pantanosas.