Yo no puedo creer en la justicia
Da igual que Alfonso Guerra pronunciara o no la famosa frase que se atribuye y que él niega tajantemente. El caso es que Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, muerto está, desgraciadamente muerto, en este país en el que los partidos —los dos hegemónicos hasta ahora— usurparon de una forma indigna y muy de acuerdo la tercera pata fundamental de la democracia: la independencia del poder judicial. No es que lo politizaran, es que lo absorbieron repartiéndose los nombramientos y ahora —también antes— se tiran los trastos a la cabeza acusándose mutuamente de que determinados magistrados lo son a propuesta de unos o de otros y por tanto deberían abstenerse de juzgar ciertas causas.
Esto, al ciudadano medio, le causa estupor, indignación y una desconfianza absoluta en nada menos que la Justicia y lo que no se entiende es que todo un señor juez no tenga nada que decir ante semejante atropello. Ni un juez, ni sus asociaciones, ni mucho menos el Consejo General del Poder Judicial porque es una institución tan contaminada por los partidos como el resto de la Justicia. Resulta lamentable, todo resulta lamentable.
Nos volvemos a tropezar con lo de siempre: en la sala se van sentar dos magistrados promovidos en su momento a propuesta del PP. Naturalmente el PSOE ha puesto el grito en el cielo y ya fueron recusados por las acusaciones en el caso Gürtel. Pueden ustedes leer las historias de ambos jueces —Enrique López y Concepción Espejel— en la mayoría de los periódicos, por lo tanto huelga repetirla aquí. Pero el problema no es que en fueran propuestos por unos u otros, el problema es que la mayoría de los jueces del TC y del TS tienen apellido de partido y los son a propuesta del Congreso (es decir de los partidos).
En resumen: ¿puede el ciudadano medio, usted y yo, fiarse de lo que ocurre en los despachos del poder y creer en la independencia de la Justicia como garante del equilibrio de poderes en una democracia? Usted, no sé; yo por desgracia, no.