Diario de León

sebastian esenkbrink

Acordes de un hombre feliz

«no soy rico, vivo de manera modesta... pero hago lo que me gusta, tengo tiempo y soy feliz». estas declaraciones inusuales pertenecen a un holandés que desde hace cuatro años acicala con su guitarra un rincón del viejo león

bruno moreno

bruno moreno

Publicado por
emilio gancedo
León

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Ha habido que buscar mucho, ha habido que husmear rincón tras rincón, observando atentamente sucesivos rostros y ademanes, hasta dar con una persona así: alguien que no se queje de todo y de todos, que no pare de cargar culpas en las espaldas del otro, que no esté amargado, que no vocifere, que no mire de reojo al vecino o lo intente zancadillear con mayor o menor disimulo. Alguien que esté a gusto con lo que hace y que lo sienta como algo bueno y útil. Una persona en paz. Una persona feliz.

Ese alguien no es paisano aunque va camino de serlo. Nació en Holanda y se llama Sebastian Esenkbrink, y prácticamente todas las mañanas se encarga de hermosear con su música el ya de por sí guapo pasadizo que une la plaza de Regla con Cardenal Landázuri. Llega, toma asiento y comienza entonces a tender una especie de sutil decorado sonoro, de orbayo de notas de guitarra —casi todas de maestros del XIX— que caen como suave dosel sobre piedras góticas, leoneses descreídos y turistas despistados.

«El mejor halago que me han hecho fue decirme que, cuando yo no estoy, parece que le falta algo a la calle», dice en su castellano sintético pero efectivo Sebastian, que lleva cuatro años en León y ama la ciudad —y el país todo— de un modo inusual por lo sincero y lo inmediato. Su padre era profesor de piano e inculcó a sus hijos el amor hacia los pentagramas. Estudió violín durante nueve años y luego, en brusco giro juvenil, formó parte de efímeros grupos de salvaje rock experimental. La guitarra eléctrica era divertida pero decidió pasarse a la clásica a la vez que se enfrascaba por su cuenta en el estudio de la teoría musical y desempeñaba los más diversos oficios: jardinero, carpintero, repartidor... y ocho años diseñando prototipos en una fábrica de muebles gracias a la formación profesional —muy amplia—, que se imparte en aquel país. «Pero me iba cansando de cada cosa, quería ver algo más, salir...», y Sebastian, atraído por una España que conocía de alguna estancia vacacional, llegó hace cuatro años a la ciudad en cuya provincia ya vivían unos compatriotas suyos —en Voznuevo concretamente, son herreros y criadores de caballos—. Traía una maleta y no sabía una palabra de español, y la ciudad («de dimensiones perfectas»), le cautivó al minuto. Se apuntó un cursillo del idioma y aunque el primer año fue «difícil» para él, decidió quedarse y seguir cultivando el idilio. «Tengo un trabajo maravilloso —cuenta sin pudor—. Carezco de jefe, me dedico a lo que me gusta y llevo la música a la gente, intento que su día sea un poco más alegre. ¿Qué más se puede pedir?», dice con suave sonrisa nórdica, un aspecto que es mezcla casi perfecta entre Julian Assange y Richard Branson. Y aunque el descarnado invierno leonés lo empuje tres meses a Oviedo, él sigue amando esta ciudad, poblada por gente «muy cercana, amante de conversar, que te habla y te pregunta de dónde eres o qué pieza estás tocando» y este país cuyos defectos troca en virtudes. «En Holanda no hay nada que se salga de la ley y de la norma. Todo parece perfecto, impecable, pero en el fondo es muy, muy aburrido... Aquí, en cambio, hay dos países, el del papel, que hay que cumplimentarlo más o menos, pero luego el de la vida, y la vida se tiene que abrir paso, no puedes regularizarlo todo». «Aquí aún hay espacio para la sorpresa», dictamina. Visión que quizá provenga, admite, de esa cosa tan humana a la que alude un dicho holandés: «La hierba más verde está siempre en el jardín del vecino».

Lo ejemplifica: «Una vez, cuando estaba empezando, se me puso al lado un chiquillo que estaba pidiendo, a mí me es igual, en la calle no hay despachos ni ese sitio te pertenece por derecho, pero de repente se volvió agresivo y amenazó con romperme la guitarra. No me quedó más remedio que acudir a la policía y, cuando volví con los agentes, éstos lo cogieron de una oreja y le dijeron: ‘¡Ahora mismo vas a pedirle perdón a este hombre!’. ‘Perdón, perdón’, susurraba él. Yo alucinaba. En mi país sería algo impensable, pero en realidad fue una medida muy efectiva...».

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