Cárceles de mentira
Imagínese a un prisionero en una celda con barrotes gruesos, dentro de una prisión con muros muy altos y con guardias frecuentemente armados por todos lados. Eso sí, ésta no es una prisión al uso. Tiene características particulares: la puerta de la celda siempre está abierta, al igual que la entrada de la prisión. Y los guardias armados están para impedir que las personas entren, pero no que salgan.
Sin embargo, cada prisionero cree que esta es una prisión normal y, por tanto, permanece en su celda. De hecho está bastante cómodo y tiene un montón de distracciones para pasar el rato. Tiene un bar bien surtido, buena comida y comparte tiempo con su familia cercana, su pareja —si es que la tiene— y sus amigos.
No está mal para ser una prisión, pero la verdad es que el prisionero no es muy feliz, porque sabe que no está viviendo la vida que desea. Pero le da miedo salir de ahí, le da miedo lo que pueda haber fuera de la prisión, le aterra lo que los demás puedan pensar de él si se escapa…
Así que, como no está siendo capaz de disfrutar de su vida, el prisionero recurre a otras «vías de escape» en el interior de la celda: comida, bebida, televisión y, sobre todo, cerrar los ojos para no ver la rabia que siente por no hacer nada, el enfado que le provoca haberse resignado y el no querer pensar en todo lo que se pierde por vivir encarcelado... Porque lo sabe. Claro que lo sabe.
¿Qué me dice? ¿Reconoce esta prisión? Es la prisión en la que permanecen miles de personas, insatisfechas con su vida, incapaces de dirigirse hacia sus objetivos, dejándose llevar por el miedo al qué dirán o a lo que pueda pasar, sin disfrutar, sin vivir el presente, sin hacer lo que sienten o les apetece… Sin querer reconocer que han sido libres desde el comienzo, que sólo necesitan decir «basta ya» y empezar a vivir su propia vida.
¿Le suena? Vuelva a leer este texto y, si algo en su interior le dice que usted vive en una prisión parecida, atrévase a dirigirse a la puerta. Verá que está abierta, que siempre lo ha estado.