CANTO RODADO
Malas madres
Hay muchas formas de cadena perpetua. La condena a Juana Rivas es una. Tampoco Juana es la única mujer a la que le privan de ver a sus hijos e hijas. Ni una condena, la única forma de hacerlo.
La condena a prisión a Juana Rivas es insignificante. La letra pequeña de esa sentencia, escrita a fuego por el patriarcado como un aviso a feministas y cuantas locas se atrevan a cuestionar el statu quo, es la retirada durante seis años de la patria potestad sobre sus hijos.
Seis años en la vida de dos criaturas, en las que parece que nadie ha pensado en este lance de competencias y jurisdicciones, es toda una vida. La retirada de la patria potestad es una cadena perpetua para esta mujer que en buena ley, guste o no, fue reconocida como víctima de violencia de género.
Y es que la patria potestad, como su nombre indica, es algo muy alejado de las mujeres. Hay que bucear en sus orígenes para entender el significado real de lo que está ocurriendo. En el Derecho Romano, que me corrija mi amiga y experta en la materia Gema Vallejo, la patria potestad era el poder que el pater familiae tenía sobre los hijos e hijas. Un poder omnímodo que le permitía matarlos o venderlos como esclavos y que se extendía a la esposa.
Una de las cosas que más me impresiónó de la película Sufragistas fue cómo la protagonista soportó el robo, literal, de sus hijos por defender el derecho al voto de las mujeres. Aquellas señoras que salían a manifestarse con sus largas faldas y amplios sombreros pedían mucho más que el voto. Que no era poco.
Solicitaban la habilitación como ciudadanas de pleno derecho: igual salario a igual trabajo, ser tutoras legales de sus hijos, junto a los padres, y la incorporación de las mujeres a la carrera judicial. Siglo y pico después la desigualdad no se ha erradicado. Ni tiene visos de hacerlo.
España no fue de los países más tardíos en conseguir el voto femenino. Clara Campoamor cometió el pecado mortal en 1931. Le costó el ostracismo político y luego el exilio. Pero hubo que esperar a 1981 para que las madres españolas gozaran en el Código Civil de los mismos derechos que los hombres para tutelar a sus hijos e hijas. El 13 de mayo de 1981, más concretamente. Las madres amantísimas y dolorosas forjadas por el régimen franquista carecían de esta derecho que se logró tres años por detrás de la Constitución.
Por tanto, es un derecho muy reciente. Quitarle la custodia de los hijos a una mujer era cosa sencilla. Sólo tenía que marchar de casa. Aunque huyera de los palos. Y en el derecho, la costumbre es ley.
Quitar las telarañas de la costumbre de la chepa judicial, toda ella forrada de togas negras y puñetas inmaculadas pero con un olor a alcanfor que apestan, nos va a costar unos cuantos disgustos. Hoy son madres en la cárcel y violadores en la calle. Ayer fue una madre indemnizada porque el sistema se desentendió de su hija, que está muerta. Se cuentan por centenas los maltratadores que no son alejados de sus hijos. Antes de ayer una madre que perdió la relación con su hijo por temor a las amenazas de su padre.
Conozco a una madre que está privada de ver a sus hijos y calla por miedo a la justicia, con la esperanza de que se le levante el veto. Juana Rivas se pudo equivocar, pero no ha hecho ningún daño a sus hijos. Lo dicen los informes psicológicos periciales que acompañan a la sentencia, tal y como lo denuncia la Asociación de Mujeres Juezas. Pero a las luces de nuestro sistema judicial es una mala madre. Una madre delincuente. Condenada por sustracción de sus propios hijos a cinco años de prisión y seis sin poder verlos, tocarlos, abrazarlos, besarlos... Sin poder reñirles, acompañarles al cole, acostarles, enseñarles a andar en bici o ir con ellos al teatro y al cine. Seis años es toda una vida. Una cadena perpetua para una madre y para dos hijos.