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Novedad editorial

León, julio de 1936

Diario de León publica el capítulo dedicado a lo ocurrido el 19 de julio de 1936 en León, en el contexto y el transcurso de los días del golpe militar en la provincia leonesa y en el país, primicia y anticipo del libro ‘Cuando se rompió el mundo’ en el que el autor trabaja desde 2014 y publicará en pocos meses..

Publicado por
josé cabañas gonzález
León

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Había sido la noche del 18 al 19 «la de los miedos largos y los intentos absurdos por enderezar tantísimo entuerto como se estaba produciendo. En la Casa del Pueblo no sabían nada. En el Gobierno Civil lo ignoraban todo. En la calle circulábamos como zombis, como gentes sometidas a los efectos de una droga aniquilante», dirá tantos años más tarde Victoriano Crémer. El gentío se echa el domingo a la calle para enterarse de la marcha de los acontecimientos, que se presentan amargos y amenazadores para la ciudad que es encrucijada entre las tierras castellanas, gallegas y asturianas. No circulan los trenes, y llegan noticias de que Valladolid se ha sublevado, igual que Salamanca y Burgos, puestas también al lado de los airados desleales. En la capital leonesa el diario La Mañana publica, entre otras noticias (como la del robo de explosivos, cinco kilos de dinamita y uno de pólvora de minas, en un polvorín de Villafranca) , algunas notas oficiales dadas durante el día y la noche anteriores por el Gobierno de la República (las mismas que ya recogía la tarde anterior La Democracia), en las que se informa de las detenciones de varios generales, jefes y oficiales comprometidos en la asonada militar, y de que «la policía se ha apoderado de un avión extranjero en el que, según parece, iba a introducirse en España uno de los cabecillas de la sedición». A primera hora de la mañana anuncia Avance que de Oviedo y con destino a Madrid, vía Valladolid, ha salido un tren especial cargado de mineros. Las gentes van a misa como si nada hubiera sucedido la noche anterior, y cuando se está celebrando en los Agustinos dicen a los asistentes que es preciso salir con orden e irse cada cual para sus casas.

De paso para la capital de la nación llegaba en torno a las diez de la mañana a la Estación del Norte de León el convoy ferroviario compuesto por los dos trenes (el largo especial y el más corto de vagones sumados a los del tren correo) de mineros asturianos. Su arribo sorprendió a los locales directivos socialistas, que se felicitan por ello y les dan la bienvenida, y también al general Carlos Bosch y Bosch, máximo responsable militar de la Plaza y la provincia, dispuesto a sublevarse siguiendo el ejemplo de Valladolid y sin esperar ordenes de La Coruña, de donde orgánicamente dependía. Los esperaba, entusiasmada, agradecida y curiosa en medio del revuelo que supone su llegada, mucha gente que los aclama, especialmente los obreros, y también a los que siguiendo una ruta paralela se han adelantado al ferrocarril viniendo en autobuses y camiones y llegados dos horas antes a las inmediaciones de la estación, esperando allí por sus compañeros para desperdigarse después todos por la urbe.

A unos y otros se sumaron por el camino mineros leoneses de las cuencas transitadas, como se les añadirían otros izquierdistas en León y en las demás localidades en las que en su travesía iban haciendo un alto. La ciudad les pertenece. Hacen primero una demostración de su poder en plena calle (algunos tiran petardos, lo que asusta en el extrarradio a los vecinos, que creen que continúan los disparos de la pasada noche, cesando cuando otros los reprenden). Entran en la población por Ordoño II y ocupan el Bar Central, el Café Victoria y otros bares mientras sus mandos reclaman en el Gobierno Civil «las armas prometidas por el compañero coronel Aranda». Después en el cuartel de Infantería les suministran pan, chorizo y unas latas de conserva, además de algunos fusiles (mosquetones; no más de unos 200, que les darán más tarde), que no son –ni mucho menos— suficientes para todos, pues los recién llegados son numerosos, y corre la voz de que la Guardia Civil les entregará más. Manda la expedición (unos cinco mil hombres entre las dos columnas, la ferroviaria y la motorizada) el socialista Francisco Martínez Dutor (sargento retirado que ya se había puesto de parte de la revolución en octubre del 34), que trae como ayudante al obrero Luis Bayón.

La Columna Otero de los cerca de tres mil trabajadores venidos en tren es mandada por quien le da nombre: Manuel Otero Roces, ugetista de Sama de Langreo (caería en febrero de 1937 en una ofensiva sobre el cercado Oviedo), y es Alejandro García Menéndez, teniente de Asalto, su jefe de Estado Mayor y quien militarmente la dirige, ayudado por tres guardias del mismo Cuerpo («salimos al anochecer de La Felguera y llegamos a León por la mañana. Al teniente, el pobre, no le hacía caso ni Dios. Él hacía lo que podía. Nos acompañaba como oficial del Ejército, más que nada», rememoraba años más tarde José Otero Roces, uno de aquellos mineros. El también teniente de Asalto Francisco Lluch Urbano (de 35 años, procedente de Intendencia) lo es de la Columna Acero de los quinientos que se mueven en camiones, y que capitanea el comunista Damián Fernández Calderón. Ni unos ni otros traen muchos fusiles (más de dos tercios de ellos carecen de armamento), pero si abundante dinamita tomada de los polvorines de las minas. El coronel Antonio Aranda les ha dicho que en León, en el depósito militar, les darán armas para luchar en Madrid. De las tres columnas de mineros formadas y enviadas desde Asturias a la capital de la República por aquel militar, una primera habría partido ya el día anterior, a las siete y media de la tarde, desde Gijón en el tren expreso diario que la comunicaba con Madrid para llegar allí en las primeras horas de la mañana del domingo 19 (según dirán algunos, o en la tarde de aquel día, según otros). Las otras dos que alcanzaban ahora León, la formada por dos trenes y la motorizada, habían partido horas más tarde, se juntaban en San Marcos, y los efectivos de Asalto que formaban parte de ellas se reunían con el teniente Emilio Fernández y varios compañeros más de la plantilla leonesa, viéndose también al capitán Eduardo Rodríguez Calleja con ellos y entre los mineros.

Nunca había visto tantos camiones juntos. Permanecieron mucho tiempo detenidos bajo mis balcones (recordará Antonio Gamoneda, que habitaba en el número 4 de la carretera de Zamora), cubriendo aquella desde más allá de las barreras del paso a nivel de las vías hasta el cruce con la carretera de Trobajo. En la mayor parte solo iban milicianos optimistas que cantaban desconcertadamente y bromeaban a gritos de un camión a otro. Serían dos mil o tres mil mineros, algunos con las terribles tramas azules que el grisú había labrado en sus mejillas. Uno de ellos, dando una señal de alegría, disparó al aire, verticalmente, con una pistola que volvió a colocar bajo el cinturón. Un camión tenía una carga cubierta con lonas y, sentado sobre ella, con las piernas colgando fuera de la caja, un muchacho, muy joven, liaba y encendía un cigarrillo. Otro miliciano, hombre ya mayor, se precipitó sobre el chiquillo y lo arrojó al suelo tirándole de las piernas, pateándolo luego con furia al tiempo que lo insultaba con ásperas voces. El muchacho logró levantarse y se alejó con la cabeza gacha. Después alguien dijo que aquel camión estaba cargado de dinamita.

Los mineros actuaron disciplinadamente, instalaron su cuartel general en el Hotel Oliden, vivaquearon a lo largo del Paseo de la Condesa hasta las proximidades de San Marcos, se diseminaron y circularon armados por las calles («se veía un fusil Máuser por cada cinco desarmados») henchidos de fervor obrero y llamando a defender de los facciosos al Frente Popular, y no crearon en ningún momento problemas de orden público, aunque «a las once de la mañana ya se ven algunos con vino tomado en demasía, y por la tarde daban otros muestras de haber bebido copiosamente» (anota algún autor), después de haber comido en aquel convento que era centro de la remonta militar, donde tal vez consumirían los alimentos que el vecino leonés Luciano Santos Díaz —de 31 años, casado— requisó en el almacén de Coloniales de «los Salmantinos», que asaltó, según declara a finales de septiembre cuando lo multan por ello y lo apresan en el mismo San Marcos, donde tendrá ocasión de actuar de enlace entre los recluidos en unas y otras dependencias gracias al desempeño de su oficio de barbero, y también de ser con otros más acusado de hostil a la causa nacional por dos presos confidentes infiltrados por la Guardia Civil entre los que ocupan una de las celdonas.

Afirma Alfonso Camín que «los mineros se despliegan por la capital leonesa sin cometer el más mínimo atentado. Pagan hasta los cigarrillos. Hay un estanco cuyo dueño o dueña ya está abiertamente con los ‘negros’ (facciosos). No quiere venderles tabaco. Los ‘negros’ —si el estanquillo fuera ‘rojo’— hubieran degollado a la dueña e incautado todas las existencias. Los mineros, no. Los mineros asturianos, bien recontado el tabaco, lo pagan todo a su precio y le dejan sobre el mostrador su cascada de duros de plata gruesa. Eso sí: le obligaron a venderles toda la mercancía. ¡Ingenua venganza que seguramente hizo reír a la dueña oronda o al propietario canoso, regularmente guardias civiles retirados que pronto cogerán un arma para fusilar mineros!»

Pan para los asturianos

Hicieron gestiones los asturianos en la carretera de Trobajo, acompañados por Nicostrato Vela Esteban (de 48 años, casado, veterinario, socialista y miembro de la delegación leonesa de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética), para que se les facilitase comida, y firmó el gobernador civil vales para proporcionarles pan (después de acordarlo con el alcalde y con el gobernador militar general Carlos Bosch y que le encargue este que hable con los patronos panaderos a fin de que –excusados sus empleados de la huelga convocada— se provea a la hambrienta columna de sustento, sopesando darles además bebidas alcohólicas para evitar conflictos y convencerlos mejor de que se fueran, pues se pretende que estén tranquilos y dejen cuanto antes la ciudad), además de solicitar la colaboración del Ayuntamiento para alimentar a los acampados (que no se daría, dirá el alcalde Miguel Castaño Quiñones, a quien aquel la pedía por teléfono; tampoco la Cruz Roja les dio apoyo). Acusarán después a Nicostrato de ser otro de quienes asaltaron entonces la fábrica de embutidos y almacén de coloniales y ultramarinos de «los Salmantinos» Manuel Pablos y Hermanos (oriundos de Béjar), a la que habría llevado en su propio automóvil Ford a un grupo de mineros «que se incautan de 350 latas de chorizos y 27 cajas de conservas con 100 latas cada una», y a Víctor García Herrero (de 31 años, casado, tesorero del ugetista Sindicato de Banca, contador de la Federación Local de Sociedades Obreras, y empleado del Banco Herrero) de haberse unido a la columna motorizada de asturianos, «a la que proveyó de vales de gasolina con los cuales repostaron los facciosos sus vehículos en los surtidores de la capital».

Una y otra requisa (encomendadas por el gobernador civil a una comisión del Frente Popular), lejos de constituir el asalto y la extorsión con que después serán calificadas, debieron de realizarse, como otras en otros lugares, con recibos y garantías de su abono posterior, de igual modo, por cierto, a la que (una de tantas luego) en el mismo almacén y por otros productos harán los sublevados el 31 de julio para la Comisión de Avituallamientos que abastece a sus tropas y milicias. También pasaron los mineros por la Casa del Pueblo, y allí, en medio del extraordinario movimiento producido, los atendieron y les buscaron víveres los miembros de las Juventudes Socialista y Comunista, volviendo a repartirles viandas por la tarde (declaraba –ya preso— Policarpo Muñoz Díaz, de 30 años, casado, capataz agrícola y conserje de la misma).