El mejor relaciones públicas de las Naciones Unidas
Como cabía esperar, la muerte de Kofi Annan —del todo inesperada después de una muy breve enfermedad— trajo a la memoria internacional la figura inolvidable del único africano que ha sido hasta hoy secretario general de la ONU y que gozó de una excelente reputación por su habilidad como mediador que sus críticos —que los tuvo, y muy relevantes— le negaban cortésmente.
Su longevidad, ochenta años largos, fue apacible y propia de un ex alto funcionario de su categoría, había abandonado la escena internacional y estaba en el banco de los jubilados de oro cuando reapareció súbita y sorprendentemente a principios de 2012 porque a alguien se le ocurrió que él podría hacer el milagro de detener lo que entonces era el incipiente conflicto en Siria que con los años terminaría siendo una guerra horrible ahora prácticamente concluida, por cierto, con una victoria siria y, sobre todo, rusa. Como es sabido nadie pudo hacer el mencionado milagro.
Eso no ha impedido la calurosa declaración de Vladímir Putin glosando su labor en términos de vivo elogio y homenaje a su persona. Tal tono encomiástico ha sido, por lo demás, internacional y no es literalmente mundial porque algunos Estados africanos devastados por guerras civiles, con Ruanda en cabeza, siempre creyeron que él, un africano de Ghana, no hizo lo preciso para parar en seco las matanzas locales.
Cuando se le quería criticar o minusvalorar se invocaba siempre su condición de ‘gentleman africano’ y la verdad es que esa condición racial fue algo más que adjetiva en su personalidad y en su carrera. Su formación, y esto explica algunas cosas, fue norteamericana, nada menos que del superacreditado Instituto Tecnológico de Massachussets en el que se graduó con calificaciones excelentes. Sin duda el MIT le dio el aura intelectual y la visión de conjunto que le serían indispensables para su carrera en la ONU y, desde luego, para que su candidatura al puesto estuviera del todo justificada.
Sucedió a un discreto intelectual y diplomático egipcio, Butros Butros-Ghali, un copto que, muy al contrario que nuestro hombre, pareció interesado en pasar todo lo inadvertido que se pudiera. Así, con su reputación de «hombre encantador», una excelente formación, un aval internacional considerable y el permiso de Washington, fue secretario general de Naciones Unidas.
Su expediente en el cargo mostrará una disposición genuina para dar al puesto una visible tonalidad de independencia de las superpotencias, una misión en la que encontró el apoyo de un Bill Clinton también reelegido y con ganas de innovar en los cánones de la política internacional. Ambos lidiaron bien con el proceso histórico con el que se encontraron en el tempestuoso y difícil periodo abierto con el largo fin del régimen comunista en la URSS, pero la ONU, en cambio, no supo —no pudo, en realidad, por la conducta de las grandes potencias en la cuestión— hacer nada genuinamente práctico o duradero para evitar o aliviar trágicos conflictos laterales, como crisis africanas o posyugoslavas.
Se atribuye, en cambio, a Kofi Annan haber sido una especie de inmejorable relaciones públicas de las Naciones Unidas, un proceso que, bien mirado, dura hasta hoy. Supo acomodarse de modo realista a lo que, sencillamente, podía hacer al frente de la institución, mediatizada hasta extremos incalificables por los intereses de las dos grandes superpotencias y sus bloques respectivos. Reforzó las agencias de la ONU, ese ejército de estupendos empleados de todas las extracciones, que lo mismo dan de comer a los pobres palestinos en Gaza que administran los mejores programas antisida de Africa y se siguen beneficiando, por fortuna, de los programas de la ONU. Esto fue una lección de puro pragmatismo porque en la ONU no manda ni mandará nunca el secretario general, sino el Consejo de Seguridad, donde las potencias con derecho a veto y sus adláteres hacen y deshacen según sus intereses. Ni que decir tiene que con el Washington de Trump ese hecho está alcanzando proporciones extraordinarias. Campeón, pues, de las misiones de paz de la organización o del trabajo de sus agencias, Annan asumió con naturalidad las limitaciones de su cargo y lo aprovechó en beneficio del tercer mundo con esa visión, más modesta y menos política, durante sus dos mandatos.
Sobra esa visión para dar por bueno el Nobel de la Paz que se le otorgó en 2001, mediante una atribución cuya redacción dejaba lógicamente en claro que el galardón era para la ONU y su secretario general, por ese orden. Fue el tiempo de su apoteosis y también el de los reveses políticos. Las matanzas de dimensión tribal en Africa oscu recieron gravemente el papel de las Naciones Unidas. Kofi Annan lo había llevado hasta donde pudo. O, más exactamente, hasta donde le dejaron.