La revolución de nicaragua
Daniel Ortega se aferra al poder cuando acaba de cumplirse un año del comienzo de las protestas. Miles de nicaragüenses salieron en 2018 a defender las pensiones, sin imaginar que cuando despertasen el dinosaurio seguiría allí.
Hay días que parecen años y años que parecen días». Con esa cita Del tiempo y el destiempo resume Douglas Castro el año que cambió para siempre su vida y la de toda una generación de nicaragüenses. El 17 de abril de 2018 salieron a las calles a defender las pensiones de sus mayores, sin imaginar que cuando despertasen el dinosaurio seguiría allí. Para el 20 de abril se contaban ya 25 muertos. Al final del verano, entre 300 y 500.
El alzamiento de hace un año en Nicaragua no fue armado, sino espontáneo y desigual. La generación de este joven profesor de la Universidad Centroamericana (UCA) que hoy vaga como alma en pena entre Costa Rica y EE UU decidió en esos días de represión romper con la historia sangrienta del país y enfrentarse a los paramilitares de Daniel Ortega con la fuerza de sus convicciones y la creatividad del ‘nica’.
Desde las azoteas los francotiradores disparaban arbitrariamente contra los manifestantes, que huían a refugiarse en colegios, iglesias y catedrales. Los curas recogían los cadáveres que quedaban tirados en las calles y eran zarandeados por las turbas sandinistas. Los chicos construían trincheras para evitar la entrada de los paramilitares en sus barrios o universidades, como las que les oyeron contar a sus mayores de la lucha contra Somoza. El eurodiputado español Javier Nart reconoce que la fotografía de Nicaragua hoy es «horrorosa y extraordinariamente parecida a la del somocismo, fundamentada en la represión». Y lo sabe bien porque él mismo luchó contra Somoza desde las trincheras. Nunca pensó que hoy tendría que defender a los jóvenes de un comandante sandinista convertido en tirano. A pesar de la sangre, o precisamente por la indignación de la sangre derramada, durante unos meses creyeron que lograrían que el régimen de Ortega cediese el poder y adelantase elecciones para restablecer la normalidad.
«Entre abril y julio trabajábamos pero no trabajábamos, estudiábamos pero no estudiábamos», recuerda Castro. «Pasamos de ser estudiantes a ser el rostro de la oposición y a estar en contacto con la parte más desgarradora de lo que estaba ocurriendo».
Esos, ahora lo saben, eran los buenos tiempos. En los que prevalecía el optimismo y se olía el miedo del dictador, al que se veía replegarse a su mansión presidencial de El Carmen, convertida en jaula de oro, junto a su mujer, nombrada vicepresidenta. «Las calles son del pueblo», gritaban los jóvenes en las manifestaciones. Sin la ayuda del Ejército, como tiene Maduro en Venezuela, Ortega aprovechó la pausa de un diálogo ficticio para reclutar a paramilitares y organizar la ofensiva que acabó con lujo de fuerza bruta el 19 de julio, tras limpiar las calles con bulldozers, ametralladoras y lanzacohetes.
Diálogo para ganar tiempo
A partir de ahí, el silencio de la represión que intentó imponer la normalidad a la fuerza. Los paramilitares y la Policía, que actúan con impunidad y sin órdenes judiciales, buscaron a los revoltosos casa por casa. Decenas de miles salieron huyendo campo a través con lo puesto. Según el último informe de la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur), 55.000 se refugiaron en la vecina Costa Rica, aunque la organización reconoce que deben de ser muchos más, dado que no salen por puestos fronterizos sino por puntos ciegos de la frontera para evadir la implacable persecución.
Nicaragua sólo tiene 6 millones de habitantes. Más de medio millón se quedó sin trabajo. En la purga el Gobierno despidió hasta a los médicos que curaron a los heridos. Amplió las licencias de bares y restaurantes pero los turistas no volvieron. La economía se contrajo un 4% en 2018 y para este año se prevé una caída de entre el 7% y el 11%. Cuando Ortega vio que Maduro se tambaleaba en el poder, acosado por el Gobierno de Trump, decidió aceptar la oferta de la UE para un diálogo que, una vez más, utiliza para ganar tiempo.
«Estamos asistiendo a una ceremonia de la simulación», reconoció en entrevista telefónica Ramón Jáuregui, que lideró la delegación de eurodiputados que visitó el país a finales de enero. Entre las muchas «comunicaciones propagandísticas» con las que el Gobierno de Ortega ha intentado evitar las sanciones, la última ilustra el cinismo del régimen. «Recibimos un comunicado absolutamente pomposo de que liberaban a 636 presos y nos hacían creer que ya no quedaba ningún preso político en las cárceles, y ahora resulta que eran presos comunes que liberan siempre en Semana Santa».
Esa burla le costó a Ortega el que la delegación pida a la vicepresidenta de la UE Federica Mogherini que pase de las palabras a la acción e imponga sanciones a Nicaragua «en este momento altamente simbólico en el que se cumple un año del comienzo de la crisis», dice la carta, a la que en persona Jaúregui añade pasión. «Se nos ha agotado la paciencia. Hay un pueblo que está sufriendo enormemente por una represión de una crueldad inaudita en nuestros tiempos. Los presos son periodistas, estudiantes, dueños de medios de comunicación...». Tras visitarlos en prisión, el eurodiputado portugués José Inácio Faria contó escandalizado que los presos políticos «viven en condiciones peores que las que tienen los cerdos en mi país», recordó en conferencia de prensa. Se despidió con un llamada que rompe el corazón de Douglas y cuantos nicaragüenses añoran su tierra. «Por favor, no regresen, pondrán en peligro sus vidas. No se fíen del señor Ortega. Es un dictador sanguinario, peor que lo que ocurre en los otros sistemas de América Latina».