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«Yo viví en el paraíso»

La historia en primera persona de Rosa González, hija y hermana de leoneses, que vivió y pasó su infancia en un poblado a los pies del Salto del Ángel, en Venezuela, una tierra lejana a donde sus padres llegaron desde León para trabajar como misioneros.

Rosa González, a la derecha. con otros niños pemones y una de sus hermanas. Bajo estas líneas, varias instantáneas de la infancia de Rosa González.

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León

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Cada mañana al despertarme lo primero que tenia ante mis ojos era la inmensa maravilla del Auyantepuy. El esfuerzo por comenzar cada día de aquella niñez, era inexistente ante la esplendorosa vista de aquel majestuoso paraíso. Hoy lo recuerdo con cariño después de tanto tiempo, después de haber tenido que salir de aquel paraíso, después de haber tenido que abrir mis ojos cada mañana y ver algo tan distinto al Auyantepuy.

Allí, a los pies del Tepuy, en la Misión de Kamaratá (Venezuela-Ciudad Bolivar), nací y trascurrió mi infancia (soy pemona) por lo que conozco sus costumbres e idioma, el pemón. Mi vida después de salir de Kamarata ha sido muy diferente. El gran cambio de una vida simple y pura a la vida de una gran ciudad me ha hecho comprender el valor incalculable de haber vivido en uno de los paraísos que aún no ha sido tocado por el hombre (eso quiero creer).

En este poblado ubicado a los pies del Salto del Ángel (la catarata más alta del mundo) convivíamos la comunidad religiosa formada por franciscanos, dominicas y la población indígena y mí familia. Mis padres Victorino González Corral y María Luisa García Puente junto con mi hermana mayor Ana Belén que nació en Santibáñez de Rueda y que con sólo nueve meses partieron con rumbo a la Misión de Kamarata procedentes de León; y allí nacimos después mi otra hermana Eva Rocío (que vino al mundo en Ciudad Bolívar) y yo (que nací en Kamarata). Mi nacimiento allí en la selva fue circunstancial debido a que mi madre no pudo desplazarse a la ciudad a dar a luz por no llegar en los días previos a mi nacimiento ninguna avioneta, único medio de trasporte y conexión con la civilización.

En kamarata mi padre ejercía de responsable del funcionamiento de la misión, desde atender la planta hidroeléctrica y a toda la actividad práctica ganadera y agrícola. Mientras tanto, mi madre se dedicaba a cooperar con las religiosas en las labores domesticas.

Allí todo era distinto. Los kamaracotos son gente honesta, sin malicia, que lo dan todo a cambio de nada, no favor por favor, algo impensable hoy en día en nuestra sociedad. No conocen la competencia, ni el consumismo o la hostilidad de la sociedad de nuestros días. Valoran lo poco que tienen, la amistad y el compañerismo. Su día a día es compartir lo que tienen con su comunidad. Así, sin conocimiento de un mundo ‘civilizado’, los kamarakotos son felices.

Pocas necesidades

El problema surge cuando el ser ‘civilizado’, en su afán de superioridad, pretende cambiar sus costumbres, su cultura, en fin, su vida. Ellos no ven la necesidad de estudiar cosas insignificantes para su día a día, de cambiar económicamente su sencilla vida, de sustituir su alimentación por la nuestra, de aprender nuestro innecesario lenguaje que ellos no necesitan para nada, todo lo que insistentemente la civilización pretende inculcarles. Ellos simplemente viven el día a día, no piensan en el mañana, no planifican cuanto proyectan realizar, para ellos todo es azar. Sus curiosas costumbres pueden parecer incomprensibles para nosotros, pero aún así son dignas de respetar. No distinguen el bien del mal, lo bueno o lo malo como podemos distinguir nosotros. Así solo ven el mal, y el resto no es que sea o no sea bueno, simplemente es. Su único miedo es el Canaima o Patanchina que según ellos mora en el Auyantepuy (de ahí su nombre Montaña del Diablo) en el que creen, a pesar de no haber visto nunca, aunque están seguros de que su espíritu esta ahí y siempre es el causante de las muertes, inundaciones, malas cosechas y todas las desgracias.

Para ellos no existe la muerte natural o por enfermedades, siempre el causaste es el Canaima o Patanchina. Nunca se adentraban demasiado en la selva, y cuando así lo hacían siempre iban acompañados por mi padre o por algún miembro de la comunidad. Este miedo a adentrarse en la selva les llevaba sólo a aprovechar los recursos mas próximos que les ofrecía el medio (talan las primeras hileras de los árboles y cuando necesitaban labrar la tierra para sus conucos huertos lo hacen próximos al bohio ‘casa’ y la caza la practican en la sabana y la llanura).

Aunque usan las medicinas que se les ofrece en la Misión, siempre van a su ‘piache’, un curandero o chamán que mediante una ceremonia asiste al enfermo para que se vaya el espíritu malo y pueda curarse; si el enfermo se curaba el mérito estaba en el piache no en las medicinas aplicadas en la Misión. El piache es un brujo que existe en cada tribu, su ceremonia consiste en espantar al canaima mediante un rito en el cual el piache se pinta el rostro los brazos y piernas con pintura roja y negra hecha del polvo de algunas semillas y raíces; a la ceremonia asisten además del piache, su mujer y los familiares del enfermo, y a través de una especie de danza macabra tratan de asustar al Canaima. Durante esta ceremonia toman una bebida, ‘cachiri’, que se obtiene de la ralladura de la yuca. El liquido en cuestión lo dejan reposar de 2 a 3 días, fermentando se convierte en una bebida alcohólica que toman también en otros festejos.

En cierta ocasión llegó una india procedente de otro poblado. Cuando apareció se encontraba pálida, desencajada, muda de terror. Entre gritos nos explicó que a su compañera le había picado una serpiente de cascabel mientras cogía leña en el monte; no podía andar, su cuerpo se comenzó a hinchar e inmediatamente se ordenó que fueran en su busca y la trajeron sobre un ‘chinchorro’ (hamaca) para no moverla mucho y el veneno no se extendiera por su cuerpo. Cuando la vimos hinchada hasta medio cuerpo, arrojando sangre por la boca y por los poros, nos invadió el pánico. En vista del estado tan grave, uno de los franciscanos procedió a aplicarle la extremaunción (la muchacha india ya había sido bautizada tiempo atrás), pues su vida corría peligro y en la misión no había equipo médico ni disponíamos de fármacos o avíos necesarios para los muchos casos que nos surgían. En la comunidad había una gran desesperación e impotencia por no tener a mano un antídoto (antiofídico) contra las mordeduras de serpiente.

El único remedio

En un intento por salvar la vida a la muchacha y ante nuestra desesperanza acudimos a lo único que teníamos en nuestra carente enfermería, un frasco de creolina, sustancia similar a lo que en España conocemos como zotal, que se usa como desinfectante para llagas y heridas. Faltos de cualquier medicina y sin demorar mas nuestro intento de salvarla, aplicamos la creolina a la india en la zona afectada, disolvimos unas gotas de creolina en agua. Esta solución se le suministro en diversas tomas a lo largo del día trascurrido el cual la muchacha seguía en el mismo estado en el que había llegado, pero para sorpresa nuestra al amanecer presentó una franca mejoría. La hinchazón fue bajando y el desentumecimiento empezó a dejarse notar, no presentando indicio alguno de desequilibrio mental, efecto corriente en algunos otros casos que habían sido tratados anteriormente con antiofídicos.

En Kamarata observé situaciones que aquí nos parecen lógicas y naturales pero que para ellos no lo son tanto. Entre los kamarakotos el simple alumbramiento de gemelos se veía como algo inverosímil. Cuando una mujer dio a luz gemelos, en la familia se quedaron con el primero que nació el segundo fue abandonado. No lo abandonaban por no poder cuidarlo o alimentarlo, no, el motivo era el desconocimiento que les llevaba a entender como una mujer tuviera dos hijos en un único alumbramiento. En la Misión los religiosos acogieron al niño abandonado; su familia con el tiempo al ver ambos hermanos eran iguales, destacaban sus mismos rasgos y que era un niño normal lo fueron aceptando.

Detalles como este y tantos otros contrastaban en sus vidas. No entendían porque mis hermanas y yo teníamos la piel blanca y el cabello rubio y bromeaban con mi padre diciéndole que como podía tener hijas blancas y rubia siendo él moreno.

La llegada de las primeras avionetas siempre era todo un evento: temor ante lo desconocido en un principio, admiración al verla de cerca y después un gran entusiasmo por subir a ella, tocarla, y ver lo que era en si y todo lo que de ella bajaban. Al igual que lo que aconteció con una vieja motocicleta que llego a la misión, la primera reacción fue de temor ante el estrepitoso y ensordecedor ruido que provocaba. Con el tiempo, el temor pasó a ser diversión y todos querían subir en ella.

Estas reacciones ante acontecimientos sencillos y normales para nosotros les hacen ser personas tan simples e ingenuas que es difícil de imaginar.

No son fieros entre si, ni con otras tribus, ni siquiera con el visitante que llega en parte, a perturbarles su tranquila vida. No tienen narraciones de batallas o peleas con otras tribus, no pueden contar enfrentamientos de pueblos porque su corazón y su carácter no es guerrero, es afable, bonachón y dulce. Sus únicas narraciones son los cuentos en los que predominan la personificación de animales y objetos.

Estos cuentos son relatados dentro de sus chozas que son oscuras y hasta tétricas. El fogón, siempre encendido por leños, inunda la choza de humo, quedando casi en tinieblas. El único lugar por el cual se airea la vivienda son unos pequeños espacios entre las paredes y el tejado de la choza. En el interior cuelgan permanentemente sus utensilios de caza y pesca o bien ruedan por el suelo sus arcos, flechas, cerbatanas, camazas (cribas) y sebucanes (especies de cestas de mimbre de forma tubular en cuyos extremos dejan unas asas para tirar de ellos y prensar raíces).

Dentro de la choza todo esta en reposo. El silencio era roto de vez en cuando por el movimiento rítmico y acompasado de alguna hamaca (chinchorro) en la que se mecía adormilado algún pemon.