Memorias vividas (Capítulo I)
La generación sacrificada
Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda
Pertenezco a esa generación nacida en la década de los 30 del siglo XX que aparecimos por este mundo bajo el régimen político de la II República española. Algunos nos dicen los ‘niños de la guerra’.
Soy nacido en un pueblo del Bierzo cuyo nombre de vibrantes resonancias no diré, pero al que tengo permanentemente en mi recuerdo y en mi corazón y al que usted, amable amigo, reconocerá a lo largo de estas notas. Notas con las que pretendo expresar cómo vivíamos, cómo pensábamos y, en definitiva, como éramos.
Surge, entre mis primeros recuerdos, el kiosco de mi tía Asunción. En un principio, estaba situado muy pegado a la Iglesia parroquial, pero en los acontecimientos de octubre del 34, los revolucionarios, llegados de las cuencas mineras, tuvieron la gentileza de apartarlo para que no ardiera con el templo, al que quemaron totalmente, salvando tan sólo al famoso Cristo rojo (vestía túnica roja). «A ti te perdonamos por ser de los nuestros», proclamaban.
El autor en una foto escolar. Lleva el imperdible con el ‘detente bala’. COLECCIÓN FAMILIA CARRO
Posteriormente, en julio del 36, los republicanos pretendieron quemar el kiosco con uno de mis primos dentro. La intención era ‘prender’ o apresar a su padre, falangista, al que creían escondido. Parece ser que mi abuelo Carro, guardia civil retirado, intervino para solucionar la cuestión. Algunas personas que recuerdan el suceso me han confundido con mi primo, pero yo no había nacido entonces.
En el kiosco se vendían velas, rosarios, piedras de mechero, hojas de afeitar, alguna otra cosa más y, naturalmente, la prensa de la época: ABC, Informaciones, Ya, Madrid, Proa-Diario de Falange… Recuerdo un dato curioso. Cuando el cliente pedía un periódico, sin especificar, se le preguntaba: ¿Del día o atrasado? Algunos, más bien bastantes, los preferían atrasados. Eran mas baratos. Solían optar por los de mayor tamaño y muchas hojas, porque las utilizaban como envoltorios de bocadillos u otros usos, como cubrir estanterías o vasares de la cocina.
Recuerdo bien esta prensa diaria. Con las letras gordas de los periódicos, los titulares de sus páginas, mi tía me enseñó a leer a muy temprana edad. Y ya en la escuela, esto me dio cierta aureola de aventajado entre los chicos del pueblo.
A los 6 años nos mandaban a la escuela. Empezaba así el primer ciclo escolar hasta los 10 años, en que unos pocos iniciaban el bachillerato. Otros continuaban hasta los 12 y bastantes se quedaban por el camino. Tenían que trabajar o cuidar a sus hermanos pequeños.
La primera tarea en la escuela, después de rezar una oración, era el encendido (por aquí se decía ‘prender’) de la estufa de carbón (en invierno, claro). Lo hacíamos dos alumnos por riguroso turno. Antes, naturalmente, había que sacar la escoria del día anterior. Los mismos chicos debían alimentar el fuego durante toda la jornada.
Un par de días por semana teníamos lectura en voz alta: El Quijote o algún texto de Gil y Carrasco. Usábamos materiales muy básicos. En principio, una pequeña pizarra de la que colgaba un trapo para borrar y tiza o pizarrines para escribir en ella. Después cuadernos con frases impresas que debíamos copiar en toda la hoja; para ello usábamos plumines de metal insertados en un palillero; teníamos que tener repuesto, pues los plumines se ‘esgañaban’ con facilidad: se torcía o rompía la punta y quedaban inservibles. Entonces se daba gran importancia a la caligrafía, por eso en aquellos cuadernos aprendíamos distintos tipos de letra: redondilla, cursiva, española, inglesa y hasta gótica.
Recuerdo un día que llegó un peluquero a la escuela y nos rapó el pelo al cero a todos. El motivo no era otro que el piojo verde. Todavía conservo una fotografía, con el mapa de España de fondo, en la que puede observarse que en el tirante del pantalón luce el llamado ‘detente bala’, un símbolo protector que consistía en un pedazo de tela o una medallita con una imagen religiosa. Fue muy utilizado durante la Guerra Civil por los combatientes.
En estos primeros años de escuela sentía una especial preocupación por dos cuestiones que no era capaz de entender. Me refiero a dos ternas. Una, la Santísima Trinidad, a la que aludo con todo el respeto del mundo. Entendía lo del Padre y el Hijo, pero aquello del Espíritu Santo me desbordaba. Decían que era la Paloma, el Verbo… ¡Otro verbo más! Con lo difícil que eran los verbos regulares e irregulares… El otro triduo era el de los presidentes de la I República. Se empeñaban en que eran tres y a mí me salían cuatro: Pi y Margall, Salmerón y Castelar (4). ¡Quién era capaz de interrumpir entonces con estas nimiedades a un profesor que pastoreaba a cerca de 40 alumnos!
¡Ah!, se me olvidaba, teníamos descanso las tardes de los jueves. Los restantes días, excepto el domingo, eran lectivos.
Era una educación de palo y tente tieso, con castigos de reglazo limpio o permanencias en la esquina del aula con los brazos en cruz. Recuerdo que unas niñas que llamaron loca a su maestra fueron castigadas a deambular por la Plaza Mayor gritando en voz alta: «Doña Nieves no está loca, yo estoy mal de educación».
Esta enseñanza era complementada por la sociedad en general. Cualquier persona mayor podía reprenderte o darte un pescozón por cualquier travesura. Si ibas con la queja a casa, peor, te caía otra mayor. Así pues, teníamos un profundo respeto a nuestros mayores y aún más destacado a los de ‘carrera’: el maestro, el médico, el cura, el boticario…
Figura preminente era el abuelo. Ocupaba el sitio preferente en la mesa. Teníamos por él respeto y admiración. Las féminas ejercían un perfecto matriarcado, los varones se habían visto obligados en muchos casos a readoptar el papel de padres, pues eran frecuente que sus hijos o yernos estuvieran en prisión o hubieran caído en el campo de batalla. Yo los tenía por auténticos héroes, pues mi abuelo Carro había estado de guardia civil en Puerto Rico hasta finales del siglo XIX y el señor Pablo, vecino de la casa colindante, era uno de los últimos de Filipinas y, por ello, cobraba nada menos que una pensión.
Por cierto, ahora que estamos recluidos y asustados por una trágica pandemia, me viene frecuentemente a la memoria el drama vivido por mis abuelos maternos, Miguel y Encarnación. Allá por la primera quincena del siglo pasado, afrontaron la muerte de 5 hijos en 15 días, a consecuencia –creo– del sarampión. Cuando mi abuelo regresaba de enterrar a uno de sus hijos, oyó las campanas de la iglesia tocando a gloria, sonido que alertaba de la muerte de un niño. Se puso en lo peor y se cumplió el presagio: en casa le aguardaba otro hijo muerto. ¿Cómo es posible soportar tanta desdicha? Sin otro consuelo entonces que la propia entereza y el afán de sacar a la prole restante; quizá la fe, las creencias religiosas podían servir para paliar tanto dolor.
Por decirlo todo, no conocí a mis abuelos paternos. Ella murió en la gripe del 18, la mal llamada ‘gripe española’. Él murió ‘paseado’ en el 36. Por cierto, jamás se me ocurrió utilizar esta desgracia para hacer carrera política, ni obtener ningún otro beneficio.