La jauría humana
La epopeya de la guerra esconde grandes gestas, pero la historia también nos devuelve el eco de no pocas miserias que contribuyeron a que aquellos cuatro años resultaran para muchos una excusa para cobrarse venganzas larvadas por las luchas de poder y de clase. La que viene a continuación es el mejor ejemplo...
La Guerra Civil no fue (sólo) una contienda política o religiosa. Dijo Unamuno poco antes de morir que no se trataba de una España contra otra sino más bien toda España contra sí misma, en una espiral de destrucción cuyo eco continúa repitiéndose casi un siglo después. No son los muertos lo único que queda por desenterrar, sino las razones que llevaron a eliminar física y civilmente a muchos compatriotas cuyas voces quedaron sepultadas por el ruido de anhelos políticos de una y otra índole. Víctor del Reguero acaba de presentar Anatomía de una discordia, un ensayo antropológico e histórico sobre la guerra civil a través del prisma de Elpidio González, asesinado en los hornos crematorios del campo de Gusen y que ejemplifica miles de historias que, como la suya, convirtieron en un asunto político lo que simplemente fueron vendettas personales. En este caso, Palacios del Sil es el crisol en el cual se funden las miserias de la Guerra Civil. Lo asombroso de esta investigación es que logra trascender al ámbito español y muestra que el rencor, la envidia y la venganza son siempre mucho más potentes en su capacidad para aniquilar que cualquier ideología.
El relato destapado por Víctor del Reguero desvela las razones de la jauría que se desencadenó contra un grupo de familias de la localidad lacianiega a causa de disputas pasadas.
La obra tiene varios protagonistas, pero la fuerza dramática reside en las cuitas desencadenadas durante la dictadura de Primo de Rivera y la República debido a la lucha por los puestos de poder en Palacios. Elpidio González González, nacido en el pueblo en 1905, hijo del secretario municipal e industrial próspero en actividades tan diversas como la venta de patatas a gran escala, la fabricación de mantequilla o el transporte de mercancías, es la anécdota convertida en categoría de un país abocado al fraticidio. Dotado de una inteligencia natural, vivió como tantos el desencanto de su generación ante la deriva tomada por la monarquía, y a la altura de 1931 asumió el papel de líder de los republicanos de la zona. No sabía entonces que eso acabaría con toda su familia.
La obra demuestra que, a pesar de lo que muchos creen después de un siglo, casi nadie sale inocente de una guerra
Destaca Del Reguero que esta condición le convirtió en enemigo de un grupo de vecinos de tendencia derechista y monárquica, cuyo cabeza era el médico José Sabugo, protagonizando ambos algunos encontronazos a raíz de la caza junto con sus afines. El capítulo más extenso y que da título al libro, Anatomía de una discordia , es una crónica minuciosa de los orígenes de las desavenencias incubadas en la etapa final de la dictadura de Primo de Rivera, con un especial detenimiento en un conflicto, el de la caza, que marcó todos los aspectos de la vida local. Los montes de la zona albergaban una de las reservas cinegéticas más importantes de la Cordillera Cantábrica, lo que era un objeto codiciado. Junto a ello, se da cuenta de los encontronazos de todo tipo que fueron surgiendo al calor de la evolución de los acontecimientos y, al final, los episodios de violencia que se vivieron entre los antagonistas políticos durante el año previo al estallido de la guerra.
La imagen de arriba es una de las escenas que explican hasta qué punto los resentimientos del pasado pueden convertirse en la razón de muchas de las venganzas que utilizaron la guerra como un pretexto. Los rostros de los protagonistas de la guerra en Palacios se muestran por primera vez.
Uno de los cuadros con los que se engarza el tapiz tuvo lugar el 29 de noviembre de 1930. Aquel día, los primos Antonio Álvarez González y Lucio González González denunciaron a la pareja de la Guardia Civil que esa mañana habían visto salir a cazar al sacerdote Pío Sabugo, el somatenista Leoncio Álvarez y José González Fernández, que era el juez municipal, presuponiendo por los movimientos de la cacería que hubieran ido más personas. Aunque se trataba de algunos socios del vedado, los denunciantes precisaban que hacían la denuncia «por hallarse los montes cubiertos de nieve». Unas horas después, los guardias sorprendieron en el camino de la braña La Degollada a los indicados y dos más, Lucas González Fernández y José Fernández. Éste último explicó que habían ido a cazar un oso al Monegro, ubicado dentro del coto al que estaban asociados.
La geografía humana grabada en el libro no solo se centra en una persona o una familia, sino que retrata a toda la sociedad local y sus protagonistas, tanto antes como después del conflicto
Solo cuatro días más tarde se celebró el juicio de faltas en el juzgado municipal, en medio de una gran tensión. Los denunciados se agarraron a su condición de socios del coto y a que estaban provistos de las licencias de uso de armas, valiéndose de un único testigo a su favor, el médico José Sabugo, titular formal del arrendamiento del coto. Condenados por cazar en día de nieve, este conflicto siguió con los enfrentamientos políticos que se sucedieron durante el primer tercio del siglo. La crónica disecciona hasta qué punto el caciquismo normalizado durante la Restauración continuó en la ‘dictablanda’ de Primo de Ribera a pesar de la propaganda que con la que el régimen siempre trató de presentarse, y nos conduce como testigos de excepción hasta la irrupción de la II República: «Los republicanos mantendrían el pulso durante el periodo, ya fuera trabajando por conseguir los puestos del juzgado municipal, sobre el que se ofrecen muestras de su instrumentalización por parte de ambos sectores, ya fuera con actos como embadurnar de excrementos de vaca los carteles de Acción Popular días antes de las elecciones de febrero de 1936, mientras del otro lado los derechistas se organizaron en torno a la Juventud de Acción Popular, que tuvo en Palacios del Sil una de sus organizaciones más importantes en la provincia», revela el autor.
La investigación ha logrado sacar a la luz documentos que revelan las luchas entre dos bandos que desembocaron en el asesinato de muchos de sus protagonistas. El autor ha buceado en los archivos para mostrar la secuencia que terminó en la destrucción bélica. Además, nos permite ver los rostros de todos ellos, en una valiosa fototeca de la memoria que ha permanecido inédita hasta ahora.
La mirada de los moradores de la historia no difiere de la actual y el blanco y negro de las postales rescatadas aumenta la intensidad del futuro que la guerra les reservaba.
Los hermanos González, ambos víctimas de la contienda.
La victoria de esas elecciones de febrero de 1936, las últimas de la etapa republicana, llevó al gobierno al Frente Popular y convirtió a Elpidio González en alcalde. Ejerció el cargo entre el 25 de marzo y la sublevación del 18 de julio de 1936, durante apenas cuatro meses. Fue el último alcalde republicano de la localidad.
Los conflictos larvados durante treinta años en Palacios del Sil estallaron con el comienzo de la guerra. El golpe logró en algo más de dos semanas hacerse con la provincia. Sin embargo, durante esos días numerosos miembros de la Ceda y la Falange fueron detenidos y asesinados. Entre ellos, José Sabugo, Constantino Magadán y Nicanor García. Su muerte fue el preludio de la destrucción que llegaría al final de la guerra para la familia de los González.
Documentos descubiertos por el autor que demuestran la inquina personal que llevó al encarcelamiento y la muerte de muchos habitantes de Palacios del Sil.
Elpidio González y su familia huyeron de las fuerzas nacionales a través del monte hasta llegar a Asturias. Él y su hermana se fueron a vivir al concejo de Morcín, ya que fue nombrado allí secretario municipal; su hermano pequeño, Lucio, que estaba a punto de terminar la carrera de Derecho, tuvo destino como fiscal en el Tribunal Popular Especial de Guerra de La Manjoya, cerca de Oviedo.
Destaca Víctor del Reguero que la geografía humana grabada en el libro no solo se centra en una persona o una familia, sino que retrata a toda la sociedad local sin rehuir relatar también las represalias practicadas y alentadas por algunos falangistas que, junto con varios gallegos llegados con las tropas, dieron paso a todos los cambios que trajo la guerra y la instauración del nuevo régimen: exaltación patriótica, implantación de lo militar y lo religioso en todos los prismas de la vida, los cambios producidos en las escuelas con la reposición de los crucifijos y la depuración de muchos maestros, o las suscripciones que obligaban a los vecindarios a pagar en metálico, aportar ropas para el ejército o desprenderse de víveres, patatas o ganado a favor del bando sublevado.
Arriba, imágenes de muchos de los protagonistas que aparecen en el libro. Debajo, José Sabugo, Constantino Magadán y Nicanor García, que fueron asesinados a los pocos días del comienzo de la guerra por la guerrilla, desencadenando la venganza, años más tarde, sobre la familia de Elpidio González, el último alcalde republicano de Palacios del Sil.
De nuevo, la historia rescatada por el escritor lacianiego nos muestra un ecosistema que se reprodujo en cada pueblo y ciudad de España y que ejemplifica que el espíritu humano suele tener, con excepciones, parecidas formas de conjugar la mezquindad, y demostrando que, a pesar de lo que muchos creen con la distancia de un siglo _un instante en realidad_ casi nadie sale inocente de una guerra.
El destino de Elpidio González fue trágico. No sólo por el lugar en el que terminó sus días (el campo de concentración nazi de Gusen) sino por el final del resto de su familia. Todos ellos fueron eliminados durante la guerra y sólo una de sus hermanas resistió a la cárcel para convertirse en la memoria de un linaje destruido.
Víctor del Reguero recuerda las palabras con las que Manuel Azaña describió el final: «Manuel Azaña hablaba así del desastre: “Una muchedumbre enloquecida atascó las carreteras y los caminos, se desparramó por los atajos, en busca de la frontera. Paisanos y soldados, mujeres y viejos, funcionarios, jefes y oficiales, diputados y personas particulares, en toda suerte de vehículos: camiones, coches ligeros, carritos tirados por mulas, portando los ajuares los más humildes, y hasta piezas de artillería motorizadas, cortaban una inmensa masa a pie, agolpándose todos contra la cadena fronteriza de La Junquera. El tapón humano se alargaba quince kilómetros por la carretera. Desesperación de no poder pasar, pánico, saqueos, y un temporal deshecho. Algunas mujeres malparieron en las cunetas. Algunos niños perecieron de frío o pisoteados». La avalancha desbordó todas las previsiones y llevó a las autoridades francesas a improvisar espacios para acoger a los miles de refugiados en las playas del Mediterráneo, como Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, Le Barcarès y otros enclaves. Los hombres fueron internados en los campos habilitados en las dunas de las playas, mientras las mujeres y los niños pasaron a los campos del interior. A la intemperie, sin agua potable y con escasa comida, los refugiados tenían prohibido salir de estos recintos rodeados de alambre de espino en los que compartieron hambre y miseria. Dadas sus pésimas condiciones, muchos contraerían enfermedades irreversibles en aquel confinamiento».
La República francesa estaba a punto de reconocer el régimen franquista e iba a descubrir pronto que el fascismo no paga a traidores.