'Paletos' de provincia en Madrid
Nació en una era convulsa, en plena república, en vísperas de varias guerras. Tiempos de dificultades, sacrificios y esfuerzo. Así fue la vida de Antonio Díaz Carro y así la recuerda
El tren de Galicia que cogiámos para ir a Madrid. Iba hasta los topes. En mi primer viaje, mi padre tuvo que introducirme por una ventanilla y desoués, mi maleta. Abajo, los bachilleres con los profesores. FOTOS DEL LIBRO ‘HISTORIA DE BEMBIBRE’
Llegamos, al fin, a lo que veíamos como nuestra meta máxima: la Universidad. Algunos optamos por Madrid, quizá atraídos por el relumbrón de la Universidad Central, pero surgía la dificultad del desplazamiento. El viaje constituía una verdadera odisea, casi una prueba de resistencia. Debíamos coger el Correo de la tarde y consumíamos la noche entera hasta llegar a la capital. El tren, procedente de Galicia, venía cargado hasta los topes. Tanto, que las puertas no se podían abrir; los viajeros –entre ellos, los estraperlistas– colocaban detrás de los puntos de acceso sacos de patatas y otros productos, además de múltiples maletas y paquetes. En mi primer viaje a Madrid, mi padre tuvo que introducirme por una ventanilla (menos mal que pesaba poco) y detrás de mí, también la maleta.
En viajes sucesivos decidimos cambiar de ruta y desplazarnos hasta Astorga en un tren expreso –denominado ‘Shangay’– con destino a Barcelona. Pasaba muy temprano y también lleno. A veces, no podíamos acceder al vagón y estábamos obligados a acomodarnos –es un decir– en la plataforma exterior; menos mal que el trayecto era corto, porque el frío siberiano del invierno lo convertía en un episodio desalentador. Ya en la capital maragata, desayunábamos en la cantina de la estación el típico tazón de café, con leche con su correspondiente mantecada, mientras hacíamos tiempo hasta subir al del tren del oeste, con dirección a Salamanca. Entonces, los vagones diferenciaban tres categorías: en los compartimentos de primera viajaban seis personas en cómodas butacas individuales; en los de segunda, ocho viajeros en sillones de a dos; y en los de tercera, diez sobre asientos corridos, alistonados y de madera. Cuando todo estaba ocupado, no quedaba más remedio que sentarse en el pasillo sobre la maleta y esperar a que, con suerte, alguno de los ya acomodados se apeara en próximas estaciones.
Estos vagones carecían de servicio alguno, salvo retrete (así lo anunciaba el rótulo de la puerta), por tanto, para matar el hambre, había que llevar provisiones; las bebidas, sin embargo, eran proveídas por vendedores ambulantes que aprovechaban las paradas intermitentes en apeaderos o estaciones, para subir con gaseosas, oranges o similares. Y así íbamos consumiendo el tiempo hasta llegar, sobre las ocho o las nueve de la noche, al destino final, en la estación madrileña del Norte, Príncipe Pío.
En una ocasión, una patriótica ‘manifa’ se dirigía al grito de ¡Gibraltar Español! a la embajada inglesa. El enojado embajador llamó al ministro de la Gobernación para expresarle su protesta y el señor ministro le ofreció incrementar su protección con más policías. Pero el embajador, con su característica flema inglesa, respondió: «Me basta con que me envíe menos estudiantes»
Nuestros ojos provincianos, de ‘paletos’, quedaban deslumbrados ante las imágenes que proyectaba la capital, que no llegaba entonces al millón y medio de habitantes. Nos sorprendía con agrado el bullicio, el trajín del metro y los tranvías, el trafico de las calles, las grandes avenidas y bulevares. También los grandes almacenes –Galerías Preciados, El Corte Inglés y Sepu (Sociedad Española de Precios Únicos)– y aquellas dependientas tan vistosas y bien uniformadas. E incluso cosas más comunes y triviales, como los ya famosos bocadillos de calamares. Guardo igualmente un agradable recuerdo de las cigarreras, aquellas humildes señoras con cajitas colgadas del cuello que vendían tabaco, a las que recurríamos para adquirir cigarrillos sueltos por unos céntimos.
Me matriculé en la Facultad de Derecho. Cuando refería que estudiaba esta materia, era habitual recibir en tono jocoso la coletilla «¿y no te cansas de tanto estudiar derecho?». Así que me acogí a la cursilada de decir «estudio Leyes».
El tren de Galicia que cogiámos para ir a Madrid. Iba hasta los topes. En mi primer viaje, mi padre tuvo que introducirme por una ventanilla y desoués, mi maleta. Abajo, los bachilleres con los profesores.
El nivel del profesorado era francamente impactante. Destacaban catedráticos como don Alfonso García Gallo, en Historia del Derecho; don Juan Iglesias, en Derecho Romano, de reconocida talla intelectual y personalidad carismática. Cómo no recordar a don Javier Conde, catedrático en Derecho Político y luego embajador, que fue mentor de la teoría del caudillaje y había sido discípulo de Carl Schmitt, ideólogo del III Reich Alemán. Con distinta ideología destacaba el notable profesor de Derecho Político, don Manuel Jiménez de Parga, que luego fue ministro de Trabajo con el gobierno de UCD y, posteriormente, presidente del Tribunal Constitucional.
Entre mis compañeros de curso, recuerdo a Francisco Laina, que en los años setenta fue gobernador civil de León y más tarde director de la Seguridad del Estado, cargo que todavía ocupaba durante los acontecimientos del 23F, cuando el coronel Tejero asaltó el Congreso de los Diputados. También al palentino Isacio Calleja, que de las aulas pasó al Atlético de Madrid y a la Selección Nacional de Fútbol, como defensa izquierdo. Gracias a su gentileza, pudimos asistir a algún partido en el palco de familiares del antiguo Estadio Metropolitano. También tuvimos relación con muchachos de cierto renombre que pertenecían a la aristocracia, pero no ahondé en estas amistades porque entendí que no era mi sitio.
Como siempre, no todo era positivo. Las cátedras estaban masificadas con centenares de alumnos y el ambiente muy politizado. Cualquier cosa podía desembocar en una manifestación, algunas con muertos y grandes disturbios. Recuerdo que, en una ocasión, una patriótica ‘manifa’ se dirigía al grito de ¡Gibraltar Español! a El Corte Inglés –que nada tenía que ver con la cuestión– y más tarde a la embajada inglesa. El enojado embajador llamó al ministro de la Gobernación para expresarle su protesta y el señor ministro le ofreció incrementar su protección con más policías. Pero el embajador, con su característica flema inglesa, respondió: «Me basta con que me envíe menos estudiantes».
Era por entonces rector de la Universidad don Pedro Laín Entralgo, doctor en Medicina, historiador, filósofo, escritor prolífico, autor de España como problema… En fin, un sabio. Recuerdo que pronunció una conferencia en el Paraninfo, lleno hasta la bandera, pero grupos reaccionarios no le dejaron terminar. Aquello acabó como el rosario de la aurora; tuvo que salir escoltado por la policía. Poco después, dimitió de su cargo.
Cuestión importante era el alojamiento. Los estudiantes de cierto nivel económico podían acceder a los colegios mayores, que daban amplia respuesta a todas sus necesidades. Los demás teníamos que arreglarnos con pensiones, bien en régimen de pensión completa o sólo dormitorio. En este caso, te apañabas con los comedores del SEU (Sindicato Español Universitario): dos menús con dos platos a elegir, que entonces costaban 2,50 pesetas. En el Barrio de Las Letras de Madrid, cercano a Antón Martín, estaba La Sanabresa, que ofrecía plato del día a 3,50 pesetas y cocido madrileño con copa de vino, a 5 pesetas –unos céntimos de euro– los domingos. Todavía hoy sigue abierto, con gran éxito.
La precariedad de la época daba pie a situaciones impensables hoy en día. En cierta ocasión quedé con un compañero para repasar una asignatura durante toda la noche, hasta las nueve de la mañana, la hora del examen. Así pues, después de cenar nos pusimos a estudiar en la habitación de su pensión y cerca de las seis de la mañana me propuso abandonarla. Yo quería aprovechar un poco más el tiempo que restaba hasta el examen, pero pronto constaté que mi pretensión era imposible, pues compartía cama y habitación con el sereno del barrio, que terminaba su faena a esta hora y tenía que dormir.
Mi amigo era de un pueblo de Galicia y, por transporte regular de mercancías, recibía de sus padres productos de casa que le condimentaban en un bar próximo, regentado también por gallegos. Al final obtuvo la plaza de secretario en un importante concello de Galicia. Así eran las cosas en aquellos tiempos.