La Candamia, la pradera prehistórica
El carril bici que recorrió un mastodonte
Hace once millones de años era una sabana, una pradera prehistórica. Hoy es un lugar donde la geología es en directo. Un laboratorio vivo. La Candamia, el tesoro de León
Por la misma senda por la que hoy circulan ciclistas y caminantes se paseaban hace un tiempo mastodontes y jirafas. Hace once millones de años. El carril bici del Torío, La Candamia y Las Lomas eran entonces una sabana, un lugar de clima tropical, lleno de arbustos y vida gigante y microscópica. Y el río, una laguna, una bañera en la que vivían decenas de especies y a la que iban a beber los habitantes de aquella era, vecinos sorprendentes para los urbanitas de hoy en día que transitan a pie y en bici este camino más que antiguo.
Han dejado su huella aquí, en esta maravilla natural. Y así se mantiene. Como una maravilla.
Un lugar donde la geología es en directo. A simple vista. No hace falta esperar miles de años para comprobar cómo cambia la faz de la Tierra.
En La Candamia, el paisaje se derrumba, se reconstruye y varía cada día. Una manera de comprender que nada permanece inalterable, que todo es mudanza.
En realidad, este lugar que es icónico en la ciudad, que forma parte del paisaje interior de sus habitantes, que es frontera visual de la urbe, es un laboratorio geológico en directo.
Dos paisajes de la erosión del territorio al borde del río Torío, en La Candamia. Los cantiles sirven de refugio y casa a numerosas aves.
Aquel lago interior, aquella laguna de antes de que existiera el Duero, sus afluentes y su cuenca, se vació a finales del Mioceno, como si a una bañera le quitaran el tapón y el agua buscara a borbotones su salida al mar. Entonces, los ríos se convirtieron en cuchillos y comenzaron a excavar un nuevo paisaje. Aquí, al borde de la ciudad, el de La Candamia, con sus escarpes, sus cárcavas, sus lomas tapizadas ahora de pinos, el cauce y sus islas.
El trabajo esforzado del Torío, que baja en torrentía, sin regular, bravo en la invernada y sediento en el estío, comienza aguas arriba, a 63 kilómetros de la ciudad que fue en su origen primigenio un campamento de legionarios romanos llegados al altozano entre dos ríos para conquistar primero, pacificar después, explotar el territorio luego y extender el imperio a mayor gloria del Senado de Roma y sus césares.
Desde las fuentes al sur del puerto de Piedrafita, a 1.630 metros de altitud, en la Montaña Central de León, el Torío, que las tribus antes de los celtas llamaban Kel, desciende arrastrando toneladas de sedimentos. Ahí está el origen de todo. Y en La Candamia, la prueba viva de los tres procesos de un río: la erosión, el transporte de sedimentos y su depósito.
Es el lugar que escoge todos los años Esperanza Fernández Martínez, geóloga, especialista en paleontología y patrimonio geológico, para dar clases a sus alumnos de la Universidad de León. Sobre las piedras del río, pisando las islas que la corriente vadea en medio del Torío.
Es lo que ella llama «una clase viva». Un «lugar donde experimentar la geología en tiempo real», añade Rodrigo Castaño de Luis, un biólogo apasionado de la geología que ha dado el salto a la divulgación del inmenso patrimonio geológico de la provincia de León. Juntos forman el tándem de Geolodía, una iniciativa de divulgación con rutas geológicas por la provincia, la gran riqueza sin explotar de León.
Esperanza Fernández y Rodrigo Castaño analizan las rocas depositadas en el lecho del río Torío, en La Candamia.
Si Esperanza Fernández llegó hasta allí, hasta las cárcavas del Torío, de la mano de sus alumnos universitarios, Rodrigo Castaño lo hizo con Rafael Garnica y Pancho Purroy, dos nombres míticos de renombre internacional en la historia de la biología y el conocimiento de la zoología. Ninguno ha podido sustraerse ya de la atracción de este lugar. Y, quizá, tenga una explicación.
Los cantiles brillan del color del oro cada atardecer, atravesados por el sol de poniente. De ahí su nombre. De kand, brillar, arder, del griego Kando, del latín Cand, de las lenguas celtas claro y luminoso, del prerromano brillante, del hebreo subir o trepar. Todos los nombres conducen a este monte radiante, el Monte Áureo del medievo, el lugar donde dicen que las tribus astures adoraban a Cándamo, el dios de las tormentas, los rayos, el trueno, el cielo y la montaña, el Candamius que los romanos emparentaron con el mismísimo Júpiter, que tiene excavada en tierra arcillosa una autentica iglesia rupestre, que albergó un castro de los judíos, el lugar donde una hornacina en mitad del bosque da prueba de que es también lugar de moderna santidad. Un enclave mágico que tiene su propia leyenda, que habla de un tesoro abandonado, el oro sefardí, las riquezas de los judíos expulsados de esta tierra, que también fue suya. Allí, en la Fuente del Oro, una de las fontanas naturales que brotan de la tierra a capricho, aunque para eso también haya una explicación científica, pues el agua procede de la lluvia y durante meses se infiltra y almacena en los poros de los cantos y las piedras, detenida el agua por los materiales impermeables. Por eso, aunque la cultura popular sostenga que tiene oro, no siempre de ellas mana agua.
A Rodrigo Castaño y Esperanza Fernández les hablan las piedras. Leen en ellas frases de la historia, palabras que componen un relato de vida, lucha, fricción y muerte de hace millones de años. Porque aunque sean inertes, las rocas tiene mucha vida, mucho que contar.
Las cárcavas doradas de La Candamia se precipitan como acantilados sobre el río. El carril bici del Torío, una senda antigua que recorre un paraje de increíble valor biológico y geológico. El mapa del carril bici.
En una de las islas que este otoño seco ha dejado en medio del Torío, mientras todo el mundo intenta no tropezar, perder el equilibrio o golpearse los pies, ellos encuentran los rastros de aquella sabana que hace once millones de años recorrían los antepasados de los elefantes. Así, sin excavaciones ni misiones científicas de alto presupuesto. Porque, sin saberlo, en la ribera del río se pisa una pradera prehistórica. Está petrificada. Como los fósiles de los animales acuáticos que vivieron allí hace miles de años. Todos comparten este paisaje recorrido de arriba a abajo por un carril bici.
Las cárcavas incendiadas de rojo oro han alimentado también los deseos de una ciudad que levantó en honor a Dios y a los hombres dos de sus monumentos consagrados por la historia: la Catedral de León y la muralla. Con las piedras sagradas de La Candamia se erigió parte de la fachada oeste del templo gótico y algunos de los lienzos de la fortaleza defensiva. Se reconocen fácilmente por su tonalidad. Quizá, antes que tocadas por las manos de los maestros canteros, esas mismas piedras sirvieron para afilar hachas, puntas de flecha y ‘cuchillos’ de sílex de aquellos primeros leoneses que poblaron Las Lomas y el monte de La Candamia a finales del Neolítico, quizá en la Edad del Cobre, antes de que aprendieran a fundir los metales.
Sus restos, de hace 5.000 años, han aparecido en una tumba, enterrados con su ajuar de cazadores, tal vez, siguiendo las investigaciones paleontológicas, también cazadoras. Un osario en el que se practicó un rito funerario colectivo. Nadie sabe dónde vivían, quizá refugiados en alguna cueva prehistórica desaparecida por la erosión o por la evolución geológica.
En ese mismo territorio aparecieron los restos de un Gomphotherium angustidens, un mastodonte pariente lejano de los grandes elefantes, una especie de paquidermo que tenía cuatro colmillos y podía medir tres metros de altura. Sus restos se conservan en Madrid, en el Instituto Geológico Minero de España tras una disputa con el Museo Natural de Ciencias Naturales. Del paquidermo sólo queda en Las Lomas un panel informativo en el borde de uno de los caminos, en semiabandono.
Es sólo una muestra de la riqueza fósil de esta zona del bajo Torío, repleta de vestigios de moluscos, marcas de raíces y señales de un tiempo ya desaparecido, de un vergel de praderas en este territorio que es ahora tierra de transición entre la ciudad y las lomas sobre las que se asienta la estepa leonesa, la Sobarriba, y desde donde se divisa la urbe y los macizos imponentes de la Cordillera Cantábrica.
Es a la vez testigo geológico y tierra viva. Poblada por decenas de aves que anidan en el bosque de coníferas y la arboleda ribereña que recorre las orillas del río, o en sus matorrales, tomillares y pastizales, en los cantiles y las oquedades. Viven en libertad abejarucos, rapaces, cernícalos, milanos, ratoneros, mochuelos, petirrojos, ruiseñores, escribanos y algún martín pescador. Anfibios, roedores, conejos, ardillas y microorganismo encuentran aquí agua, alimento y cobijo para vivir.
Un territorio fascinante que Esperanza Fernández y Rodrigo Castaño ha recopilado en una guía para que nadie olvide la magia de este enclave, una reserva de la naturaleza, el pequeño pulmón de León. Para que «los próximos paseos por La Candamia nos permitan observar y comprender aspectos del paisaje que hasta ahora nos pasaban desapercibidos», explica Castaño.
«La forma de vida, las costumbres y la cultura de los habitantes están condicionadas por las características del territorio que ocupan. Son el resultado de eventos y sucesos que dan forma a una historia que se puede extender millones de años hacia el pasado y que hace que cada espacio sea único», reflexiona Esperanza Fernández.
«Me pregunto si ellos se quedarían subyugados también por esta belleza», medita Rodrigo Castaño. Una incógnita. Tal vez sólo eligieran lugares donde la vida resultaba fácil, pero sorprendería que no admiraran el sol chocando contra las rocas. Así, durante millones de años.
En el lecho del río, Castaño y Fernández se detienen para recoger una pequeña roca, unos guijarros, trozos de minerales. Entre ellos, la huella de aquella pequeña sabana donde comenzó toda esta historia. Las observan en sus manos como un tesoro. Como lo que son. El auténtico tesoro de La Candamia.