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Pasado minero

Valiente, el último de la brigada de salvamento de la Vasco

Es el superviviente más viejo de un grupo cuya misión era apagar los incendios dentro de la mina. Bajaban con una bombona de oxígeno a la espalda y un jilguero en una jaula

Valiente1

León

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Nunca dijo nada en casa. Ni una palabra. Iba y volvía del tajo y de lo que pasaba allá abajo nadie sabía. Hasta que una noche, en sueños, lo contó. «Tira p’a arriba tú, márchate, que de morir alguien que muera sólo yo». Y así fue como su familia descubrió lo que imaginaban, que Valiente bajaba al infierno. Bajaba a apagar los incendios del carbón.

Es el último de una era en la Brigada de Salvamento de la Vasco. Junto con Emilio el de Ciñera, Emilio Rodríguez, los supervivientes más viejos de una tarea en la que arriesgaban la vida para salvar la de otros.

Valiente Gutiérrez. 90 años. Memoria lúcida de la cuenca minera. Un tipo forjado en la dureza de la vida y de la mina y, quién sabe si por el nombre que le pusieron en la pila de bautismo, con pocos miedos. Su misión, durante 30 años, fue sofocar incendios dentro de la mina.

 

Bajaban a la mina a apagar los incendios del carbón con un jilguero en una jaula. «Si él caía...» Un descenso aL infierno con una botella de oxígeno, sosa caústica  y poco más

Como todos los que bajaban, tenía más valor que miedo. No se concibe si no de otra manera. La primera vez que se puso el rudimentario equipo para entrar al tajo a sacar de apuros a sus compañeros tenía 22 años. Era el 10 de mayo de 1952. Lo recuerda con nitidez. Debió de impactarle para haber memorizado esa fecha y no la de la primera vez que entró en la mina, con 15 años, en su pueblo, Santa Lucía de Gordón, siguiendo la tradición de la familia materna en la que todos eran picadores, barrenistas, gente de galerías, de vida laboral en el subsuelo, arrancando a las entrañas de la tierra una riqueza que transformó el valle y lo cambió para siempre. Por arriba y en sus profundidades. Porque bajo la montaña, los pueblos, las carreteras, el río, los pastos y los caminos se escondía una ciudad subterránea donde miles de hombres y algunas mujeres trabajaron a destajo, excavada a golpe de piqueta, horadada, hecha de corredores, túneles, pasadizos y pasillos subterráneos llenos de polvo y grisú, de una espesa y pastosa niebla negra. A veces, de esa bruma se adueñaba el humo. Allí, a decenas de metros bajo el suelo, una ratonera de fuego. Porque el carbón no sólo quemaba en las cocinas, en las centrales térmicas y en el corazón y las carteras de las gentes de la mina, también ardía en el pozo. Un fenómeno físico que ponía en peligro al yacimiento entero. Al temor a una explosión de grisú se añadía el pánico a un gran fuego subterráneo.

 

Valiente Gutiérrez, con un álbum de imágenes antiguas. SVP

El carbón arde espontáneamente cuando entra en contacto con el aire. Y es capaz de mantenerse prendido, incandescente o en rescoldo, durante décadas. Consumiéndose a fuego lento sin que nada ni nadie pueda apagarlo. Esa era la misión de Valiente y sus compañeros, intentarlo. Una llamada, el sonido de la sirena, una alarma era anuncio de descenso a los infiernos. Solos. Un puñado de hombres y un pajarillo. Un jilguero metido en una jaula. «Te avisaba», explica. «Si él caía...», y deja la frase en suspenso pero en su gesto se adivinan las carreras.

De ese pájaro, que cuidaban en el taller de la brigada, dependían sus vidas. De él o de unos ratoncitos blancos, «ya sabes, de esos». Hace un poco más de memoria. «Un día cogí un cuervo y me dijo el jefe de la brigada ‘Valentín, ese es muy grande, caemos antes nosotros que el pájaro...’», y se ríe aún hoy de la ocurrencia, aunque hayan pasado 60 años. Fue antes de que llegaran los detectores y los equipos más profesionales y técnicos.

El carbón arde espontáneamente en contacto con el aire. La Brigada corría en sentido contrario al resto de sus compañeros. Todos hacia la superficie, ellos, de cabeza al fuego

Eran tiempos en los que se entraba a los rescates de la mina con una bombona de oxígeno a la espalda y una mochila al pecho llena de sosa cáustica para la absorción del monóxido de carbono. «El aire ahí abajo no te dura nada», resume. Menciona de pasada algunas marcas, Proto, Dragër... El equipo pesaba 18 kilos. A rastras por las galerías con el macuto. Ni trajes de protección especial ni guantes. «Nada», apostilla Valiente. «Había que darse prisa y a la vez hacerlo todo bien». 

«Tenías que presentarte a la primera llamada, estuvieras o no de guardia», cuenta Valentín Gutiérrez. Así se pasó treinta años de su vida, de guardia permanente. Cuando no estaban de socorro o salvamento dentro de la mina estaban entrenando. Construyeron en una cueva una mina simulada donde posteaban, taponaban y, sobre todo, entrenaban las cualidades esenciales para este trabajo, las que les permitirían conservar su vida y la de los demás: sangre fría, golpe de vista y rapidez de acción. 

Valiente y los otros 18 valientes que iban con él corrían galería adentro en sentido contrario al resto de sus compañeros. Todos hacia la calle, ellos, hacia el peligro. De cabeza al fuego. Lo más importante era cerrar el acceso de oxígeno a la veta de carbón incendiada. «A veces, quedaba el carbón ardiendo durante años. Cinco, diez, yo que sé, veinte...».

Valiente, con sus compañeros, en uno de los homenajes a la brigada. DL

«Un día se lió un fuego en el grupo Santa Lucía. Había que ir por arriba y por abajo. Taponar a la vez porque si no aquello explotaba y todos muertos», cuenta con una pasmosa tranquilidad. No sólo porque, como es obvio, sobrevivió a aquello. Es algo más profundo. La parsimonia de quien lleva el nervio por dentro pero no deja traslucir una emoción porque tal vez de eso, de contener el miedo y el gesto, depende el éxito de la operación. Sangre fría. «Si no lo hacíamos a la vez, adiós», continúa. Pero, ¿cómo, si no había teléfonos móviles? «Por el reloj», zanja. «Los jefes se ponían de acuerdo en una hora y ya está», narra como si fuera tan fácil hacerlo como decirlo. ¿Y si no daba tiempo?, ¿y si alguno de los dos equipos en los que se había dividido la brigada de salvamento tenía algún tropiezo? «Pues nada, eso, que adiós todos». Ya está.

«Nunca tuve miedo», confiesa rotundo. «Entras y nada más», añade. Era su misión. Y una forma de vida. Compartida en la cuenca. En todas las cuencas. El que tiene miedo, no baja.

A Valiente Gutiérrez le une a sus compañeros, a todos, incluso a todos los que a lo largo de la historia han bajado a los tajos, aquí o en cualquier parte del mundo, la valentía, el arrojo.

«Cuando llegabas, los compañeros ya estaban afanados en sacar al resto del pozo». Y sólo ahí deja entrever, muy fugaz, las imágenes recordadas de las tragedias. «Nunca quedó nadie abajo», proclama. «Nunca se abandonó a un compañero, nunca», dice con el orgullo con el que entonó durante años el himno de los mineros, el rezo cantado a Santa Bárbara bendita, la patrona, la protectora.

Valiente y los brigadistas no sacaron nunca a nadie vivo. «Yo pillé la mejor época de la Vasco, que fue la peor», dice. Una paradoja. «No había semana que no hubiera un percance». 

Recuerda bien la última vez que sucedió, que hubo milagro. Era él un chaval. En la bocamina estuvo ocho días esperando la familia de un minero enterrado en Santa Lucía. Ocho largos y tensos días. «Tenían la caja preparada a la entrada del pozo», dice. El féretro para meter a la enésima víctima de la mina. Pero no, no hizo falta, el hombre salió por su propio pie. 

Tiene grabado otro recuerdo. El del rostro de Antonio del Valle, a quien la cuenca entera antepone el don a su nombre y hasta pareciera que guarda aún hoy reverencia al hombre que lo fue todo en la Hullera Vasco Leonesa. El 6 de mayo de 1952, el reloj de Emilio López Suárez se paró para siempre a las 11 y unos minutos. Nueve hombres quedaron en la mina, en el Socavón. El mayor accidente en la historia de la Vasco. Con López, que era jefe de grupo, murieron el minero de primera Paulino Garrido, el topógrafo y capataz Ernesto Vicente, su ayudante Herminio Rodríguez, el barrenista Marcelino Gónzález del Pozo, el capataz Manuel del Río, el ayudante de barrenista Luis Barreiro, el caballista Elías Ortega, que llevaba la mula, y el tubero Ángel Rabanal, mala suerte porque cambió el puesto para que Manuel Coque fuera al grupo Ciñera. Y hubieran podido ser más, pero uno de los ayudantes quedó fuera porque no tenía botas. Tal fue la explosión de grisú, que lanzó al encargado de la ventilación a doscientos metros. Tardaron diez días en sacarlos de la mina. 

«Nunca quedó nadie abajo. Nunca se abandonó a un compañero, nunca», dice con orgullo minero. A él también tuvieron que rescatarlo de un rescate, arrastrándolo por la mina

Antonio del Valle viajó de Madrid directo a la bocamina. Llegó allí, al lugar de la tragedia, acompañado de Valiente. «No sé por qué me dijeron que fuera con él, quizá porque conocía bien a mi padre, al que don Antonio se había traído de La Robla a Santa Lucía». La cuestión es que, con las familias aguardando noticias a la entrada del tajo, anticipando viudas y huérfanos, Antonio del Valle bajó del coche y masculló a media voz el dolor de quien busca una explicación a la tragedia. Eso no se le olvida a Valiente.

Lo peor, quizá, es que se conocían todos. «Ibas de camino a la brigada y ya te iban diciendo quienes habían caído», cuenta. «Ibas corriendo aunque sabías que los compañeros estaban ya trabajando duro para sacarlos. A veces, tú sólo los acompañabas y te asegurabas de que no hubiera otro accidente porque allí ya estaba todo hecho». Es, recuerda, el espíritu de la mina. 

A él también lo tuvieron que rescatar de un rescate. En varias ocasiones. Tampoco a él lo dejaron atrás nunca. Lo ha contado sólo en una pesadilla. «Tira p’a arriba tú, márchate, que de morir alguien que muera sólo yo», gritaba aquella noche. Luego, su familia supo que su compañero lo sacó de un agujero y lo arrastró durante decenas de metros por una galería ardiendo, huyendo a duras penas de la muerte.

 «Allí todos eran unos valientes», enfatiza Valiente Gutiérrez. Y se quita medallas, que tuvieron, porque junto con el Bierzo, la Brigada de Salvamento de Santa Lucía era mítica. Se quita méritos de una manera explícita. «Pagaban más. Y yo quería más». Quería progresar. Eso lo recuerda también con gran nitidez.

Desde la galería de su casa, en Santa Lucía, contempla a un puñado de metros la montaña atravesada por la capa Pastora, 130 metros de hulla de lado a lado, una maravilla de la naturaleza que se fraguó en el carbonífero, en plena Cordillera Cantábrica de León, la mayor veta de carbón de toda Europa.

«Ahí debajo curré yo», señala.

Valiente Gutiérrez. 90 años. Memoria de los mineros. Héroes corrientes de una vida desaparecida.