El monasterio de un almirante
En su construcción se empeñó un hombre con el linaje de los Enríquez, almirantes de Castilla, señores de Medina de Rioseco y condes de Melgar. Una familia que hizo fortuna en guerras y traiciones y fundó conventos y monasterios, como para redimirse.
Fadrique Enríquez lo hizo en Mansilla de las Mulas. Levantó el monasterio de San Agustín en el año 1500. No escatimó ni en gastos ni en gusto. Mandó erigir una bóveda estrellada de terceletes, una fachada tardogótica y renacentista, una iglesia con fachada de tapial, una capilla mortuoria, un bellísimo claustro, suelos enchinarrados con decoración simbólica, geométrica y vegetal... un lugar dedicado a la contemplación y al estudio que llegó a albergar cátedras de Gramática, Filosofía, Teología y Latín.
Todo ardió en diciembre de 1808, en un incendio provocado por las tropas napoleónicas en su avance hacia Astorga, asediada y sitiada por Bonaparte y su ejército.
Luego, como le ocurrió a tantos monumentos, lo que quedaba de él fue utilizado para otros usos más terrenales y la capilla funeraria de los señores de Villafañe llegó a ser, paradoja, matadero municipal.
La reconstrucción de Mariano Díez Sáenz de Miera respetó las ruinas y consolidó lo que había quedado. Y se levantó un edificio nuevo sobre el lugar que había ocupado las dependencias de los monjes del monasterio. Así se hizo el Museo de los Pueblos Leoneses, que tiene en sus paredes planchas metálicas imitando el trenzado de los cestos tradicionales de León, para no olvidar nunca el origen, de dónde se viene.