Diario de León

De dónde sacó la fortuna la familia del alcalde Mariano Andrés y otros misterios de León

Una máquina que escribe sola, el tesoro que se encontró Mariano Andrés que le permitió ser rico y encargar Botines a Gaudí, el fantasma que se llevó las seis monedas de plata que empeñó en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad en los bajos del palacio y el Quasimodo leonés que murió en uno de los torreones tras vivir oculto durante años... 130 años después de la construcción del edificio de Gaudí, las leyendas y los misterios siguen vivos

Un halo ilumina la mañana en León. RAMIRO

Un halo ilumina la mañana en León. RAMIRO

Publicado por
Pepe Muñiz (textos) / Eduardo López Casado (ilustraciones)
León

Creado:

Actualizado:

Hace ya muchos años que me interesaron las historias de fantasmas, pero no es fácil de escribir un buen relato de terror. Hay que saber manejar con gran verismo la descripción de ambientes y situaciones, crear la atmósfera adecuada, urdiendo una complicidad entre la mente del que escribe y la mente que lee, como si ambos estuvieran compartiendo el mismo sentimiento de extrañeza ante los hechos que se narran. ¿Existen realmente los fantasmas? ¿Regresan los muertos? ¿Dónde están aquellos a quienes amamos y que nos amaron o a quienes hicimos un daño irreparable? ¿Nos han dejado para siempre? ¿Se encuentran todavía entre nosotros como espíritus poseídos de una existencia indefinida y misteriosa? Ocasionalmente, estando reunidos unos cuantos amigos que nos gusta hablar de estos temas,  al comentarles sobre casos de fantasmas en la Casa Botines, me animaron a narrarlos. No sé si en estos distintos  relatos encontrarán vehiculo adecuado a la fantasía o por el contrario verán en ellos verídicos hechos fantasmagóricos porque, no olviden, que en este momento, ahora mismo, junto a nosotros, aunque no podamos verlos, ‘ellos’ nos acompañan.

El caso de la máquina de escribir que escribía sola

Julio de 1935, un año antes del estallido de la Guerra Civil. El director de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, en la Casa Botines, observó luces debajo de la puerta de un despacho contiguo al suyo, al tiempo que oía ruidos extraños. Entró, pensando que había alguien al otro lado, sin que hubiera persona alguna, y pensó que eran figuraciones suyas. Pasado un tiempo, ocurrió el mismo fenómeno y se acercó a la puerta con todo el sigilo que era capaz, a fin de sorprender a quien hubiera detrás, pero la sorpresa se la llevó él al comprobar que no había nadie. Entonces se fijó que en la máquina de escribir Royal había una cuartilla escrita, y pensó que se la había olvidado al actual abogado de la Entidad, quien, a veces, solía usar el despacho. Le telefoneó para contárselo, y sorprendió al oír que él no dejó nada escrito, ni había estado ahí últimamente.

Para comprobar lo que sucedía, extrañado, seguidamente el abogado se fue al despacho, comprobando que efectivamente había una cuartilla escrita, pero no redactada por él. Y así quedó la incógnita.

No habían pasado dos días, cuando el director al cruzar otra vez por delante de ese despacho, sintió como el “tecleo” de la máquina de escribir, pero no lo dio importancia pensando que se trataba de una percepción ilusoria. Sin embargo, al día siguiente volvió a oír el tecleo, y se lo volvió a contar al abogado. Intrigados ambos, se propusieron averiguar que es lo que sucedía. y durante varias tardes, cuando ya se habían ido los empleados de las oficinas, se quedaron para ver si daban con el misterio.

Por fin una tarde, cuando ya anochecía, volvió a oírse el sonido del tecleo de la máquina y el ruido que hacía el carril al cambiar de línea. Cuando entraron para averiguar qué ocurría, no había nadie utilizándola. De hecho no había nadie allí, excepto ellos. Además la máquina no escribía nada realmente, sólo se escuchaba la imitación de su sonido.

De repente el director recordó que en una ocasión había aconsejado al abogado anterior que sería conveniente que aprendiese a escribir a máquina, en vez de seguir haciéndolo a mano. Y el hombre, sorprendido, le contestó: «¡De ninguna manera! ¡En absoluto! ¡Me niego! ¡No quiero saber nada de esos artilugios del diablo!». Y así se fue de esta vida aquel pobre hombre, inmerso sólo en sus leyes, que no quiso aprender a escribir a máquina.

Ambos, director y abogado se miraron, y tuvieron el mismo pensamiento.

El que intentaba escribir, el que tecleaba, no podía ser otro que el fantasma del que se fue que, arrepentido, regresaba del otro mundo para aprender a escribir a máquina. Después, nunca más se volvió a oír el tecleo. Pero….. la vieja máquina de escribir Royal de la Casa Botines siempre estaba limpia, brillante, como si alguien la siguiera usando y pasara de vez en cuando, amorosamente, un paño sobre ella. Pudo ser otro caso de un difunto que regresa para terminar algo que no pudo o quiso realizar en vida.

Así lo dejamos. Es tarde. Las sombras se apoderan de cada uno de los rincones de mi estudio. Pero las ‘historias incontroladas’ de la Casa Botines, no acaban aquí. ¡Hay otros mundos que no son de este!

El misterio de las alcancías que escondían el tesoro y la fortuna del alcalde Mariano Andrés

Hay personas que nacen teniendo marcado un derrotero en la vida. Don Mariano Andrés González de Luna, nació para coadyuvar al cumplimiento de muchos destinos en la ciudad de León. Aquella época, a caballo de los siglos XIX y XX, cuando el comercio y las industrias florecían en León, fue gloriosa para don Mariano. Pero lo que nadie sabía es que era un empedernido lector de novelas de caballerías.

Llevado de su fantasía, por tanta lectura de legendarios jinetes andantes, de fabulosos castillos y de tesoros ocultos, se creó un mundo imaginario, y su ilusión era vivir en uno de esos palacios de cuentos de hadas.

Un día se quedó dormido y soñó que sería dueño de un tesoro fabuloso que le ayudaría a construir ese palacio. ¡Hermoso sueño! pensó al despertarse, y se echó a reír, sabiendo que poseía fortuna suficiente para realizar tal sueño

Y esta es la historia y la leyenda. Un día, en una casa situada en los soportales de la Plaza Mayor de León, ocurrió que…….

Era una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino altamente fría, tanto, que se oían aullar a los lobos en la lejanía. De repente, interrumpe el silencio que reina en la casa, el ruido de tres golpes dados a la puerta. «¿Quién va…?», grita el dueño. «¡Un pobre caminante que solicita descanso y cobijo», susurra una voz débil y quejumbrosa. «¡Adelante!, ¡Adelante!», dice el dueño. «En noches como esta, mi casa está siempre abierta a todo el que necesite calor y yantar». Y la puerta se abre, dejando paso a un hombre cubierto de nieve que, titiritando de frío, incluso bajo su gruesa capa de estameña, penetra rápidamente en el amplio portal.

Sobre sus hombros, algo encorvados por el peso, llevaba una especie de alforja con dos alcancías de barro. El caminante debía tener unos cincuenta y cinco años, aunque aparentaba muchos más, sin duda por las fatigas de su vida errante. Su rostro estaba surcado por soles, lluvias y vientos. «Enseguida que descanse», dijo el hombre, «proseguiré mi camino, pues mi destino es ese, caminar, correr por los campos, vadear ríos, subir montañas».

A la mañana siguiente, antes de emprender su viaje, le pidió al dueño de la casa que le guardase las dos alcancías en un lugar seguro hasta su regreso. Bajaron al sótano, y en un hueco oculto bajo una trampilla que había en el suelo, las escondieron. El caminante le dijo al dueño «si en cinco años no vuelvo, lo que hay dentro de las alcancías será suyo».

Pasaron los cinco años, y pasaron muchas veces cinco años. Los dueños de la casa murieron, y en el sótano quedaron olvidadas las dos alcancías. 

 La vieja casa de los soportales de la Plaza Mayor pasó a manos de la familia de don Mariano Andrés, donde instalaron su comercio de paños.

Las dos alcancías de barro seguían allí escondidas. Hasta que un día, observaron que en el suelo había algo oculto. Alzaron la trampilla, casi tapada por el polvo de tantos años, y con estupor, descubrieron las alcancías, y dentro, cientos de monedas de oro: onzas, doblones, escudos.

Enseguida corrió el rumor por toda la ciudad del hallazgo, y aunque con el tiempo se fue olvidando, la leyenda del tesoro de las monedas de oro, quedó en la imaginación de muchos. 

El caso es, que don Mariano Andrés González de Luna, y su socio don Simón Fernández, afamados comerciantes y de próspera fortuna, habían comprado a los Duques de Uceda una parcela de terreno ajardinado, situada enfrente de la fachada del Palacio de los Guzmanes.

Sobre la propiedad y sobre lo que se podía hacer en ella, venían manteniendo con el Ayuntamiento de León un largo pleito. Al fin el litigio se resolvió a su favor y así pudieron empezar las obras del edificio que había proyectado el arquitecto catalán Antonio Gaudí para comercio de tejidos y viviendas. ¡Todo un milagro! el poder contemplar hoy uno de los más bellos edificios de León, un edificio de esos de cuentos de hadas de los que hablan los libros de caballeros andantes, que tanto le gustaban leer a don Mariano Andrés González de Luna.

Esta es, más o menos, la historia y la leyenda. Pero se preguntarán, ¿A quién debemos esta suerte? ¿A la fortuna de la familia? ¿Al extraño viajero que dejó olvidadas las dos alcancías llenas de monedas de oro?  ¡Ahí está el misterio!

El caso del coleccionista que tuvo que empeñar seis duros de plata

Quién no ha oído hablar de las casas encantadas... Los muebles son desplazados, las puertas y ventanas se abren y se cierran solas, los cuadros se desprenden de las paredes, se escuchan pasos cautelosos que recorren pasillos o suben escaleras, se perciben gemidos, murmullos, voces, cantos y a veces se aprecian manifestaciones luminosas, luces difusas, contornos imprecisos, como de forma humana en blanco sudario espectral, que desaparecen como el vapor o atravesando paredes o puertas cerradas, o se deslizan suspendidos en el aire.

Para muchos espiritistas, se trata de un difunto que acude a las casas o palacios para testimoniar su supervivencia, o recuperar algo que le pertenecía. Las casas encantadas, los edificios encantados, resultan muy atractivos para los estudiosos, y enigmáticos para las gentes del lugar donde ocurren los hechos. 

Desprenderse de unas monedas para pago de una deuda es la más honda inquietud que pueda sufrir un coleccionista en este mundo. Porque este fue el caso que le ocurrió a un conocido numismático de León llamado Tadeo Villanueva, el de empeñar seis duros de plata de su colección para solventar un problema económico.

Eran seis duros de plata de un edición hecha en Gerona en el año 1808, al parecer de gran valor numismático por su rareza y por figurar en las monedas la palabra ‘duro’. En esos momentos no tenía numerario, pues todo el dinero lo invertía en su colección de monedas. Don Tadeo Villanueva se hallaba ceñido a escasísima renta, la cual apenas le bastaba para vivir. Guardaba su colección en unas urnas de cristal, en cuyo fondo estaban cronológicamente dispuestas las preciadas monedas. Allí permanecía extasiado largas horas y la vista fija, mirándolas, remirándolas y volviéndolas a mirar.

Desde aquel momento ya no pudo dormir sosegadamente al ver que su colección estaba a punto de ser mutilada. El pobre hombre, cuidadosamente, iba colocando en un viejo cuadro con marco plateado, protegido por un cristal, para proteger las monedas durante el tiempo que estuviera fuera de su casa. Sin embargo le remordía la conciencia el tener que tomar tal decisión, y tan pronto las ponía en el marco como las volvía a colocar en las urnas. 

Cada noche era víctima de estas vacilaciones y lleno de angustia y de miedo, trasegaba los duros de las urnas al cuadro y del cuadro a las urnas, hasta que al fin, transcurridos unos días. el viejo numismático no tuvo más remedio que realizar la operación y llevó el cuadro con las seis duros de plata al departamento de empeños, que la Caja de Ahorros y Monte de Piedad tenía en los bajos de la Casa Botines. 

Desde entonces don Tadeo, agobiado por los remordimientos, con cierta tristeza se refugió en la soledad de su solitaria casa y entre suspiros y lágrimas, de manera impulsiva, dirigía su mirada a las urnas contemplando el vacío que habían dejado las monedas empeñadas. Don Tadeo Villanueva no tardó en morir. Se fue a la tumba con la pena de no tener en su casa los seis duros de plata.

El cuadro con las monedas iba siendo colgado en distintas dependencias de Botines Tan pronto estaba en un despacho como al día siguiente en otro. Era como un cuadro viajero que iba de un lado a otro por todo el edificio. Tan pronto aparecía colgado, como caído en el suelo o desaparecía. Pasaban cosas extrañas entorno al cuadro con los seis duros de plata. Tanto los de la de limpieza, como los de vigilancia, no daban crédito a lo que estaba pasando. 

Al principio no le daban mayor importancia. Hasta que un día cuando acababan de limpiar la sala de reuniones y hacían la ronda los de vigilancia, se oyó un fuerte ruido. Abrieron la puerta y se encontraron con que todos las monedas se habían desprendido del cuadro. Poco tiempo después, el mismo fenómeno ocurrió, pero en otra sala donde había sido colgado de nuevo el cuadro. Nadie se explicaba lo que sucedía. Hasta que el cuadro y las monedas desaparecieron y nunca más se supo de su paradero.

¿Estamos ante uno de esos casos de casas encantadas en Botines? La experiencia del fenómeno fue vivida por alguien, desde luego. No hay que dudar, o se puede dudar. Don Tadeo Villanueva necesitaba a toda costa regresar del otro mundo para recuperar los añorados seis duros de plata ausentes de su colección. Era su último deseo como coleccionista, llenar el vacío que habían dejado en sus urnas las monedas empeñadas. Quizás así, pudo descansar en paz.

El extraño huésped del torreón, el Quasimodo leonés

Pedro Pedregal Valduerna, que así era el nombre de nuestro Quasimodo, pertenecía a una familia de campaneros y herreros desde siempre. De padres a hijos seguía la tradición, y se perdía en la oscura noche de los tiempos el origen de aquella familia originaria de los valles que riega el río Duerna, casi a la sombra del Teleno. Nadie sabía algo sobre el misterio de este clan de herreros y campaneros. 

La familia habían ejercido estos oficios toda la vida, pero Pedro, por su deformidad física, sentía inclinación por la vida de campanero, estar en los altos de las torres, en la soledad, alejado de las miradas maliciosas y la burla de la gente. Pedro se encargó del campanario de una iglesia a la muerte de su padre, que dejó este mundo con la pena de que tal vez en su hijo iba a extinguirse aquel honrado oficio

Desgraciadamente los temores del padre no estaban desprovistos de fundamento. El hijo era el ser más feo y raro que puede concebirse. Era su cara una de esas que asustan y dan lástima. La cejas peludas y ásperas, la frente deprimida, la boca grande, contraída siempre de modo que enseñaba un puñado de dientes negros montados unos sobre otros, las orejas grandes y caprichosamente plegadas, la nariz porruda, los ojos pequeños, guarnecidos de largas y gruesas pestañas a manera de pinchos protectores, giboso por delante y por detrás, raquítico de cuerpo, pequeño… ¡Un nuevo Quasimodo! 

Nadie le vio reír nunca. Vivía en la torre de la iglesia, sin dejarse ver de las gentes. Un día le dijeron que tenía que abandonar la torre. Al recibir la noticia, Pedro Pedregal sintió como si le desgarrasen el corazón sin piedad, y pateo insensatamente, rugiendo como una fiera enjaulada, y se retorcía las manos desesperadamente, como si quisiera destrozárselas, y se oprimía la deprimida frente, como si quisiera arrancar los desesperantes pensamientos que le acosaban. De buena gana se habría tirado de cabeza a la plaza para estrellarse. ¿Para qué quería la vida? ¿Dónde podría ocultarse para ocultar su horrible fealdad?

Hizo la señal de la cruz y, dirigiéndose a la escalera de caracol de la torre, empezó a bajar pausadamente los carcomidos peldaños. Llegó al final de la escalera y, con mano temblorosa, sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta del templo que se encontraba cerrada y…. salió huyendo desesperadamente, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Nadie supo más de él. Faltaban pocos días para acabar el año 1893. El cura dijo que le vio salir corriendo como alma que lleva el diablo. Casualmente, como fatalidad, pocos meses después, un 11 de agosto de 1894, el fuego destruyó la torre del campanario de Santa María de La Bañeza.

Diez años después, un hombre momificado de aspecto grotesco fue hallado en el capitel del torreón Sur de la Casa Botines. Nadie se explica cómo pudo llegar allí y cómo pudo vivir encaramado entre las tarimas del cimborrio, como un oso. Por los restos de comida, se supuso que el hombre habitó en ese lugar durante largo tiempo. De la autopsia se desprendió que había muerto de una sed horrible.

Fue enterrado en aquel cementerio de la Carretera de Asturias, construido en el año 1804 por disposiciones del rey Carlos III, que prohibían los enterramientos en las iglesias. Sin embargo no fue utilizado hasta que lo ordenó el general francés Loisson, que comandaba las tropas que ocupaban León en el año 1809. 

Ahí, en ese camposanto, hoy desaparecido —el terreno lo ocupó la Maternidad de León, convertida ahora en residencia de mayores Santa Luisa, de la Diputación Provincial—, fue enterrado el desconocido y deforme ser en una fosa común. El cadáver iba transportado en humildes angarillas y acompañado por miembros de la antigua cofradía de las Hermanas Fosoras del Santo Sepulcro, del siglo XVIII, creada para enterrar a los que morían en la más completa soledad, sin familia, sin nada, sin nadie. A veces, a su paso, rompía el silencio la voz de alguien: «¡Ave María Purísima!», y las mujeres de la hermandad contestaban con la cantinela: «¡Andad de día que la noche es mía!». 

Desde el primer momento del hallazgo, la gente, enseguida, asoció aquel extraño ser con el campanero Pedro Pedregal Valduerna. El pobre hombre no pudo encontrar mejor refugio. Desde allí, desde esa atalaya, podía observar el campanario de la Torre del Gallo de San Isidoro, con ese color azulado que toma al atardecer. Allí, en esa atalaya de la Casa Botines, soportando la carga de su horrorosa fealdad, vivió como otro Quasimodo, aislado en su terrible soledad.

 

tracking