LA OTRA CIUDAD DE LEÓN
Por qué costó tanto enterrar a Barrabás en León
Es la historia de la otra ciudad, la de 60.000 leoneses que viven allí. Sólo que están muertos
No hubo en León clemencia divina ni humana para Barrabás. De nada sirvió la férrea oposición de la iglesia católica leonesa, fue enterrado en suelo civil. Fue el primero en recibir sepultura en el entonces nuevo cementerio de León, el primero municipal que tuvo la ciudad, levantado sin embargo en terrenos santos, de prodigio y milagros, en un altozano de la ciudad, propiedad del Cabildo de San Isidoro, donde dicen que la imagen de la Virgen de los Dolores lloró lágrimas de sangre. De las de verdad. La humilde ermita, erigida bajo la advocación de San Esteban — de donde toma el nombre el barrio leonés—, que ya era lugar de peregrinación de quienes llegaban a la ciudad camino de la tumba del apóstol Santiago, se convirtió entonces en lugar de privilegio. Era 1166. Casi setecientos años después, Barrabás fue enterrado allí a la fuerza. Y eso que no había campo más santo que ese.
El apodo del primer inhumado en el cementerio de la carretera de Asturias, el terreno que ocupó la Maternidad y hoy es la Residencia de Mayores Santa Luisa, no ayudó. Lo cuenta Patrocinio García Gutiérrez en ‘La ciudad de León durante la Guerra de la Independencia’ y lo recoge el historiador leonés Alejandro Valderas en un informe de 2007 para Serfunle, los servicios funerarios de León, que gestionan el actual cementerio.
Tanta oposición había, que el Ayuntamiento de León tuvo que prohibir, en 1809, cualquier enterramiento que no fuera en el cementerio municipal, que estaba, como ordenaba la real cédula dictada por Carlos II el 3 de abril de 1787, «en sitio ventilado y distante de las casas de los vecinos, aprovechando como capillas las ermitas que existan fuera de los pueblos». La municipalidad tardó en León varios bandos, algunos apercibimientos y dos décadas en conseguirlo.
En 1861 y 1895, el cementerio se recreció, al ritmo que lo hacía la ciudad, hasta que finalmente lo engulló.
El AYuntamiento tardó algunos bandos, varios apercibimientos y dos décadas en conseguir que se enterrara la gente allí
Para entonces, la Corporación municipal ya había elegido otros terrenos, en la otra punta de la ciudad. Estaban en Puente Castro, el viejo ‘Castrum Iudeorum’, el Castro de los Judíos’, la judería de León. Ahí se trazó el camino del cementerio, que recibió el nombre de San Froilán, 47.000 metros cuadrados iniciales para la nueva ciudad donde pasaron a vivir los muertos. Incluidos los que estaban en la necrópolis de la carretera de Asturias. Algunos llegaron con sus mausoleos incluidos, otros acabaron en los osarios. De Barrabás nunca más se supo.
El lunes 1 de febrero de 1932, Eusebia de la Fuente Núñez, de 70 años, inaugura el nuevo cementerio. Fue inhumada en el patio de San Claudio, uno de los primeros ocupados. Figura en el primer asiento del libro-registro, aunque para la posteridad haya pasado otra mujer como la primera inquilina. Quizá porque el día en que falleció Eusebia era domingo y sólo se editaba la Hoja del Lunes, o quizá porque Julia Gracia Hernández de Sanz, fallecida en Ceuta el 1 de febrero de 1932, era esposa del farmacéutico militar Carlos Sáez Casariegos y mereció una mención en la prensa de la época, incluido el ruego «a los lectores de fervorosa oración».
Fue el mismo día en que falleció Lucía Medina de Cima, de 68 años, —su familia sí puso esquela—, enterrada al día siguiente, esposa del maquinista de la Sociedad Electricista Antolín Arias Díez, madre de la practicante Consuelo Arias y suegra de José Hernández y Hernández, del Comercio de Astorga, familia muy conocida en el Barrio del Mercado y en la calle Puerta Moneda, donde vivía y donde se instaló, en el número 16, la capilla ardiente, llamada por aquel entonces casa mortuoria. A las 10 de la mañana se despidió la comitiva fúnebre en Santa Ana y minutos después fue inhumada en el nuevo cementerio, según reza la nota mortuoria publicada en la prensa.
Y así se fueron llenando tumbas y nichos de esa ciudad encargada al arquitecto municipal Isidoro Sáinz-Ezquerra y Rozas, de formación decimonónica, que trazó una necrópolis geométrica, con patios y calles en forma de cuadriláteros regulares. Diseñó también la capilla de estilo neogótico, aunque la mejor muestra de su arquitectura fueran los chalets de las familias acomodadas, residencias de postín que los leoneses más pudientes levantaron en los primeros años del siglo XX, cuando la ciudad salió extramuros. Lo pudo hacer porque por aquel entonces Sáinz-Ezquerra no estaba sometido a ninguna ley de incompatibilidades.
En el cementerio jugó Vicente todas las tardes al fútbol con su hermano, vivía allí dentro, su padre era el portero
León tenía 22.000 habitantes y terreno suficiente para pasar todos a mejor vida. Aún así, y en una previsión casi impensable hoy en día en responsables políticos, el Ayuntamiento se reservó otros 53.000 metros cuadrados, por si se convertía en una gran urbe. La cuestión es que en los 250.000 metros cuadrados que tiene ahora el cementerio —según consta en la documentación del Archivo Municipal de León— hay ya inhumadas 60.000 personas. Todas con nombres y apellidos, con su fecha de fallecimiento y la causa, con una historia de vida detrás. La custodian los 10 trabajadores y el director-gerente de Serfunle, Agustín Martínez.
Lo que pase después no se sabe, pero no es cierto que la muerte iguala a todos. Basta ver las tumbas del cementerio de León. Sepulturas modestas con lápidas en mármol blanco que denotan el paso del tiempo y la soledad del muerto, túmulos en tierra, nichos y hueseras junto a mausoleos, panteones y capillas. Todas las clases sociales adosadas. Y religiones.
El 26 de abril de 1937, el Ayuntamiento de León, reunido en comisión gestora, acuerda adquirir terrenos para construir un cementerio musulmán a petición del Ejército. Forma parte de la red de cementerios musulmanes militares abiertos en plena Guerra Civil por las tropas golpistas del general Franco. Quizá originariamente para dar sepultura a los miembros de la Guardia Mora, la unidad militar de élite de origen marroquí que ejerció las funciones de guardia personal del dictador durante la Guerra civil española y los primeros años de su régimen, su ‘guardia de corps’. Además del de León, el de Griñón (Madrid), Espinardo (Murcia), Granada, Luarca y Gijón (Asturias), como recoge Alejando Valderas en su informe para Serfunle.
Es en ese pequeño recinto donde están los fieles musulmanes fallecidos en León que no han sido repatriados a sus países, durante años casi inamovible. Ha crecido ahora, reflejo de las migraciones de este siglo. Con ellos han llegado sus ritos fúnebres. Sobre la mesa de autopsias, en el tanatorio, se lava y perfuma el cuerpo del difunto durante horas mientras se desgranan los rezos fúnebres. El imán y los hombres si el muerto es varón, sólo mujeres si la fallecida es una mujer. Luego, se les recuesta de medio lado con el rostro orientado hacia la Meca. En el cementerio, se abre de un golpe una brecha en el ataúd para que el cuerpo toque tierra porque no están permitidos los enterramientos sin féretro.
No ha desaparecido el cementerio civil, destinado al enterramiento de suicidas, no bautizados, extranjeros, no católicos, apóstatas, masones descubiertos, herejes, excomulgados, duelistas, los que hicieron incinerar sus cuerpo cuando estaba prohibido por la Iglesia, pecadores públicos y fusilados, que fueron enterrados a hurtadillas dentro de esas tapias y en el que yacen aún paseados de la Guerra Civil, aunque sus muros, que marcaban un espacio no santo cuando el catolicismo era obligación, cayeron con todo su simbolismo y han sido sustituidos por una valla vegetal.
Mucho más tiempo, esfuerzo y polémica tardó en levantarse el Monumento a la Memoria Histórica, con nombres, placas vacías y los colores de la república en una de las pistas centrales del Cementerio, que invita al silencio, al horror y a la reflexión.
Constan también enterramientos de la comunidad evangélica desde que en torno a 1895 el misionero inglés Eduardo Turral se instala con su esposa Elisa Harland en Toral de los Guzmanes, donde levanta una escuela para niños y niñas y una iglesia. De esas tumbas, algunas en el cementerio civil, no queda ya casi rastro.
Son los otros ‘cementerios’ del cementerio, en el que también hay clases sociales. Comparten barrio funerario prohombres y desheredados.
La revelación mundana queda patente en el mausoleo donde reposan los restos de Octavio Álvarez Carballo, mandado construir por su tío Secundino Gómez López en el viejo cementerio de León a finales del siglo XIX, y trasladado después al actual Camposanto de Puente Castro, para honrar la memoria de Pedro, el único hijo de Secundino y María Álvarez Carballo, fallecido con apenas 20 años el 2 de octubre de 1896 en Valladolid, donde estudiaba Derecho.
Gómez encargó la obra al arquitecto Fernando Arbós y Tremanti —que había construido el cementerio de la Almudena en Madrid, la sede del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Madrid, la Casa de las Alhajas, que desde 1980 es la sala de exposiciones de la Fundación Cajamadrid, o la Casa Encendida— y mosaicos al maestro genovés Mario Maragliano.
Modesta pero histórica es la lápida de Miguel Castaño, periodista, político socialista, alcalde de León durante la II República, fusilado junto a 14 personas más por el ejército franquista poco después de comenzar la Guerra Civil, el 21 de noviembre de 1936, en el Campo de Tiro de Puente Castro. Mármol blanco y claveles rojos siempre frescos en su nicho.
Al otro lado del patio está la sepultura de Julio del Campo, el cantero ilustrado promotor de viviendas para pobres que donó a la ciudad unas escuelas en la calle que lleva su nombre. Su enterramiento es un ejemplo de arte funerario. Obra de Manuel Gutiérrez, descendiente de una familia de escultores y canteros de la Catedral que fue propietaria de una marmolería, lleva labrada la inscripción ‘Con mi fe, mis herramientas y mis libros’ y la talla sostiene una maza en su mano derecha, un crucifijo sobre su cuerpo y tres libros: Vitrubio, Don Quijote de la Mancha y Juan de Arfe.
Justo enfrente de la de Julio del Campo pasa desapercibida la tumba de su hermana, también obra de Gutiérrez. No le sucede a la de un Cristo yacente para la familia De Juan, tan admirada que cuentan que venían de otras provincias para hacer un vaciado en molde de escayola y copiarlo. Tanto, que después de varios pleitos, Gutiérrez lo patentó.
Las estrofas del Himno de León están talladas en la tumba de José Pinto Maestro, autor de la letra de la ‘marcha nacional’ de León, y hasta una tumba vacía tiene el cementerio lista para inhumar al gran imaginero de la Semana Santa de León del siglo XX, el escultor Víctor de los Ríos, enterrado finalmente en Santander.
Magno es también el mausoleo de la Condesa de Sagasta y su esposo el farmacéutico Fernando Merino, del que cuenta la leyenda negra que hizo derribar Puerta Obispo porque no cabía su coche, uno de los primeros que hubo en la ciudad, en el que iba desde la farmacia de la Calle Ancha hasta su fábrica de medicamentos, en el barrio de San Pedro. Soberbia y misteriosa la fabulosa tumba, con mensajes ocultos. Normal, porque Esperanza era la hija de Ángela Vidal Herrero y Práxedes Mateo Sagasta que, además de ingeniero de caminos, político, siete veces presidente del Consejo de Ministros y orador portentoso, era Grado 33, el jefe de la Masonería en España.
La tumba está vacía. Ni la ocupa la Condesa de Sagasta ni ningún leonés destacado, pese que ahora es —propiedad de la Diputación— el Panteón de los Hombres Ilustres de la provincia. Y de las mujeres, se supone.
El rastro de los masones era visible desde la misma puerta del cementerio, en los pebeteros que acompañaban a las esferas celestes, o en las amapolas de simbología masónica de la bellísima verja de lo que fue la Maternidad, la adormidera o amapola de opio que simboliza el sueño eterno, una visión dulce y placentera de la muerte.
Masones eran, a escondidas, un puñado de empleados y concejales del Ayuntamiento de León de los años 20, entre ellos su secretario. Perseguidos por la dictadura de Primo de Rivera, no se habría descubierto jamás si no hubiera sido por el sumo aburrimiento en el que se sumía el funcionario durante los plenos municipales. En las actas, que se conservan en el Archivo Municipal de León, garabateó criptografía masónica, un complejo cifrado que cambiaba las letras por símbolos basándose en un diagrama. Fundaron la Cultural y Deportiva Leonesa como un ‘partido político’ que se presentó como fundación para ser legalizado y que tenía un equipo de fútbol, lo único que sobrevivió.
Casi secretos son los osarios, que sólo se abren para los trabajadores del cementerio, espacios donde se apilan huesos y calaveras. Y en silencio sepulcral se guardan las profanaciones. La última conocida, hace menos de una década, cuando alguien entró de noche y saltó sobre varias tumbas, dejando algunos cadáveres al descubierto. Y antes, en 1975, con Franco aún vivo. Un asunto enterrado porque, cuentan, uno de los jóvenes involucrados en esa noche de borrachera de alcohol y retos, que acabó con una calavera en la Catedral, era de una familia protegida por el régimen.
En vísperas del Día de Difuntos, recorre los patios —todos con nombres profundamente enraizados en la cultura leonesa—, cuarteles, manzanas y filas del cementerio Vicente Ibán Fernández, empleado del camposanto e hijo de Patrocinio Ibán Santos, que el 2 de marzo de 1966 se trasladó con su familia a vivir a una de las casitas de la entrada del cementerio después de aprobar las oposiciones a portero. En la pequeña explanada del patio de San Froilán jugó Vicente al fútbol con su hermano durante toda su infancia, cada tarde, al caer el sol. Sin más miedo que a los goles.
Los nuevos tiempos llegan con la urnas ecológicas del Bosque de las Almas, que alimentan los árboles plantados en la gran pradera rodeada de cipreses casi centenarios, de cuando se inauguró la necrópolis, sólo repuestos cuando ellos también fallecen.
Y tiempos aún más modernos, que permiten ahora el acceso a las mascotas el día del funeral sin pedir ni permiso, la despedida de perros, gatos y pájaros que han compartido la vida de los vivos. Y un último proyecto, un espacio para aventar cenizas y devolver al viento el polvo en el que irremediablemente nos convertiremos.
El cementerio, que jamás se cerró salvo en la pandemia, cuenta la historia de la ciudad casi como ningún otro lugar. Un libro tallado en piedra, mármol y lágrimas. La historia de quienes vivieron. La memoria de quienes nos precedieron. El recuerdo llorado. El respeto a los que se fueron.
Cae la noche aunque apenas haya dado el reloj las 6 de la tarde. El sonido de una campana recorre, lúgubre, el camposanto. Es la última señal. Luego, se cierran las verjas y el silencio se extiende por el cementerio. Los muertos quedan otra vez a solas. En otra noche de difuntos.