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VIAJE PERIODÍSTICO

35 DÍAS DE INFIERNO Y CIELO EN EL CONGO

El todo y la nada, la belleza sublime y la más horrenda fealdad, blanco y negro, el bien y el mal, vida y muerte. Todo en estado funambulista. Esta es la historia de un viaje salvaje a pie, canoa y moto por 2.000 km del río Congo y sus selvas. Hubo un muerto y matanza de bonobos

Un sol abrasador penetra en la selva profunda y crea sombras y luces que generan una estampa increíble de pobladores arropados por la floresta con verdes y amarillos imposibles.

Ponferrada

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La luz del atardecer pinta de dorado amable montañas de suciedad en las carcomidas barcazas-balanier de madera, que dormitan el paso del tiempo en el ajado puerto de Kisangani, en la orilla derecha del gran río Congo. Hay mierda por todas las esquinas, pero no huele a nada. Mis sentidos están ofuscados por atravesar a pie un mercado de película medieval entre gritos de la muchedumbre la palabra «mundele, mundele» (blanco, blanco).

Veo monos empalados, carne muerta de culebra, peces negros retorcidos —secos— rodeados de moscas. Todo convive en expositores de tierra o madera con montañas de exuberantes mangos maduros, fruta de la pasión, piñas de las buenas, plátanos dulces y aguacate del que se deshace en tu boca. Todos reclaman tu atención. Sus ojos están clavados en tus ojos. No puedes sacar fotos, porque te come con gestos ostentosos una muchedumbre muy necesitada. Hace muchos años que no ven pasar a un blanco.

El vuelo de Kinshasa (capital de la República Democrática del Congo) a Kinsangani (noreste del país) ha sido un paseo sobre un cielo que enseña en su base la magnitud del río más profundo de la tierra, con sus afluentes, meandros y selvas verdes impenetrables. Allí abajo, miles de almas sin censar malviven en una tierra que ofrece riqueza a raudales, gestionada por los caciques locales o internacionales de siempre.

Nadie de fuera, o muy pocos que no tengan decenas de salvoconductos locales, pagados con dólares o francos congoleños, tienen la osadía de asomar la nariz a lo más recóndito de este olvidado, expoliado, masacrado y corrupto país. Los de siempre —los analfabetos y los parias de esta tierra— siguen siendo en este 2023 los paganos de las mayores miserias de la condición humana.

Proliferan los guetos y círculos cerrados de corrupción. A cada paso que das, lo primero es cumplir con la mordida que hay que soltar a la policía de la DGM (Dirección General de Migración). No puedes moverte por ningún pueblo si no has pasado por la cutre y siniestra oficina policial, donde te estampan un sello como la Compostelana de los peregrinos que van a Santiago, pero «con mordida». Se impone la máxima paciencia. Y a cada paso que das, taca-taca, a soltar dólares o francos congoleños. No quieren euros y por un dólar te dan 2.300 francos locales en billetes de 500, 1000 ó 10.000. Es fácil imaginar el abultado fajo de billetes con un cambio de 100 dólares.

Este Congo no te da respiro, aprieta el cogote de la mentalidad europea hasta el punto de colocarte en situaciones límite. Pero, pese a la métrica de conciencia española, ante la adversidad no queda otra que adaptarte al terreno, mimetizarse. El que se adentra en estas tierras sabe que es así. No valen quejas, ni lamentos, aunque la procesión vaya por dentro en situaciones de asfixia extrema.

El primer bautismo de fuego fuerte que recibo es subir a una moto con un chaval a los mandos, que no tiene más de 20 años. Enfilamos las calles de tráfico caótico para acabar por pistas estrechas de tierra; de esas que bien pudieran haber sido bombardeadas por los aviones enemigos del Vientcong.

Aprendes de inmediato a pronunciar en lingala la palabra «malembe, malembe» («¡Despacio!» o «¡Cuidado!»). También asimilas a fuego el hecho de que debes soltar toda mentalidad y lastre de ‘urbanita’ o ‘ruralita’ europeo. No queda otra que dejarse llevar si quieres vivir 35 días, sin salida posible del río y las selvas del Congo.

No hay carreteras, los aeropuertos están a días de viaje en canoa. La nada occidental te rodea y sólo puedes dejar tu vida en manos de los que están al frente de este viaje. En este caso, en un veterano de toda África como es Austerio Alonso, un madrileño de Embajadores curtido en la vida de los barrios duros y también amables de Madrid, que con su empresa Kumakonda demostró que sabe llevarte al cielo y sacarte del infierno.

Ningún turista convencional se asoma a la realidad de la R. D. del Congo. Allí no van los blancos. Muy pocos son los cuerdos que se embarcan en un fregado de 35 días, recorriendo más de 1.350 kilómetros en canoas estrechas por el río Congo y afluentes; más de 400 en moto por caminos de tierra y sendas estrechas de selva embarrada; y 300 en todoterreno por humedales y pistas polvorientas, invadidas por ríos y puentes de pasos complicados, nada cómodos.

Nadie —en lo físico y en lo mental— sale indemne de un trajín así. O te haces más fuerte o te hundes en la miseria más oscura y despreciable.

Moverse por el Congo es entrar a disfrutar de una belleza máxima, sublime. Es lo realmente auténtico, la esencia de la vida, la naturaleza sin disfraces, sin atrezos de cartón-piedra de modernidad europea. Pero a la vez, cuando estás disfrutando de ese clímax de bondad y belleza, sin llamar, aparece la bruma. Es una nube negra que no ves, pero que sí sientes. Ella lo cambia todo en segundos y te puede llevar por las sensaciones y realidades más incómodas y peligrosas.

Funambulista en tenguerengue

Este Congo es estar cada segundo haciendo de funambulista en un fino alambre, sin red debajo. Nada es permanente, nada se da por hecho. Nada es seguro, todo puede cambiar sin previo aviso en tu puerta. La intensidad de sensaciones vitales permanecen en todo momento y aprendes que nadie (los que van contigo) debe desconectar su alerta o las alarmas de supervivencia propia.

Después de palpar la realidad de las calles caóticas, vivas, ruidosas, cargadas de música y expresiones culturales del barrio de Matongé (en la capital Kinshasa), y de experimentar el hecho de que cada paso que das hay que meter la mano en el bolsillo y soltar dinero, el verdadero y salvaje viaje de 35 días por el Congo comenzó justo en el momento en el que metí el primer pie en la canoa. En realidad, fueron dos canoas talladas en dos troncos arbóreos, de un metro de ancho cada una por once de largo —atadas con cuerdas en paralelo— a las que le colocaron dos motores de 25 caballos y una empalizada vertical, abierta, con toldo azul para protegerse del sol y la lluvia.

Al mando de las dos canoas están tres marineros tripulantes y un guía. Franck escribe en mi libreta sus nombres: Chrispin, Mateuh y Rashdi.

Bajar en canoa río Congo abajo es tocar el cielo con el dedo. Flotas de placer en la suavidad de un agua cargada de sedimentos barrosos, que con la luz del sol, las nubes o la luna, convierten todo en una paleta de colores imposibles de pintar. El río se convierte en un espejo de plata, en un mural dorado que embelesa, o en un gris rizado amenazante por tormentas que avisan su llegada desde la lejanía del horizonte.

Después de una semana de canoa, te queda anclado en el disco duro de tu mente tres líneas paralelas de naturaleza auténtica. Una —la superior— es la franja de cielo azul intenso, limpio o brumoso, con un sol que impone su ley en cada momento. Una segunda línea continua (a vista de canoa en movimiento) es el dibujo perpetuo que graba en tu cabeza kilómetros y kilómetros de los diferentes verdes de árboles ribereños de selva (ceibas, sapelly, palmeras, bananos, teca, cedro, caoba). Y la tercera línea del horizonte es la que te ofrece a los ojos el espejo de agua del gran río Congo, cambiante en matices en cada momento.

NECESIDADES FISIOLÓGICAS

Moverse en canoa te impone límites de movimiento, así que, a medida que descendemos por el río, la realidad se impone. Por ejemplo, hay que parar en las orillas para cumplir con las necesidades fisiológicas de orinar. La primera vez que paramos en la orilla para tal misión se puso en evidencia el chip de europeo urbanita. Buena parte del grupo hizo cola para aliviar su vejiga en el mismo terreno. Alguien del grupo lo arregló con una risotada y dijo que la selva era muy extensa para mear todos el mismo lugar. Así aprendimos.

La logística del viaje obligó a preparar la comida en la barca, con un trespies y fuego de carbón vegetal. Comíamos bien. El río es el Internet de los pobres. Por él circulan todas las informaciones boca a boca, de canoa a canoa o balanier, de barca a habitante de orilla, y viceversa. Por eso, en cuanto te ven, se acercan a ofrecerte de todo lo que tienen para vender o hacer trueque. Tu me das, yo te doy. Y así, te vas familiarizando con el entorno y sus gentes.

Vamos río abajo hacia Lisala como meta final, en un tramo que durará una semana con un motor fueraborda quemando gasolina. La primera parada intensa fue para comer. Avistado un lugar en la orilla en la que atracar la canoa, decidimos estirar las piernas. Y así, comenzaba la primera aventura.

Retumban tambores de selva, una multitud canta a lo lejos y de pronto brotan niños de todas partes en la orilla barrienta donde plantamos los pies. La sensación es que en la aldea estaban de fiesta. Pero no, celebran un entierro. Murió un niño de apenas cinco años. A vista de un profano europeo, aquello era una fiesta en toda regla y, sin enterarnos de lo que realmente sucede hasta bien metidos en harina, nos dejan grabar y hacer fotos de su ceremonia. Yo fui uno de los que se enteró tarde que había un féretro diminuto, hecho a base de cajas de colores, debajo de un toldo y rodeado de lugareños sudorosos que cantan, aparentemente contentos. Finalmente, salimos de allí rodeados de la multitud y contribuimos con algún presente por su acogida. Recuerdo que uno de los jefes de la tribu —con el que siempre es obligado hablar para recibir permiso de entrada y salida— se puso a temblar nervioso al ver que yo vestía un pantalón de camuflaje como el de los militares. Un militar blanco. Me confundió con alguien que —sin duda— algún día le infundió miedo o pánico.

El viaje prosiguió y, poco antes de morir los días y acercarse las noches, atracábamos la canoa en pueblos para dormir. Si era factible, Austerio elegía las misiones católicas, porque es lo más operativo. Hicimos incursiones increíbles a lugares atrapados en un tiempo pasado de olvido, de los que ni te imaginas que hoy puedan existir. Lugares de interés con valores tan grandes que no entran en el espacio de este reportaje.

Por citar alguno, existe en un punto perdido de la floresta selvática de Yangambi donde se conserva un tesoro para los investigadores. En medio de la nada se alza una biblioteca que guarda libros en lineales clasificados por países, en donde está recopilada en papel la sabiduría de 93 años atrás. Vi libros de 1930, llenos de ácaros, que no han sido tocados por la mano del hombre desde hace décadas. En ellos está escrito y recopilado el conocimiento de fauna, flora y riquezas naturales.

Y así, con historias de belleza y contradicciones que merecen capítulos en un serial de reportaje aparte, que ofrecerá a sus lectores espete periódico (ceremonia de la Wallé, hospitales sin anestesias, deforestación de la selva, vida animal, árboles y plantas medicinales), atravesamos y vivimos en algún instante historias de situaciones límites. Mil momentos fuertes de río y ribera por Lokutu, Basoko, Mombongo o Bumba. Todo hasta llegar a Lisala.

Aquí, en Lisala, después de sudar por todos los poros ese calor pegajoso y, con toda la piel sucia de días, logramos salir del atolladero burocrático pagando el peaje de corrupción policial. A nuestros amigos tripulantes de la canoa, (una semana comí, hombro con hombro, con uno de ellos) les pagamos el dinero acordado por sus servicios de viaje y regresaron río arriba a su pueblo. Hacia Kisangani partieron de vuelta Franck, Chrispin, Mateuh y Rashdi.

ASESINATO, TIROS Y BONOBOS

Nosotros emprendimos otra aventura salvaje, fuerte, intensa. Desde Lisala cruzamos en otra canoa el río Congo hasta llegar a Mongana. Desde aquí nos subimos a una moto por sendas de selva, barrizales y tormentas amenazantes. Después de varios días de rutas kilométricas, durmiendo donde y cómo se puede, comiendo chiguanga (mandioca fermentada), latas de sardinas o fufú; con motos que se hunden en el fango o les salta la cadena, y con lugareños gritando «mundele» por donde pasas, llegamos a Bungandanga.

Y desde aquí, en otra canoa más vulnerable por el río Lopori hasta su confluencia en el Lulonga (parando y viviendo tres días con un capo dueño de maderales de selva), logramos llegar y atracar en Basankusu.

Aquí, al amanecer del 17 de junio de 2023 (el día de la toma de posesión de alcaldes en España), recibimos en el hotel de Basankusu —por wasap— la brutal noticia en detalle que nos daba uno de nuestros marineros del viaje Kisangani-Lisala. A medio camino de regreso a su pueblo, una marabunta de personas acorraló la canoa de los 4 y mataron a Chrispin. Les robaron todo (dinero, canoas, motores) y los tres que se salvaron (Franck, Mateuh y Rashdi) escaparon y estuvieron varios días huidos por la selva. Luego, lograron remontar el río Congo y desde Kisangani organizaron una expedición con la que rescataron el cuerpo de Chrispin para darle sepultura.

Ese mismo día, a la pocas horas de recibir la bestial noticia, escuchamos pasar por delante del hotel una gran manifestación en contra de los bonobos y, al momento, disparos de fusil de asalto ruso, AK-47 para dispersarlos. Iban a quemar la sede que promueve la vida salvaje del bonobo, un primate que tiene más del 98% de ADN humano. En esa jornada, en el jardín del hotel, hasta en tres ocasiones escuchamos zumbar las balas cerca de la oreja, por encima de nuestras cabezas. Por dos veces nos escondimos tras los muros de la habitación. Fue un día muy tenso y tuvimos que huir de noche de Basankusu. (CONTINUARÁ ...)

La balanier es una barcaza de madera, de varios pisos, que está movida por motores de pésima gasolina como los de la imagen, que sueltan un humo asfixiante.