35 DÍAS DE VIAJE SALVAJE
Un Congo rico que opera sin anestesia
Congo-Kinshasa es un país que genera ricos de sonrojo con pobres y miserables de escándalo. En esta tierra de agua, uranio cobalto, diamantes, cobre, casiterita, oro, coltán y olvido, en el quirófano de los hospitales operan sin anestesia. Usan ketamina, analgésico, potente alucinógeno
¿Qué harías si la próxima semana tienes cita en el quirófano de un hospital español para operarte de apendicitis, sabes que te van a cortar con bisturí, y en el centro sanitario no hay anestesista, ni los respiradores que tanto se echaron en falta en la pandemia y ni un miligramo del producto que complete las tres fases de la anestesia (hipnosis, analgesia y relajación muscular)? A lo sumo —si tienes suerte— recibirás la ketamina, analgésico con un potente alucinógeno que te duerme y anula tu mente por completo (...). Sin anestesia total, la ketamina para nada le soluciona al cirujano la relajación muscular del paciente a la hora de usar el bisturí.
Llevamos tantos años acomodados, que esta remota hipótesis (de no disponer de anestesia completa), ni tan siquiera se nos pasa por la cabeza. No puede ser. Eso no puede ocurrir. Aquí, en la rica y en ocasiones quejumbrosa Europa, se armaría la de dios es cristo si no hubiese anestesia quirúrgica. Correrían por los despachos dimisiones de presidentes, ministros, secretarios, subsecretarios y demás listado político.
Si aquí, —sin ir más lejos, en esta provincia de León— sería un escenario impensable; en el Congo, no . Allí, es la tónica dominante, la pura y dura realidad. Lo vi sobre el terreno. Los castigados nativos de aquella rica tierra del corazón de África, saben que su vida apenas tiene valor. Lo han asimilado, porque es lo que han visto y vivido. Y, si se enfrentan a la desgracia de caer enfermos o verse accidentados en zonas remotas, sus posibilidades de sobrevivir son ínfimas. Por eso, si llegan a ser atendidos en un quirófano, lo de ser operados sin anestesia total sería para ellos una oportunidad de supervivencia, un mal menor por el que sufrir. Así de cruda y brutal es su realidad.
Si se enfrentan a la desgracia de caer enfermos o verse accidentados en zonas remotas, sus posibilidades de sobrevivir son ínfimas
En este kilométrico viaje de 35 días por ríos, pueblos remotos y selvas de la República Democrática del Congo —para escribir un libro y este ciclo de reportajes en Diario de León— visité cuatro hospitales. Al salir de allí y hablar con la gente, todos te laminan un trozo de alma. Pasamos por el de Jasuku, a 27 kilómetros de canoa, río Congo abajo de Kisangani. Pero consumimos la tarde en uno de Yangambi.
Los enfermos están sentados en suelos sucios de pasillo o tumbados en un patio con soportal tenebroso. Su tiempo se detiene, esperan la nada; y algunos, a lo sumo la muerte o el milagro. Un niño con fiebre tifoidea no deja de toser. Las sombras marrones de los condenados —con la cabeza mirando al suelo— se reflejan con el sol áureo del ocaso en paredes sucias carcomidas, abandonadas hace décadas por los colonos belgas.
María Tudela Lerma, cirujana de la sección de Esofagogástrica del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, está curtida en el trabajo de quirófano. Pero lo que ve aquí, en este Congo de penurias y necesidades imposibles, es muy fuerte, descorazonador. Acostumbrada a trabajar con la vida en su frontera de la muerte, su cara lo dice todo. En ese momento es un verso de César Vallejo, el poeta del dolor y la esperanza. Nadie queda inmune a la realidad brutal de la sanidad de este Congo remoto.
Los enfermos están sentados en suelos sucios de pasillo o tumbados en un patio con soportal tenebroso
Quizá lo más extremo (por afinidad) lo vivimos escuchando el perfecto español de la enfermera y misionera peruana, monja de las Hijas de la Caridad, María Luisa Amado. Fue en el Hospital de Bikoro, a orillas del lago Tumba, después de recorrer en un todoterreno de hierro desde Mbandaka un camino minado de baches, ríos que se tragan sendas polvorientas y espacios naturales de extrema belleza, cada vez menos selvática.
EL HOMBRE DEL ÁRBOL
En el Hospital de Bikoro, —limpio y ordenado— sobrecogen las historias que cuenta la misionera María Luisa. Habla sin vehemencia de su fe católica y confiesa que, después de perder toda esperanza de vida tras una labor titánica de quirófano, hubo casos que enmarca en la carpeta del milagro.
Relata el de un hombre que, desde gran altura cayó de un árbol y quedó atravesado por una astilla enorme, empalado de pecho a costado. Así llegó al hospital y tras una laboriosa operación (sin anestesia completa), el paciente salió de allí por su propio pie meses después.
Otro de los casos de esta misionera con cara real de santa bondad tuvo como protagonista a un paciente que llegó con un tumor de peso descomunal en la zona renal. El cirujano empezó a buscar y a buscar el origen del mal entre tanto material graso, y llegó un momento en el que —según María Luisa— las manos del doctor se volvieron temblorosas esperando la muerte del ser humano que tenía sobre la mesa de operaciones. Sin embargo, finalmente logró retirarle el tumor y la mujer también salió caminando del centro.
«Aquí vienen personas desde muy lejos, muy necesitadas. Llegan exhaustos —con el dinero justo para pagar la consulta— y no tienen ya ni para comer. Por eso, en ocasiones, también tenemos que darles de comer, donde ya veis que tenemos muchas carencias», explica la sanitaria misionera peruana.
ANGELINA JOLIE
Entro en uno de los tres quirófanos del Hospital de Bikoro y los ojos se van sin remedio a la mesa de operaciones. Es difícil creer, pero veo dos agujeros como el culo de un vaso ancho por el que entra un puño. El metal está carcomido por el paso del tiempo. A la responsable del centro casi le avergüenza dar explicaciones por tener que trabajar en estas condiciones. Pero finalmente María Luisa se decide y exclama: «¡Cuéntalo, cuéntalo a todo el mundo cuando salgas de aquí! (...) y si lo que escribes lo viera Angelina Jolie, sería fantástico que nos enviara un millón de euros». La monja lo acompaña con una mirada y gesto de suma paz, siendo conocedora de que —en ocasiones— lo imposible se puede convertir en una realidad milagrosa.
«¡Cuéntalo, cuéntalo a todo el mundo cuando salgas de aquí! (...) y si lo que escribes lo viera Angelina Jolie, sería fantástico que nos enviara un millón de euros»
El día anterior —María, la cirujana del Gregorio Marañón— se quedó igualmente impactada por el trabajo que desarrolla el médico del pueblo de Mooto. Se llama Botwali M. Blaise y me enseña su número de colegiado. En un inglés congolizado explica que trabaja en unas condiciones extremadamente pobres. Opera con medios básicos de una época aquí olvidada, de los tiempos de Ramón y Cajal. Confiesa que son muchos los que mueren en su mesa de operaciones, pero su trabajo supone también la tabla de salvación para otros muchos que morirían sin opción. Botwali sabe lo que es la anestesia, pero a su pueblo llega la ketamina. Son conocedores de principios activos que aportan las plantas y árboles de la selva, y en ocasiones se las apañan como pueden.
Dar cifras sobre sanidad, educación y otras estadísticas sectoriales en el Congo es poco menos que escribir sobre papel mojado. No hay control de la población. Los censos de nativos y defunciones no son fiables y partiendo de ese dato, todo lo demás sería en parte erróneo.
IMPOSIBLE SABER LA REALIDAD
Hay cifras que da Naciones Unidas y otras del trabajo de fundaciones y oenegés, pero vista la situación sobre el terreno, estoy seguro que se quedarán en una aproximación lejana de la realidad. Tal como están las cosas, es imposible saber con certeza lo que allí ocurre.
Con todo, echando un ojo a datos publicados y hallando una media aproximada, entidades como la Fundación Amigos de Monkole dicen que sólo el 28% de la población tiene acceso a la sanidad (María Luisa, la misionera de Bikoro, contaba para este reportaje que por una operación de apendicitis los pacientes pagan 125.000 francos congoleños, 60 dólares, cifra inalcanzable para muchos). La mortandad es muy elevada. Si en España mueren 6 madres por cada 100.000 niños nacidos; en el Congo mueren 693. Y, si en España mueren en días después del parto 330 niños por cada 100.000 nacidos vivos, en el Congo esa cifra se dispara a los 7.100 niños que no logran salir adelante al poco de nacer.
Si en España mueren en días después del parto 330 niños por cada 100.000 nacidos vivos, en el Congo esa cifra se dispara a los 7.100
La realidad es muy cruda, pero una vez vista la situación sobre el terreno, lo más sangrante es que encontrar una solución a las carencias es harto complicado. La idiosincrasia social y el sistema político del Congo lo impiden. Congo-Kinshasa es un país inmensamente rico, que hoy está siendo expoliado, saqueado como desde décadas por los intereses de caciques locales e internacionales. Tras las barbaridades de los belgas o los americanos, ahora China y Rusia están entrando allí a saco. Moverse por el país es una continua carrera de salto de obstáculos. Son círculos concéntricos de corrupción, donde para pasar a la siguiente pantalla es obligatorio pagar la mordida para que te estampen el sello oficial correspondiente. Y así, siempre (...).