Cantaderas, las mujeres que ponen en un aprieto a León
La leyenda que se conmemora cada domingo anterior a San Froilán cuenta que un puñado de niñas pusieron en jaque al rey y a la iglesia, al poder civil y religioso, pues ninguno había acudido en su auxilio. Unas doncellas pusieron en un apuro a León. En realidad, las Cantaderas, las sucesoras de Leonor Garabito, siguen haciéndolo. Con ellas se conmemora un hecho que difícilmente se habría podido producir en el Reino de León. La verdad que ocultan las Cantaderas
Cree León que cien doncellas amenazaron con cortarse la mano derecha si eran entregadas al moro. Cree la ciudad que cien jóvenes mujeres leonesas, apenas unas niñas, decidieron cortarse la mano ‘pura’ para el Islam, la que se usa para comer, ofrecer un presente o tocar, con tal de no ser su botín.
Su destino era ser esclavas, integrar el harén y ser ‘esposas secundarias’, concubinas del califa. Una cruel costumbre recogida como leyenda en todos los territorios de la corona Astur-leonesa, el Tributo de las Cien Doncellas, cincuenta nobles y cincuenta plebeyas, que el reino cristiano tenía que entregar al sarraceno cada año en recompensa. Hasta que llegó Leonor de Garabito, la heroína que en algún año entre el 783 y el 844 amputó —o amenazó con hacerlo— a todas las Cantaderas y después se cortó ella misma la mano derecha.
De ella, de Garabito, se comienza a hablar —y a construir su historia— en el siglo XVI y en el XVII, incluidos los relatos de la Pícara Justina (la primera edición es de 1605). Sólo que ni Garabito ni las Cantaderas existieron nunca. No hay prueba de la Batalla de Clavijo. Ni tampoco del tributo que estaba obligado a pagar el rey cristiano a cambio de paz. La joven Leonor adopta otros nombres en otros territorios porque la leyenda también abrió una disputa histórica sobre cuál fue el primero de los territorios del Reino de León en librarse de esa carga. Se lo atribuye Carrión de los Condes, donde se narra que en el 826 —18 años antes de la supuesta Batalla de Clavijo—, las cuatro mozas que tenían que entregar fueron salvadas por unos toros que corrieron a los sarracenos. En el arco de la puerta principal de la iglesia de Santa María del Camino de Carrión de los Condes, del siglo XII, están talladas en piedra las doncellas y los toros en recuerdo de ese suceso.
«No cabe en un reino femenino y feminista como el de León. Por qué iba a hacerlo un reino victorioso, Por qué iba a tener que pagar un tributo semejante un reino poderoso»
Lo que fabula la historia es que la deuda se contrajo desde Mauregato, rey de Asturias entre los años 783 y 789, el monarca que habría pactado la ayuda de Abderramán I, emir de Córdoba, y de sus ejércitos para hacerse proclamar soberano de Asturias. Él, que era hijo de una esclava mora, Sisalda, y del monarca Alfonso I, yerno de don Pelayo.
De esas mujeres, de las Cantaderas, se sabe lo que cuenta una historia forjada en la Edad Media y transmitida de generación en generación en León. Elegidas entre las cuatro parroquias de la ciudad extramuros, una mujer al servicio del emir, la Sotadera, se encargaba de aleccionarlas en lo que iba a ser su nueva vida de esclavas sexuales al servicio del califa.
Unas niñas, un apóstol, un caballo blanco
Siguiendo ese relato popular, la servidumbre se rindió hasta la gran victoria de la Batalla de Clavijo, un combate legendario de la Reconquista que ganó Ramiro I para las tropas cristianas el 23 de mayo del año 844 con la intervención divina de un apóstol, Santiago, que tomó ahí el apelativo de Matamoros, y su caballo blanco, aunque esa contienda sea también un mito, una especie de mezcla de combates victoriosos y decisivos para los reinos cristianos. El mismo año en que Leonor Garabito se planta.
En realidad, debería haber sucedido más tarde. Porque la Batalla de Clavijo es la mitificación de las batallas de Albelda, dos acontecimientos bélicos ocurridos en las proximidades de esa localidad riojana que marcaron la Reconquista cristiana de la península ibérica. La primera batalla está datada en el 852 y la segunda en 859, una derrota aplastante sobre las tropas de Muza, tan grande que al parecer su prestigio nunca se recuperó y se olvidaron rápido todas sus anteriores victorias. Dejó de ser temible y temido. Esa es la historia. Paralelamente se inventa el mito de la Batalla de Clavijo y la aparición de Santiago Matamoros.
Menos sentido tendría aún que el tributo se pagara después. García I, primer rey de León, el monarca que estableció su Corte en la ciudad, invadió con su ejército el territorio musulmán. Corría el año 911. Durante su reinado, aseguró con la repoblación de ciudades y territorio la línea del río Duero, que se había convertido en una de las claves del sistema defensivo leonés. Y menos aún con Ramiro II ‘el Grande’, rey de León de 931 a 951. Entre las tropas musulmanas se le conocía como ‘el Diablo’ por su ferocidad y energía. Derrotó a las huestes del califa omeya Abderramán III en la batalla de Simancas en el 939. Una victoria épica por la que, junto a la de Alhándega, la línea de repoblación del reino de León avanzó hasta el río Tormes, rebasando el límite del Duero, ganando para los reinos cristianos un terreno que era clave para el Califato de Córdoba.
Las Cantaderas, la celebración que conmemora la liberación de ese tributo humano, es quizá la fiesta popular más arraigada de la ciudad aunque su conmemoración pone en un aprieto a León. «Ningún monarca leonés aceptaría un tributo denigrante», sostiene rotundo Nicolás Bartolomé Pérez, investigador, abogado y miembro de la Academia de la Lengua Asturiana. «No cabe en un reino femenino y feminista como el de León», añade Diego Asensio García, gestor cultural y coordinador de Patrimonio Histórico-Artístico de la Diócesis de León. Y utiliza ex profeso el vocablo feminista. «Por qué iba a hacerlo un reino victorioso», reflexiona Asensio. «Por qué iba a tener que pagar un tributo semejante un reino poderoso», añade.
«Si lo analizas bien, esta historia, este mito, pone a León a los pies de los caballos, es una traición a la historia», explica Diego Asensio. «Ni el rey lo permitiría ni la sociedad leonesa de aquella época lo toleraría», apostilla Nicolás Bartolomé.
Y, sin embargo, ambos son defensores de que se siga celebrando. Como resume Maxi Cayón, Cronista Oficial de la Ciudad de León, «es una fiesta ancestral que el pueblo mantiene y preserva». También lo creen así Asensio y Bartolomé. «Conecta con las raíces de León», dice el coordinador de Patrimonio de la Diócesis de León. «Se inserta en lo más profundo de las tradiciones leonesas», añade Nicolás Bartolomé.
Él ha estudiado en profundidad las figuras de las Cantaderas y de la Sotadera en ‘Las antiguas fiestas de la Asunción de la ciudad de León’. Porque ahí, en el 15 de agosto, es donde se enraíza esta celebración que hasta 1978 no se celebró jamás el domingo anterior al día de San Froilán.
Del 15 de agosto al domingo anterior a San Froilán
De siempre fue el 15 de agosto la fiesta principal de la ciudad. Coincidiendo con esa fecha, y durante cuatro días, se celebraban grandes festejos. La primera noticia que se tiene es de 1501, en un documento que se conserva en el Archivo de la Catedral de León. «No hay ninguna referencia a la mítica Batalla de Clavijo o al Tributo de las Cien Doncellas, elementos legendarios que creemos que se añadirían después de 1501», cuenta Nicolás Bartolomé. «En esencia, esta primera descripción de las Cantaderas dibuja una celebración mariana hecha por cuatro parroquias de la ciudad representadas por sus procuradores que ofrecían a la Virgen el día de la Asunción cuatro candelas que eran recibidas por el cabildo catedralicio en una sencilla ceremonia ritualizada», añade.
En el documento se describe que el cirio de la iglesia del Mercado estaba pintado y, aunque se desconoce si los otros tres también lo estaban, esto, junto con el hecho de que se guardaban allí los atabales (un timbal que se toca en las fiestas populares), el salterio y el carro de las ofrendas, lleva a este investigador a sostener que la celebración estuvo protagonizada en sus comienzos por la iglesia del Mercado. Después, ese protagonismo pasaría a San Marcelo, lo que se explica por la composición social de sus vecinos, mayoritariamente notarios, escribanos, procuradores y regidores.
La primera vez que se cita a las Cantaderas, y también la Batalla de Clavijo, es en textos del siglo XVI y XVII que se custodian en el Archivo Municipal de León y en el catedralicio. El más detallado, quizá, es el del padre Lobera, ‘Historia de las Grandezas de la muy antigua e insigne Ciudad e Iglesia de León y de su Obispo y Patrón San Froilán’. Atanasio Lobera, monje cisterciense, historiador y teólogo, describe la fiesta de una manera minuciosa en 1595. Cuenta que las Cantaderas eran una niñas de entre 10 y 12 años, una docena como mucho, designadas por cuatro parroquias —que Lobera identifica como las principales de la ciudad y que cita como San Marcelo, San Martín, Nuestra Señora del Mercado y Santa Ana— ejecutando danzas durante la celebración y ofreciendo o participando en las ofrendas. Iban ricamente vestidas, adornadas con joyas de oro y plata, perlas y piedras preciosas. Caminaban entre los rectores, curas y mayordomos «que iban con la vara en las manos» mientras los músicos tocaban atabales y un salterio.
Lobera explica que la iglesia de San Marcelo tenía además que escoger y pagar a una mujer vieja que llamaban la Sotadera. La primitiva tenía una imagen peculiar, con una especie de sombrero con forma de rueda «a manera de una gitana», que recordaba a una mujer de esa etnia. Cobraba y era una figura burlesca de la fiesta popular. Con el tiempo derivaría en la mujer mora que debía instruir a las jóvenes doncellas en las costumbres musulmanas y sus artes amatorias y convencerlas de su futura felicidad en las tierras del Califato.
«Es la unión entre la fiesta política y religiosa y la popular, eso es lo que representa la Sotadera», dice Nicolás Bartolomé Pérez.
Las Cantaderas entregaban al obispo dos cestas, una de peras y otra de ciruelas, que él recibía «por boto» (por obligación) y que las muchachas entregaban «por gracia y devoción» (voluntariamente). Cuenta el padre Lobera que el 17 de agosto, las mozas de San Marcelo volvían a la Catedral llevando delante un carro tirado por bueyes con un toro muerto (algunos autores dicen que era un cuarto de toro) que había sido sacrificado las vísperas durante las corridas de San Roque, que eran épicas en la ciudad y sobre las que hay abundante documentación. Ante la imagen de la Virgen le ofrecían un cestillo con panecillos, uno de ciruelas, otro de peras y el famoso cuarto de toro.
De ahí, de ese ‘boto’ o ‘gracia’ deriva la diatriba del Foro u Oferta en la Catedral, cuyo protagonismo sería arrebatado a las Cantaderas por los representantes políticos y convertida en una disputa en tres actos, con exposición, réplica y contrarreplica, entre el síndico y el representante del Cabildo que obligatoriamente se dice que tiene que acabar en tablas aunque uno haya sido más hábil dialécticamente que el otro. Y de ahí quizá el pago que el Ayuntamiento hace en metálico equivalente (más o menos) a un cuarto de toro y que entrega «por voluntad propia y no por obligación». Lo cuenta con todo detalle Carmina García Estrada, histórica secretaria de la Alcaldía de León y primera mujer secretaria de ayuntamientos en la historia de España. De esa época conserva multitud de recuerdos y anécdotas. Ella era la encargada de llevar en sobre el donativo del cuarto de toro y también de adornar con roscas de pan los cuernos de las vacas y comprar peras y frutas para la ofrenda.
Como Diego Asensio, Nicolás Bartolomé Pérez y Maxi Cayón, Carmina García defiende la celebración de esta fiesta. «Es la conexión con los ciudadanos, son los leoneses los que la mantienen viva», dice.
La inicial ceremonia celebrando el ascenso al cielo de la Virgen María lo monopolizaron las poderosas familias nobles de León, entre ellas los Quiñones. Un testimonio de Porreño en 1663 recogido por Nicolás Bartolomé Pérez en su estudio sobre las figuras de las Cantaderas y la Sotadera dice que «el Conde de Luna pretendía crear un mito genealógico ligando los orígenes de su linaje a Clavijo». Interesaba pues a las familias poderosas mantener vivo el mito de Clavijo y de la liberación de las doncellas entregadas al moro.
«No cabe en un reino femenino y feminista como el de León. Por qué iba a hacerlo un reino victorioso, Por qué iba a tener que pagar un tributo semejante un reino poderoso»
«La metamorfosis de la fiesta de las Cantaderas no sólo fue un proceso de evolución estética, también tuvo causas ideológicas», añade Bartolomé Pérez. «El fabuloso relato sirvió para instaurar el llamado’voto de Santiago’. La Catedral de Santiago obligaba a pagar el tributo en agradecimiento por la victoria, defendido como tributo real primero en Galicia y luego en el Reino de León, que se extendió después a Castilla. Castigaba especialmente a campesinos, que tenían que entregar una medida de pan y otra de vino. Finalmente fue abolido en las Cortes de Cádiz de 1812. En los pleitos para dejar de pagar ese canon se utilizaron todos los argumentos posibles y las Cantaderas de León sirvieron de base para ello, para legitimar el pago.
La fiesta de las Cantaderas decayó en el siglo XIX por falta de interés de los vecinos. La primera reinvención se produjo en torno a 1950, cuando el Ayuntamiento recupera la celebración y la Sección Femenina impone a las doncellas el traje medieval que ha llegado hasta ahora. La segunda reinvención fue en 1978, cuando el alcalde Óscar Rodríguez Cardet, el último regidor franquista, traslada la fiesta al domingo anterior a San Froilán. Dos años se celebró coincidiendo con San Pedro, tiene documentado Maxi Cayón como cronista de la ciudad, pero cuando dejó de ser fiesta Rodríguez Cardet decidió trasladarla a las vísperas del 5 de octubre. El alcalde Juan Morano optó por mantener la fecha. Alegaba que el 15 de agosto los leoneses se iban al pueblo y la ciudad se quedaba vacía. Así fue como se convirtió en la fiesta que es ahora.
Mujeres robadas y acuerdos para casar a jóvenes en el Califato
Tal vez las Cantaderas no existieron, pero sí el tráfico de esclavas y la entrega en matrimonio de jóvenes cristianas al Califato. Mujeres que fueron dadas por sus propias familias mediante acuerdos o robadas siglo y medio después de la leyenda para satisfacer a Almanzor. Eran plebeyas, hijas de reyes, novicias o monjas. Del Reino de León las llevaron a pie hasta Córdoba para integrar el harén y ser ‘esposas secundarias’, concubinas del califa. Ni su padre ni sus hermanos las ayudaron. Algunas no olvidaron nunca León. Casi ancianas, regresaron al viejo Reino, donde fueron repudiadas por sus familias y sus conventos.
«Los musulmanes solían cobrarse tributo de sumisión y era muy habitual matrimonios mixtos de mujeres cristianas obligadas a casarse con musulmanes, ahí está la leyenda de la propia hermana de don Pelayo, que aparece en las crónicas cristianas más antiguas de la Reconquista y que dicen fue desposada con Munuza, gobernador de Gijón», narra Margarita Torres Sevilla, historiadora e investigadora medievalista, profesora, escritora y política.
«La entrega de mujeres no era solamente una cuestión de la nobleza, las mujeres han sido botín a lo largo de todas las guerras sin distinción de su origen social», añade Torres Sevilla.
"Entregar voluntariamente a seres humanos a cambio de la paz sería muy extraño en León", apunta Nicolás Bartolomé Pérez.
«La iglesia no medió en forma alguna. Los matrimonios de cristianas o las uniones con musulmanes eran muy frecuentes aunque no tanto la de musulmanas con cristianos», aporta la investigadora.
«Tráfico de seres humanos, de esclavas y esclavos siempre ha existido», añade Nicolás Bartolmé Pérez. «Pero en León no hubo entrega de personas a cambio de paz», añade.
En una de las razzias, Flora, que había hecho votos en uno de los monasterios leoneses, acabó prisionera del caudillo musulmán. Y nada se supo de ella hasta que de regreso, sola y desamparada, manda una carta al rey de León pidiendo justicia que no clemencia.
A diferencia de Leonor Garabito, de la monja Flora hay constancia documental. Está recogida en la que es probablemente la mayor recopilación que existe de la Historia medieval, la 'Colección Documental del Archivo de la Catedral de León 775-1230', en el tomo III de José Manuel Ruiz Asensio, que aborda el periodo entre 986 y 1031. Flora regresó a su tierra para descubrir que sus padres habían muerto y su familia vendido su herencia. Y, sin ella, no era admitida de nuevo en el convento. Fue entonces cuando escribió la carta a Alfonso V ‘el Noble’, el de los ‘Buenos Fueros’, rey de León desde 999 hasta su muerte, que transformó el derecho universal en 1017 con el Fuero de León, un conjunto de disposiciones legales que cambiaron la historia del mundo.
Le sonaría al rey la historia de Flora, pues cuentan que su hermana pequeña, Teresa Bermúdez, corrió la misma suerte. El padre, Bermudo II, «envió a su hija para Almanzor, quien la hizo su esclava y después la emancipó y se casó con ella», según el relato de Ibn Jaldún, historiador, sociólogo, filósofo, economista, geógrafo, demógrafo y estadista musulmán de origen andalusí, considerado uno de los fundadores de la historiografía moderna.
Tras la muerte de su esposo Almanzor, Teresa Bermúdez, infanta de León, fue liberada y regresó al reino, su casa, pero no encontró cobijo en su familia y tuvo que refugiarse en el monasterio de San Pelayo de Oviedo, donde profesó y fue sepultada a su muerte, el 25 de abril de 1039.
Tampoco se libraron los otros reinos cristianos. Sancho Garcés II, rey de Pamplona y conde de Aragón, entregó a Almanzor en 982 a su hija Urraca, convertida al Islam bajo el nombre de Abda. Le dio un hijo a Almanzor, heredero del Califato, Abd al-Rahman Sanchuelo, llamado así por el gran parecido con su abuelo.
El harén de Almanzor se nutría mayoritariamente de las esclavas cautivadas en sus treinta años de campañas en los reinos cristianos. Entorno a 15.000 esclavas sostiene Joaquín Vallvé, catedrático y miembro de la Real Academia de la Historia.
La costumbre de tomar como esposas a princesas de los reinos cristianos venía de antiguo. Lo demostrarían incluso los rasgos físicos de los emires del Califato. El académico de número de la Real Academia de las Artes y las Letras de Extremadura Jesús Sánchez Adalid sostiene que los grandes califas de Córdoba «apenas tenían sangre árabe».
Abderramán III, el primer califa omeya de Córdoba, tenía el pelo rojo, la piel muy blanca y los ojos azules. Lo mismo le pasaba a su hijo Alhakén II, con su cabellera bermeja. Hay constancia de estas características en la decoración de la Alhambra. Había una explicación. Abderramán era hijo de Mohamed, primogénito de Abdalá, y de Muzna, una concubina cristiana probablemente de origen vascón que pasó a ser una ‘umm walad’ o madre de infante al haber dado un hijo varón a su señor. Y una de sus abuelas, Oneca Fortúnez de Navarra, era hija del rey Fortún Garcés, que la entregó al Califato, uno de los pocos casos conocidos de una princesa cristiana que termina contrayendo matrimonio con un soberano musulmán.
La leyenda que se celebra el domingo anterior a San Froilán cuenta que un puñado de mujeres pusieron en aprieto al rey y a la iglesia, al poder civil y religioso pues ninguno había acudido en su auxilio. Pusieron en un apuro a León. Y en realidad, las Cantaderas, las sucesoras de Leonor Garabito, siguen haciéndolo. Con ellas se celebra un hecho que jamás se habría podido producir en el Reino de León. Aunque tal vez tenga un sentido celebrarlo así, en torno a un grupo de doncellas porque en este reino de poderío de mujeres, en este territorio en el que ningún leonés encontraría extraño que mandara una mujer, quién iba a liberar a unas mujeres salvo otras. Quizá así tiene sentido la leyenda del Tributo de las Cien Doncellas, las mujeres que se ayudaron y se liberaron unas a otras del yugo. En León, la tierra que siempre luchó por la libertad.