El hombre de las mil guerras
Ha sido blanco entre negros, sanador entre curanderos, libre entre presos, hombre de paz entre guerrilleros. Ha vivido el Apartheid, el sida, la selva, la prisión, las mafias y la guerrilla. David Fernández, el misionero leonés de Prioro. Este domingo, la Iglesia católica recuerda el valor de hombres y mujeres como él. El hombre de paz en mil guerras
En aquella aldea de Rhodesia, cuando Zimbabue no era aún Zimbabue, yacía enfermo un joven al que casi nadie se atrevía a tocar. El misionero entró en la cabaña en la que estaban solos el enfermo, el sida y él. Había poco que hacer, pero lo que se podía hacer era importante. No iba a dejar que aquel chaval muriera solo. Buscó al curandero y le arrancó el permiso para llevárselo a la misión.
David Fernández Díez llegó al seminario que tenía la congregación de Mariannhill en Palencia con apenas 14 años. No imaginaba por qué caminos iba a viajar su vida. Aquellos misioneros tan diferentes, que impartían educación bilingüe, que iban sin sotana, que habían llegado de Alemania con una filosofía de vida sencilla, de ayuda, que practicaban el respeto y desprendían paz le cautivaron. No recuerda en qué momento recibió eso que se conoce como la llamada de Dios, quizá mientras estaba en el seminario, quizá mientras estudiaba en la sede de Würzburg, en Alemania, quizá mientras cursaba Filosofía y Teología en la Universidad Pontifica de Salamanca, o quizá en todos esos lugares a la vez. Lo que sí recuerda con nitidez es que cuando le propusieron si quería ser, como ellos, misionero, pensó simplemente ‘por qué no’. Y ahí empezó todo.
David Fernández, de Prioro, es uno de los 584 misioneros que hay en la provincia de León. Apenas cien han regresado. Por edad, por enfermedad o por necesidades de sus familias. «Uno es misionero para siempre», dicen desde la Diócesis de León. Este domingo, la Iglesia católica celebra el Domingo Mundial de las Misiones, el Domund, un reconocimiento a la labor de sus evangelizadores por el mundo.
Una especie de emigrantes por la fe. Porque mientras David Fernández desgrana con parsimonia una vida entre guerras, guerrillas, selvas, tribus del Amazonas, Apartheid, sida, enfermedades, dificultades y algún que otro tiroteo, mientras cuenta en armonía con el mundo una vida azarosa desde un sillón al sol en el balcón de lo que fue la casa familiar en Prioro, que ahora es de su hermana Sildy, está con la cabeza allá, en la otra parte del mundo, en su misión de Colombia, en mitad de la selva que linda casi ya con Venezuela y sus problemas, 29 horas en coche para llegar desde Bogotá, un lugar en el que abrió camino, al que llegó hace 15 años cuando no había ni luz, ni agua, ni nada, apenas veinte casas, un territorio que se disputaban con igual virulencia guerrilla y paramilitares y una misión: fundar una escuela. Un lugar de tregua en mitad de la violencia para aquellos niños y niñas que a veces llegaban al colegio a caballo, atravesando la espesura colombiana que uno imagina llena de peligros.
Allí ha sido pionero. Como lo fue en Rhodesia antes de que el país fuera reconocido como Estado y se independizara, mientras se desangraba en una encarnizara guerra de guerrillas y la minoría blanca imponía el Apartheid, mientras los negros eran discriminados y los blancos estaban en el blanco, antes de que Zimbabue se convirtiera en nación, antes de que dejaran de desconfiar de él. Un blanco entre negros, dice. «Sirviéndoles a ellos siendo blanco», añade. Les debía parecer el mundo al revés. Allí, por primera vez, se sintió diferente. Le hicieron sentir diferente. Y, quizá, le rozó el miedo. Pero se quedó. Lo hizo cinco años. «Hubo muertos, mataban a los blancos», cuenta como de pasada, como para que no cobre importancia en la conversación.
Porque lo importante allí era la misión. Con la independencia, el gobierno negro encargó a los misioneros la educación de los niños y niñas negros del país, los que no habían tenido acceso hasta entonces a formarse, a los que se había prohibido ir al colegio. Y David regresó. Se fundaron escuelas y la educación empezó a dejar de tener color, a dejar de ser blanco o negro.
África, Roma, Colombia
Su experiencia en la gestión, en la organización, le valió una llamada de la ONU para colaborar con Acnur, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Luego un viaje a Estados Unidos le permitió formarse, aún más, en relaciones internacionales porque saber de resolver conflictos humanos sabía, por experiencia, vocación y necesidad. Pero Zimbabwe le llamaba una y otra vez y regresó. Veinte años de su vida allí, viendo las transformación del país que fue, también, la del continente.
De África a Roma para ayudar a su congregación. Compaginó la gestión con otra labor misionera sin salir de la ciudad que dicen que es mundo: capellán de la cárcel de Roma, viviendo en directo otros conflictos, gestionando el daño que provoca la droga. Allí, en la prisión, ayudó a condenados internacionales por tráfico de estupefacientes a recuperar la relación con sus familias y a encontrar las palabras justas para explicar que el supuesto hotel donde vivían iba a ser en realidad una larga estancia en presidio. Seis años allí y un nuevo traslado, esta vez a Colombia, donde lleva 15 años y a donde llegó para ayudar al obispo. El país estaba en un proceso de cambio. La guerrilla y el Gobierno habían abierto un proceso de diálogo y los paramilitares habían ido abandonando parte del territorio que, aún así, vivía una calma tensa, una amenaza constante de volver a la violencia abierta.
En territorio hostil
En la selva fronteriza con Venezuela, los ganaderos habían comenzado a regresar y querían llevar con ellos a sus hijos pero no había voluntarios para reabrir la escuela, para vivir allí, así que David Fernández con un puñado de curas, seis, emprendieron camino a lo más profundo del país. No hubo opción para él. No pudo elegir. Si él se quedaba, irían maestros. Le arrancaron ese compromiso. Lo que era un poblado creció, los niños volvieron y se abrió una escuela con internado. Seiscientos alumnos en el colegio y 200 internos llegaron a tener hasta que la inseguridad regresó a la zona. Esta vez llegada desde el otro lado de la frontera. Venezuela estalló y miles de personas emigraron. Y con ellos llegó también la mafia.
El Tren de Aragua, decían los nativos. Le costó trabajo al misionero y a su congregación comprender que no era un ferrocarril sino una megabanda criminal venezolana originaria del estado Aragua con base en una cárcel, la de Tocorón, y liderada por un ‘pran’, un jefe máximo, Héctor ‘Niño’ Guerrero. Comenzó a desaparecer el ganado, a extenderse la sospecha sobre los nuevos vecinos y todo giró. De 200 internos quedan ya sólo 20.
La clave se la dieron dos hombres que tardaron en volverse a ver. Tenían ocho años y jugaban al fútbol en la plaza cuando llegó la guerrilla y los reclutaron a la fuerza. Niños soldado. Uno de ellos logró escapar. A los 18 años ingresó en el ejército. En el otro bando estaba su amigo de infancia
Fernández no abandonó la selva pero recibió otro encargo, hacer misión en la periferia de Bogotá, donde viven once millones de personas. En Soacha, 184 km², un millón de almas, una zona de extrema vulnerabilidad social, este misionero leonés se hizo cargo de la parroquia para hacer de esa iglesia un territorio donde ser neutral, donde guardar el difícil equilibrio en un país «que no está en guerra ni en paz», dice David Fernández.
Encontró la fórmula, cuenta, en el «inmenso amor que los colombianos sienten por su país, sean de donde sean, estén en el lado que estén». La clave se la dieron dos viejos amigos que tardaron en volverse a ver. Tenían ocho años y jugaban al fútbol en la plaza cuando llegó la guerrilla y los reclutaron a la fuerza. Los convirtieron en niños soldado. Uno de ellos logró escapar. A los 18 años ingresó en el ejército y fue destinado a luchar contra la guerrilla. En el otro bando estaba su amigo de la infancia. Se ‘dieron plomo’. como dicen en Colombia, durante dos décadas hasta que el proceso de paz después de más de 50 años de conflicto armado en el país los desmovilizó y ambos regresaron al barrio. Se encontraron un día en la parroquia de David Fernández y allí sellaron la reconciliación de esas dos Colombias.
Fernández ve en el color del país, el verde por todos los rincones, el símbolo del futuro del país. Cree en la esperanza, en que Colombia que no vive en guerra abierta pero tampoco tiene paz, encuentre la fórmula de esos dos viejos amigos de su parroquia.
David Fernández es uno de los 584 misioneros de la provincia, 337 de la Diócesis de León (102 han regresado por edad, enfermedad o necesidades de su familia "pero no han dejado de ser misioneros") y 247 de la de Astorga, mayoritariamente mujeres (219 y 162), haciendo misión sobre todo en América, todos consagrados menos un matrimonio laico que predica en la isla de Djerba, en Túnez, a la que cuenta Homero en la ‘Odisea’ que llegó Ulises huyendo del canto de las sirenas. Todo un símbolo.
Este domingo, la Iglesia católica recuerda su labor, una llamada a apoyar la causa misionera, un día dedicado a su entrega, el Domingo Mundial de las Misiones, el Domund, el día que recuerda el valor de hombres y mujeres como este misionero leonés.
Ha aprendido a combatir el miedo con humor. No se plantea su futuro, no hace previsiones, simplemente deja que se abra delante de él el camino, ese que inició siendo un crío al llegar desde Prioro al seminario de Mariannhill en Palencia. Sentado al sol, piensa en lo que harán sus otros compatriotas, los que viven al otro lado del Atlántico, está aquí y allí a la vez, sin juzgar ni lo de aquí ni lo de allí, en equilibrio, impactado «por la grandeza del ser humano», volcado en la misión que le depare la vida. David Fernández. El hombre en mil guerras ganado por la paz.