Leoneses que volvieron del más allá
Leoneses que vivieron una experiencia cercana a la muerte relatan sus vivencias en ese trance. ¿Volvieron todos ellos de donde no se vuelve?
Diez de la noche, 3 de diciembre. Se encontró en el techo de la cocina de su casa en León. Debajo, en la mesa, veía cómo su marido cortaba con desgana un trozo de carne mientras su madre le decía «se nos va». Entró en un túnel en el que veía gente intentado subirse a él. Estaban angustiados, gemían y sollozaban. Se detuvo y los ayudó a entrar. Estaba en paz. No tenía sufrimiento. Caminaba entre una especie de neblina escuchando una música celestial. Entonces apareció una puerta que se cerró delante de ella. Quería entrar pero no le dejaron. Recordó a sus dos hijos, de 4 y 5 años. Pensó en que si ella no estaba los criaría su madre, que había quedado en la cocina de su casa presagiando lo peor. Sintió que le gustaría ver crecer a sus hijos pero aquella música, aquella sensación de bienestar que no había experimentado nunca... «Tienes que regresar», escuchó. A las 8 de la mañana se encontró delante de su cuerpo, tendido en la cama, sanguinolento. «Me daba repulsión, pero entré en él», cuenta. Sintió un frío extremo. Nunca más lo ha vuelto a experimentar.
María Dolores González Infiesta tenía 26 años. Han pasado 61, pero recuerda con precisión todo lo que le sucedió. Con detalle. El color inmensamente rojo del escalope que intentaba cenar su marido, el temor en la voz de su madre, aquellas personas buscando su mano en el túnel, el ser que le dio portazo cuando ella quería entrar y le ordenó con suavidad y firmeza volver...
Mari González Infiesta no es la única. Su relato se asemeja al que cuentan pacientes que han estado próximos a la muerte en la UCI del Hospital de León. No hay una explicación científica para ello. «Se escapa al control de la ciencia, pero sucede, te lo cuentan», dice Jesús Miguel Martín Ortega, cura en seis parroquias de la ciudad, 40 años ordenado sacerdote, delegado episcopal de Evangelización Misionera de la Diócesis de León, centenares de pacientes en el final de su vida a los que ha administrado los Santos Óleos, la Extrema Unción. «¿Es un proceso químico? ¿Es producto de las medicaciones que tenemos que administrar a nuestros pacientes?», se pregunta Ana Domínguez Berrot, jefa de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de León.
Sólo que Mari González Infiesta no estaba medicada ni ingresada en la UCI. Tenía un embarazo extrauterino sin diagnosticar que le provocaba fortísimas hemorragias —de ahí cómo vio ella su cuerpo, ensangrentado— y los médicos que la visitaban en su casa la habían desahuciado. Sí, como decía su madre en aquella cocina, se les iba.
A las 8 de la mañana del 4 de enero de 1963, festividad de Santa Bárbara, Mari había mejorado, para sorpresa de su familia y estupor de los médicos. Ya no estaba «tísica, la pobrecina», como decían sus vecinas. La trasladaron al hospital y la operaron. Cuando abrió los ojos al subir del quirófano se comió unas galletas que alguien había dejado en su habitación. No recuerda haber tenido jamás miedo a la muerte, pero si alguna vez lo tuvo lo perdió aquel día. Es la única persona con una experiencia cercana a la muerte de este artículo que ha permitido que se publique su nombre y apellidos.
La noche del Jueves al Viernes Santo de 2020, en plena pandemia, una sanitaria leonesa estaba grave en el Hospital de León, el Caule. Estaba ingresada en la primera planta, en la habitación 121. Desde su cama veía dos farolas que iluminaban sus noches. Se había acostumbrado a rezar arrugando el extremo de la sábana. Le hubiera gustado tener un rosario, quizá uno que tenía de Medjugorje. Aquella noche se despertó y a su lado, a la derecha de su cama, estaba una persona. Era gris, sin rostro, vestido con una especie de túnica. Ella lo miró y supo quién era. «Yo no me voy contigo», le dijo. «¿Dónde están los seres de luz? Yo me iré si vienen mis padres y mis abuelos a buscarme». Recuerda con nitidez la conversación. La pared de la habitación desapareció. En su lugar había una especie de embudo por el que desfilaban enfermos con el camisón abierto por detrás, el que ponen a los pacientes en los hospitales. Todos tenían el logotipo del complejo asistencial leonés. Pasaban por delante de ella, en diagonal, hacia ese cono. Entre ellos había un paciente suyo. Le llamó por su apellido, pero él ni la escuchó. «Se adentró en aquello, en la nada», cuenta.
Salió del hospital y después de guardar cuarentena y un periodo de recuperación fue a visitarla una amiga de la infancia. «¿Sabes que de la partida de cartas de mi padre todos menos él han muerto», le dijo. Entre ellos, su paciente, el hombre al que había visto dirigirse a ese embudo con el camisón del Hospital de León. «Me quedé sobrecogida», explica. «Fui a darle el pésame a su familia», recuerda. Le contaron que había ingresado tres días después que ella y que apenas resistió. Murió aquella noche en la que desapareció la pared que había frente a su cama. «Si lo ves, no lo reconoces. Él, que iba tan arreglado, estaba con una barba blanca de días, despeinado...», le contaron. Ella en cambio le había visto pasar con sus gafas doradas y su pelo siempre tan cuidado. Como cuando iba a hacerse las pruebas al centro médico. «Nunca les conté lo que me había pasado», confiesa. Por eso, porque no habló con ellos de su experiencia, pide por encima de todo que no se identifique a su paciente.
Un día le contó su experiencia cercana a la muerte a su párroco. «No era tu momento», le dijo él con total naturalidad. No tiene miedo a la muerte. «Es lo que me sucedió», explica con humildad. «Somos energía, existe una supraconciencia», dice. Es creyente, pero además ahora también comparte la teoría del doctor Manuel Sans Segarra, que ha dedicado los últimos años de su carrera a investigar la existencia de la supraconciencia y las experiencias cercanas a la muerte, autor del libro ‘La Supraconciencia existe: Vida después de la vida’ que va camino de convertirse en un ‘bestseller’.
Durante una guardia en el Servicio de Urgencias, la vida del doctor Sans dio un giro inesperado. Reanimó a un paciente que había sufrido una muerte clínica por un grave accidente de tráfico. Después de operarlo, el paciente compartió con él lo que había visto, una experiencia cercana a la muerte que había vivido y le dio datos de lo que sucedía en otras estancias de aquel hospital durante su período crítico de muerte clínica. Ese encuentro cambió su perspectiva sobre la vida y la muerte, cuenta el doctor Sans. Le hizo cuestionar sus creencias y le llevó a explorar áreas de la medicina y la conciencia que antes no había considerado.
Se levantó de la cama y apenas pudo llegar a la calle. A la vuelta de la esquina había una farmacia. Se encaminó hacia allí mientras el mundo se volvía blanco, en neblina, y el ruido de los coches se convertían en el sonido que se escucha a través de una caracola, una espiral por la que iba cayendo. Había algo que le conectaba a la tierra, una especie de cordón que le impedía irse flotando. No recuerda cuánto tiempo estuvo así ni cómo llegó hasta la farmacia. Cuando regresó, le habían mojado la cara, le hablaban con mucha dulzura y habían llamado a una ambulancia. El cordón que le retenía era un terrible dolor abdominal. Nunca se lo ha contado a nadie. Hasta ahora.
Los relatos de los leoneses que han vivido una experiencia cercana a la muerte se asemejan. No hay una explicación científica para ello. «Se escapa al control de la ciencia, pero sucede, te lo cuentan», dice Martín Ortega, cura en seis parroquias de la ciudad que ha administrado cientos de veces los Santos Óleos. «¿Es un proceso químico? ¿Es producto de las medicaciones que tenemos que administrar a nuestros pacientes?», se pregunta Ana Domínguez Berrot, jefa de la UCI del Hospital de León
Navidad. En la sala de escáner una paciente crítica le apretaba la mano. Mientras la colocaba en la camilla, aquella mujer joven miraba por encima de ella, sonriente. Pero ella estaba en sus pensamientos. «Quería que me destinaran cerca de mi casa, me había tocado trabajar aquel día sin disfrutar de mis hijos y mi marido, me parecía que todo me salía mal. En fin, que para mis adentros me quejaba y pensaba por qué tenía que hacer esa penitencia, estaba renegada, de los hombres y de Dios». Entonces acarició la cara de aquella mujer joven, que estaba tumbada esperando un TAC de cuello, «tan grave pero tan sonriente, con esa mirada que transmitía paz», recuerda. «No lo dudes, Él te quiere», le dijo su paciente. «Me quedé en shock. ¿Por qué sabía ella lo que estaba pensando?».
Antes de salir del hospital, ya recuperada, la joven fue al servicio de rayos X. «Me contó que detrás de mí veía una luz, deslumbrante, blanca», cuenta. Esa luz le dio el mensaje para ella. Como al doctor Sans Segarra, esa experiencia le cambió la vida. Eso y haber trabajado antes en un área de un hospital público de la red de salud nacional en la que predominaba la filosofía sobre la salud holística, que considera las personas como un único en el que cada parte de su ser físico, mental, espiritual e intelectual es un todo que tiene que estar en armonía. «Un lugar en el que se ayudaba al tránsito», explica. Y dicho por ella, no suena a un eufemismo de muerte sino a una cuestión trascendente.
Una filosofía que comparte el delegado episcopal de Evangelización Misionera Jesús Miguel Martín Ortega, aunque con otras palabras y otra definición. Defiende una unidad de tres esferas compuesta por cuerpo, alma y espíritu, alejada, dice, de la visión platónica más extendida —«que nos han inoculado», casi denuncia—, que sostiene la separación entre el cuerpo y el alma que no es, explica, lo que defiende la Iglesia católica aunque se crea que sí. Él también ayuda al tránsito. Cuarenta años de cura, párroco de seis iglesias de León y su alfoz le han permitido ayudar a muchas personas que estaban próximas a la muerte. Aunque, advierte, «la Unción de los Enfermos no es el punto final».
«Es una ayuda directa de Dios, que envía un sacramento para cada uno de los momentos especiales de la vida humana», apunta.
Como todas las personas que viven en contacto con la muerte, ha escuchado el relato de quienes han tenido experiencias para las que no hay una explicación. A algunas les ha administrado la Extrema Unción. «Describen una nebulosa maravillosa, se sienten en paz, experimentan una sensación de felicidad que nunca antes habían sentido, algunos han visto su vida y todos o casi todos los que lo han experimentado sufren un cambio en su vida, para mejor», dice Martín Ortega. Y aunque elige no ser muy explícito —y avanza con total firmeza que «la muerte es parte de nuestra vida aunque miremos para otro lado» y, como creyente, él la vive con esperanza— recuerda un caso de manera especial. «Se recuperó y me dijo: ‘Le he visto, Dios estaba allí’». Sigue vivo, todavía se lo encuentra por la calle.
«¿Me desconcierta?, sí. ¿Es todo producto de una sublimación?, no sé explicarlo», reflexiona. «Lo cierto es que no renuncian a expresarlo, lo cuentan», apunta Martín Ortega.
De eso, de experiencias próximas a la muerte, se habla también en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de León. A veces son los pacientes que salen de una situación crítica los que narran a los médicos y sanitarios su experiencia. Y a veces son ellos los que les preguntan a los pacientes. «Es una conversación muy espontánea. Comparten contigo lo que han experimentado», cuenta Ana Domínguez Berrot, médico intensivista y responsable de Área del Servicio de Medicina Intensiva del Complejo Asistencial Universitario de León (Caule).
En la UCI reconocen que sienten curiosidad. Y los relatos de estas experiencias no son inusuales.
Domínguez Berrot explica que cada paciente tiene experiencias diferentes, que hay quien ve la luz y quien no, o el túnel, o trenes llenos de gente que van hacia alguna parte, que ven seres, escuchan música... pero, cuenta, hay algo común en sus relatos: «Todos ven a familiares muertos que vienen a buscarlos y todos experimentan una gran sensación de paz». No hay, asegura, nadie que les haya transmitido una experiencia de miedo o terror.
«¿Es un proceso químico? ¿Es producto de las medicaciones que tenemos que administrar a nuestros pacientes? Ahora mismo no tenemos respuesta», dice Berrot.
Suenan alarmas y pitidos en la UCI del Hospital de León. Es de todo menos un lugar silencioso. «Tiene que ser así», explica. Y, sin embargo, se esfuerzan porque sea un lugar de estabilidad. «Es cierto que tenemos la muerte cerca, que es pareja a la especialidad médica, pero lejos de lo que cree la gente, este no es un lugar de última opción sino un lugar donde ingresan pacientes que tienen oportunidad de recuperarse», avisa. Y hace especial hincapié en ello. «No es un lugar terrible», apostilla.
La UCI del Hospital de León está adscrita al protocolo HUCI, «con h de humanización», incide esta doctora. Y es un lugar de vida. Aporta datos. De los más de 800 pacientes ingresados el año pasado, menos de cien han fallecido. «Tenemos un porcentaje bajo, de un 10 o un 12% de fallecimientos».
Es una UCI abierta, añade, en la que se permite la estancia de familiares «e incluso se les invita a participar en algunos cuidados que necesita el paciente».
«Aquí abordamos el acercamiento a pacientes y familiares desde el máximo respeto», cuenta. Una actitud extensiva al momento del fallecimiento, para el que han recibido entrenamiento en estrategias que les pemite abordar ese proceso con las familias. Y respetar el tránsito. Otra vez el término, que tampoco aquí suena a ocultación de la palabra muerte.
«Lo que han experimentado pacientes que han estado en esa situación y revierten lo cuentan de manera espontánea, con una gran naturalidad», relata la jefa de servicio de Medicina Intensiva del Caule y coordinadora de trasplantes.
De experiencias próximas a la muerte se habla también en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de León. A veces son los pacientes que salen de una situación crítica los que narran a los médicos y sanitarios su experiencia, a veces son ellos quienes les preguntan a sus pacientes
En la UCI tienen un listado con enlaces de religiones y creencias para avisar a quienes prestan ayuda espiritual en esos momentos finales. Ese enlace en la Iglesia católica es Miguel Lescún. Diácono, miembro del Movimiento Familiar Cristiano de León, esta casado, tiene familia, ha sido capellán del Cementerio y es coordinador del Equipo de Capellanes de los Centros Hospitalarios Públicos de León.
«La muerte supone un gran impacto emocional, familiar e incluso económico», dice Lescún. «Por eso prestamos ayuda emocional y espiritual, preparamos a la familia y al paciente para asumirla». Cree en el poder de los Santos Óleos, que consagra el obispo en la misa crismal del Jueves Santo, en la que se bendicen los aceites que se usarán para los enfermos y los que van a ser bautizados. Trabaja directamente en el Hospital Monte San Isidro y, como le sucede a Berrot en la UCI del Hospital de León, desmonta la leyenda negra que envuelve a este centro sanitario. «No se viene aquí a morir, se viene a ser tratado y cuidado», apunta.
No conoce, en toda su trayectoria, a nadie que no sea creyente. «En Dios, en la energía, en lo que sea, pero no me he encontrado con nadie en esos momentos finales que no crea que hay algo más de esto que somos», desvela.
Los relatos que ha escuchado Lescún coinciden con los que cuentan los pacientes de la UCI de León. «Sienten paz, tranquilidad, sosiego. Ven una luz y se dirigen hacia ella. Experimentan algo especial, te explican que se sienten cómodos y quieren quedarse. Algunos han visto una imagen detrás de esa luz y todos ellos han visto salir a su camino a familiares fallecidos», cuenta Miguel Lescún.
«Algo les está sucediendo», reflexiona a media voz. «Seguramente son experiencias reales», añade. Sea lo que sea, dice, es importante «un acompañamiento espiritual junto a todos los cuidados médicos, técnicos y psicológicos que se prestan a los pacientes que van a iniciar el tránsito», explica. Otra vez el término. Tan común como los relatos que cuentan los leoneses que han experimentado situaciones cercanas a la muerte.
Esos cuidados a los que se refiere Lescún los administra Inés Chacartegui y el equipo del servicio de paliativos de León. Chacartegui, que es psicóloga general sanitaria, que acompaña emocionalmente a las familias y los pacientes en el proceso del final de la vida y para quien lo mejor de su trabajo es el agradecimiento de las familias, también ha escuchado esas experiencias a alguno de los pacientes. Recuerda especialmente dos casos. Un paciente infartado, en parada, que experimentó «un descanso que nunca había sentido, sin miedo, sólo una sensación increíble de paz mientras el equipo lo reanimaba» y el de una persona que se encontró con su madre muerta. «Nos contó que había venido a recogerla, que vino a tranquilizarla», dice.
¿Volvieron todos ellos de donde no se vuelve?
Su hija es un bebé arcoíris, como se conoce a los niños que nacen después de que sus padres hayan sufrido un aborto espontáneo, muerte fetal, una muerte neonatal o infantil de un hijo anterior. Después del parto, se trasladó a la casa familiar. Dormía con la niña en la habitación matrimonial de sus padres, en aquella cama en la que se despidió de su madre antes de que muriera. La recién nacida lloraba día y noche, nada la calmaba. Casi de amanecida, sintió por primera vez aquella presencia, un calor inexplicable, como si una mano la estuviera acariciando. Su hija dejó de llorar. Lo hizo desde entonces cada vez que llegaba a la habitación esa sensación de paz y aquella caricia de quien estaba allí sin estar. Le puso a su hija un nombre de luz.
Este sábado, el obispo de León, Luis Ángel de las Heras, presidió en la Catedral la eucaristía y el responso por los fieles difuntos. La Iglesia católica honra el 2 de noviembre, un día después de la festividad de Todos los Santos, el recuerdo de quienes ya no siguen en la vida terrenal. Con los cementerios ya vacíos después de la jornada previa de tributo de flores. «Quizá el día que nos recuerda que nuestros difuntos no dejan, de alguna forma, de cuidarnos».