Ser periodista es ser Kapuscinski
El reportero polaco se ha convertido en un referente ético en el duro oficio de contar el mundo desde la verdad
El reporterismo es probablemente el genero periodístico por excelencia. O al menos eso pensamos muchos en esta profesión. El reportaje combina la información con descripciones que pueden adquirir un alto tono literario. Cuando el reportero trabaja con tesón, pisa los escenarios, conoce a los protagonistas y a sus antagonistas, y evita esa perversión, tan querida de tantos colegas, de emboscar la esencia de lo narrado con florituras formales y eufemismos, entonces tenemos la mejor expresión profesional del periodismo: el reportero. Y para muchos de nosotros, que no tuvimos ni el talento ni el valor suficientes, Ryszard Kapuscinski ha sido la referencia permanente del periodista que abandona su tierra y explora horizontes desconocidos. Es justamente lo que un buen número de profesionales, atados a nuestras mesas de redacción, hemos querido ser siempre. Y por eso, lo admiramos, lo leemos, lo seguimos y nos alegramos cuando se le reconoce su talla de gigante de la comunicación con el premio Príncipe de Asturias, que le fue entregado el pasdo viernes, en Oviedo. Nos ha tocado vivir un tiempo en el que los medios de comunicación son la caja de resonancia, y en ocasiones escenario, de casi todo cuanto acontece. Por ahí pululan personajes superficiales, mediocres, que tan pronto como cualquier canal de televisión les da un poco de tiempo adquieren notoriedad, dinero y hasta poder. Escribo esto apenado, que no frustrado. Todavía soy optimista. Creo que aún podemos recuperar mucho terreno perdido. Tampoco me siento derrotado y trato de ser ponderado y expresar mi decepción sin ningún tipo de acíbar destilado por lo que unos logran y otros no en esto de los mass media . Mi esperanza viene por mi naturaleza optimista y por la constatación de lo plural y rica que esa sociedad puede llegar a ser. En ella conviven mediocres con verdaderas cumbres. Una de esas cimas de la profesión periodística es Ryszard Kapuscinski, un polaco de 71 años, que viajó por todo el mundo, con una humildad infrecuente, y que logró publicar sus reportajes en las mejores cabeceras de la prensa internacional, sin que por ello haya perdido ni un ápice de su carácter sencillo y de su mansedumbre de corazón, que para nada quiere decir carencia de temperamento. Con reporteros como Kapuscinski, la profesión se reconcilia con los millones de lectores anónimos que esperan que en los periódicos, como en la política, obren y actúen las más nobles intenciones del ser humano. En su caso, defender a los más desfavorecidos. Para demostrar ese compromiso con los desheredados del mundo escogió África. Ese trozo de tierra hecho paradoja permanente -desierto y selva, sol y lluvia, inmensamente rica y terriblemente pobre- lo sedujo para siempre con fatal atracción, como a tantos otros europeos provenientes del frío. África le dio a Ricardo Kapuscinski, como le gusta que le llamen sus amigos españoles, buena parte de los materiales con los que ha construido algunas de sus mejores obras. El Emperador , Ébano , o lo que se considera su libro más apasionante, Un día más con vida , un diario íntimo del único periodista occidental que se queda en Angola en el otoño de 1975 para ver con sus propios ojos, como a él le gusta hacer, el éxodo blanco, tras el triunfo de la revolución de los claveles en Portugal. En él nos cuenta cómo se va quedando solo, y como la desolación y la muerte lo cercan, y así decide escribir su pieza más personal y literaria. África no existe A pesar de los muchos años que Kapuscinski pasa en África, él confiesa en el arranque de Ébano que ese continente no existe. No es que lo quiera negar. Es una afirmación para reivindicar ante el mundo desarrollado a los millones de seres que de manera silenciosa nacen y mueren en el continente negro. Para él, África es demasiado grande, y con su característica humildad afirma que es imposible describirla. A él le interesan las personas que viven en esa tierra. «Su vida -escribe- es un martirio, un tormento que, sin embargo, los africanos soportan con una tenacidad y un ánimo asombrosos». Conmueve especialmente leer en Ébano , su viaje a Etiopía en 1975, que «los miserables allí arriba vegetan como al margen de la humanidad, nacen sin que nadie lo note y desaparecen, seguramente muy pronto, como seres desconocidos, anónimos». Fíjense bien, Kapuscinski no escribió como Tom Wolfe sobre los yuppies de Park Avenue, ni sobre dictadores hiperbólicos, venales y rijosos, que tanto apasionaron a García Márquez, ni recreó la historia de grandes reinas, ni se deslizó por el erotismo fácil. Simplemente vio y contó como «desahuciados e incapaces de más esfuerzos, morían de hambre, una muerte que es la más silenciosa y sumisa de cuantas existen. Entornados e inexpresivos, sus ojos carecían de toda señal de vida. Ignoro si veían algo». Era en Lalibela, en Etiopía, en 1975, poco después de que el emperador Haile Selassie, el Rey de Reyes, el León de Judá, fuese depuesto por sus propios soldados. Una historia que también da forma a otro de sus libros africanos: El Emperador. El profesor Paco Sánchez, que comparte con muchos periodistas su admiración por Kapuscinski, asegura que el lector logra ver en sus libros lo que él vio y que su mirada no sirve para distanciarse, sino para acercarse. En ese relato del hambre que encontramos en Ébano , vuelve a ponerse en evidencia que los pobres no lloran, no tienen voz, son silenciosos, y él ha logrado escucharlos. La italiana María Nadoti explica que esa propensión del autor a mezclarse entre los humildes y ser uno más entre los negros de los barrios pobres de Lagos procede de su condición de polaco, un europeo de serie B , pero, sobre todo, de «la convicción de que para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros ni escudos protectores, sobre aquello de lo que se habla». Toda una lección de periodismo. Ve tú hasta el escenario de los hechos. Pisa el suelo. Escucha a los protagonistas. No aceptes versiones. Y eso es lo que destilan sus libros: buen periodismo, no exento de cierto lirismo, aunque tratando siempre de que el autor pase desapercibido. En su pequeño ensayo Los cínicos no sirven para este oficio (sobre el buen periodismo) , insiste en que el redactor debe perder todo protagonismo y abandonar cualquier actitud de arrogancia. Y eso es lo que justamente él demuestra en El Emperador. A lo largo de casi doscientas páginas deja que sean todos aquellos hombres de palacio los que hablen del Muy Altísimo Señor, del descendiente directo de Salomón, y con sus relatos, pese a que los etíopes «saben callar como los chinos», va reconstruyendo una corte entregada en cuerpo y alma al chismorreo, la traición, el enriquecimiento y la lucha por acceder a la oreja imperial de un Haile Selassie convencido de que vivía en el mejor de los mundos, pese a que en el verano del 73 un reportero de la BBC, Jonathan Dimbleby, mostraba al mundo entero el efecto devastador de la hambruna. Los cínicos no sirven Me interesan muchas cosas del Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades de este año. Su biografía, su capacidad de superarse, su literatura, su periodismo, y en especial sus reflexiones sobre una profesión que continúa actuando de imán en miles de jóvenes en cualquier lugar del mundo. Creo que su libro Los cínicos no sirven para este oficio debería ser texto obligado en los institutos para todos aquellos jóvenes que quieren dedicarse a esta apasionante profesión. Kapuscinski advierte que el periodismo es una profesión exigente y que hay que aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. También alerta de que esta es una profesión en la que es necesaria una constante profundización de nuestros conocimientos. El buen redactor no deja de estudiar hasta que se muere. Finalmente, advierte que el periodismo no es un medio para hacerse rico. Para eso hay otras profesiones mucho mejores. La más lúcida de todas sus reflexiones es aquella en la que dice que «para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, una buena mujer, buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento en parte de sus destino. Es una cualidad que en psicología se denomina empatía. Mediante la empatía se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás». Si decide usted empezar a leer hoy algunos de los magníficos libros que Kapuscinski nos ha legado para nuestro disfrute, recuerde el párrafo anterior. Entenderá entonces cómo este polaco, nacido en Pinsk, hoy Bielorrusia, logró convertir sus reportajes sobre la caída de la URSS, el derrocamiento del Sha de Persia, sus andanzas por El Salvador, o su pasión por África en un abanico de textos comprometidos, que en cierta manera son una isla entre tanta zafiedad, y la demostración de que en medio de la vulgaridad como la que ahoga ahora al periodismo presentista, se puede ejercer esta profesión con el noble intento de combatir la manipulación y seguir adorando la verdad, aunque esta se encuentra emboscada en el éxtasis del sensacionalismo, los intereses económicos y las ambiciones non sanctas de muchos profesionales de la información. A Ryszard Kapuscinski, de quien dijo Le Carré que era «el enviado de Dios», o a quien Paul Auster señaló como «el escritor, novelista, poeta y ensayista vivo más interesante», a quien el propio García Márquez calificó de «maestro», a ese hombre, el éxito no le llegó por casualidad, ni pronto. Esa ansiedad tan propia de héroes de minuto, que proliferan ahora en nuestras culturas de rebotica y plástico, estuvo siempre ausente en su trayectoria. «Saber esperar, interesarse por el otro, aceptar los cambios», son algunos de sus consejos. El que estuvo a punto de morir por la malaria y que le imploró al doctor Doyle en Dar es Salam que no lo enviase a Polonia, ya que probablemente no podría volver, ese hombre al que estuvieron a punto de ejecutar en el Congo, al confundirlo con un espía, ese reportero abrumado por la soledad en Angola, es hoy una de las cumbres del periodismo. Pero nunca quiso ser otra cosa que un hombre libre viajando por el mundo.