Diario de León
PRIETO

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David Corujo Corujo vive atado a una bombona de oxígeno dieciséis horas al día. Treinta largos años en las tripas de la mina le machacaron los pulmones, y hoy, a los 78 años, cualquier gripe le lleva al hospital. Una vida limitada que asume sin resquemor, dando gracias a los médicos que le «resucitan» cada vez que tiene una recaída. «Tienen que luchar por el instituto de la silicosis, que todavía queda mucha gente que salvar», recomienda con buen ánimo. «Antes no sabíamos ni lo que era esta enfermedad, la gente de la mina la tenía, y al primer catarro se moría, así que ni tratamientos ni nada». Hace más de treinta años que vive con la fatiga y la tos. Una historia que comenzó cuando era un adolescente de 17 años, a principios de los cuarenta, en las minas de la comarca asturiana de Lieres. Pasarían tres décadas antes de que abandonara el tajo, ya con la enfermedad diagnosticada. «Empecé de guaje, como rampero y ayudante de picadores, hasta que aprendí a postear y todos los conocimientos que se requieren en la mina, que son muchos. Dos años después de entrar ya era picador». La vida en la mina era muy distinta a la actual. «A mí me tocó la fase de los antiguos, entonces no había cascos ni nada. Entrabas en el pozo con una gorrina y las alpargatas, y una lámpara de gasolina que no sabías ni manejar». La suerte estuvo de su lado. «Los milagros que se produjeron son increíbles. Una vez iba solo por la mina, con la lámpara. Cada poco se apagaba. Yo seguía, medio a oscuras, la encendía, se apagaba. Cuando encontré al grupo y lo conté me dijeron que era por el grisú, ¡yo qué sabía! Me dijeron: estás aquí de milagro. Pues de milagro». Fueron muchos días respirando el carbón. «El horario en teoría era de siete horas, pero siempre había algo. Después de la Guerra Civil, durante unos años, cuando acababa la jornada teníamos que trabajar dos horas gratis para contribuir a que España saliera adelante y funcionara. Y, cuando empecé de ayudante, una vez que acababa mi trabajo tenía que quedarme a limpiar. También se iba a la mina los domingos entonces. Cuántos domingos pasé en el pozo...» Las compensaciones no eran muchas. «De aquella se ganaba muy poco, los buenos sueldos empezaron cuando llegó Hunosa. Y de las condiciones tampoco podías decir nada. Los dueños eran belgas, pero los capataces eran españoles, y se hacía lo que ellos decían, más arriba no sabían nada». La mina le sorprendió en más de una ocasión, pero al final le respetó. «Quedé atrapado varias veces. En un desprendimiento me salvó una tubería de aire comprimido que quedó detrás de mi cabeza, gracias a ella podía respirar. Cuando me sacaron estaba medio muerto. Intenté estar consciente, pero al final no pude con ello». Un reconocimiento médico cuando aún era picador le detectó la silicosis, «pero para jubilarme tenía que tener el segundo grado. El último año estuve ya apartado de la zona de posteo, lejos del polvo». Entonces no existían los sistemas de prevención actuales: «Ahora se barrena con agua, ya no sale tanto polvo». Desprendimientos, esfuerzos y enfermedades que no le impiden hablar de la mina como de una vieja amiga, bien conocida. «La mina, cuando se va a hundir, avisa, suelta unos hilines y hay que estar bien atento para oirlos. Pero aquella vez me vendió. Estaba bajando carbón y había mucho ruido, no pude oir que me avisaba...»

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