De castros, miches y ahorcaos
Junto con la lucha, el deporte tradicional que más afición y pasiones despierta en León es el juego de los bolos, que en esta tierra se practica desde tiempo innmemorial y con la particularidad única de su bola «cacha» o media bola
Es el final del invierno ; tiempo de días más largos y de tardes más agradables. Un pueblo del valle del Curueño sestea aún entre el murmullo de los chopos, del río y de una brisa levemente luminosa que se desliza por entre el ramaje de las sebes, los desvanes y las cuadras. Al fondo, la línea quebrada del Cordal. A los lados, manchones de roble entre dos montes panzudos y en el fondo, un alfombrado verde de prado, portillera y regato. Después del Rosario, comienzan a aparecer varios paisanines aquí y allá, asomándose al mundo desde las cancillas y los portalones. Husmean el aire insospechadamente cálido y una vez convencidos del buen tiempo reinante, se deciden por fin a pisar la calle, primero cautos, lentamente, después con mayor decisión. Forman unos cuantos grupos menudos, intercambian breves palabras y por fin se dirigen todos juntos a un lugar concreto; una explanada de tierra pisada, orientada a la solana y situada bajo la protección de unas bajas murias de piedra. Uno viene cargado con un saco de arpillera mientras otros, premurosos, ya adecentan el lugar. Echan las suertes y pinan unos bolos alargados, labrados toscamente, que en sus múltiples muescas y hendeduras revelan la sufrida vida de golpes y caídas que se han visto obligados a llevar. Entonces uno escudriña el saco y de su fondo obtiene una bola, la bola cacha , la media bola hecha de una cepa de urz, o quizá de encina. Cuando ya está formada la partida, entonces se oyen las voces de un último jugador, quien les conmina con grandes voces a no empezar sin él. Y dada la importancia del personaje, no tienen más remedio que aguardan. El señor cura, con la sotana vieja, la de los bolos, se incorpora al juego. Ahora sí, ahora ya pueden empezar. Esta escena se repetía semana a semana -y mucho más durante las fiestas, cuando el personal era más abundante y la pasión encendía los ánimos- en la práctica totalidad de las comarcas leonesas, especialmente las del Norte, y aún hoy, aunque el drama de la despoblación ha vaciado nuestros pueblos y empujado a sus gentes a las grandes urbes, no es raro encontrarse con la estampa de una bolera concurrida en la plaza, bajo el nogalón, detrás de la iglesia o entre dos bien situadas tapias. Quien juega a los bolos leoneses, quizá por la extrema habilidad que es necesaria y por el autocontrol, pulso y puntería del que hay que hacer gala, mantiene la afición toda su vida, y ésta es una de las razones que pueden explicar el curiosísimo fenómeno que hoy en día se produce en la propia capital leonesa; los muchos clubes y la alta afición existente, pero por otro lado la alta edad media de los participantes. La razón de ello podemos encontrarla en el éxodo rural que durante las últimas décadas del siglo pasado vació los valles altos del Luna, Porma y Esla con motivo de la construcción de embalses y reunió a su población en la ciudad. Lugares todos éstos precisamente destacados por su gran afición bolística. Este deporte no es una rareza pintoresca, ni un pasatiempo de abuelos. Es un rasgo cultural único y propio de la cultura leonesa que sería necesario respetar, divulgar y potenciar aún más, como también son dignos de admiración el resto de modalidades que se practican en la provincia, ya con bola redonda; los bolos bercianos y los maragatos. Cada vez es más necesario proteger este tipo de particularidades, no ya por una necesidad meramente cultural, también económica. No debemos olvidar que León, en un futuro para nada lejano, va a tener que contemplar su riqueza etnográfica como un auténtico recurso; y este deporte exigente en habilidad y autodominio, necesitado de apoyos valientes, que en su modalidad es único en el mundo, está llamado a jugar un papel importante dentro de esta nueva visión.