Diario de León

El Cainejo y Pidal: más fuerte que una cuerda El primer conservacionista Los hombres que quisieron llegar donde nadie había llegado jamás Un hombre de la peña

Dicen que en Caín la gente no muere, se despeña. Otros ganan la partida a la montaña una y otra vez. Fue el caso de Gregorio Pérez Demaría, el Cainejo.

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MARÍA JESÚS MUÑIZ | textos SANTIAGO MORÁN/ RAMÓN LOZANO | fotos Del Cainejo decía Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, que se agarraba a la peña con los veinte dedos de sus extremidades. Ambos escribieron hace ahora un siglo la primera gran página del alpinismo español: la conquista del Naranjo de Bulnes. El Picu. El Naranjo de Bulnes, el Picu Urriellu, o simplemente el Picu para quienes están acostumbrados a tratar de tu a tu a la montaña, es el gran símbolo del alpinismo español. Enclavada en el paraíso de los Picos de Europa, el Picu no es la cima más alta, pero sí la más dura, la inexpugnable. Una de esas montañas hechas para ser escaladas, dicen los alpinistas, el desafío, el gran reto. Una aureola mítica, construida también sobre la leyenda de quienes se dejaron la vida intentando alcanzar su cima, cubre a esta peña que parece esculpida a cincel, oradada para no permitir que nadie la venza. «Bravío monolito que hace palidecer las bellas cimas de su entorno», escribió Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, defensor a ultranza de los Picos de Europa, singular personaje que amó profundamente estas montañas hasta el punto de que hoy sus restos reposan en ellas. A principios del siglo XX la fiebre del alpinismo recorría ya con fuerza Europa. Un grupo de estudiosos extranjeros cruzaba los picos entre Cantabria, Asturias y León alcanzando cimas y dibujando la orografía de un universo montañés apasionante. Muchas de estas expediciones fueron guiadas por quienes mejor conocían los montes, los pastores y cazadores de los pueblos enclavados en Picos. El Picu era una de las cimas más codiciadas, pero también parecía ser inaccesible. Guiado por una parte por su afición, y por otra por un espíritu patriótico que le empujaba a no dejar que fuera un extranjero quien coronara por primera vez la cima del Naranjo, Pidal acudió a su habitual compañero de aventuras, Gregorio Pérez Demaría, natural de Caín y apodado el Cainejo, para emprender una loca escalada que les convertiría en autores de un hito histórico, de la que se considera la primera gran página del alpinismo español. Fue el 4 de agosto de 1904 cuando Pidal y el Cainejo emprendieron la ascensión al Picu, el primero en alpargatas y el segundo descalzo, con la ayuda sólo de una cuerda. Lo hicieron por el único camino que entonces les pareció practicable, y que con el tiempo se ha revelado como uno de los más complicados. Comenta un escalador: «Cuanto más se escala con pies de gato, reuniones con parabolts, clavos, fisureros, friends,... más se asombra uno de la loca escalada de los pioneros del Naranjo». Al cumplirse el centenario de esta gesta, la Delegación Leonesa de Montañismo ha organizado una serie de actividades conmemorativas que comienzan este mismo mes y se prolongarán hasta agosto. Lástima que estas iniciativas no hayan contado con el respaldo de las administraciones públicas locales, un hecho que contrasta con la movilización vivida en la localidad asturiana de Bulnes, donde hasta la consejera de Turismo del Principado llevó a la pasada feria internacional de turismo (Fitur) estos actos para promocionar el atractivo de la montaña como motor económico de la zona. Con mayor o menor proyección, resulta innegable la trascendencia de aquella ascensión histórica. En mayor medida cuando ha quedado testimonio escrito de las experiencias vividas en aquellos momentos por parte de los dos protagonistas. Así vivieron el Cainejo y Pidal la ascensión al Naranjo. Y el descenso, porque ya se sabe que la aventura no culmina cuando se corona una cumbre, sino cuando se regresa sano y salvo a su base. Dos relatos El Cainejo escribió su versión de la escalada en 1905, y ahora ha sido reeditada, manteniendo además la integridad del texto, con sus lagunas ortográficas incluidas, bajo el título Echamos a andar. Es todo un compendio de la agilidad y la vitalidad de este hombre, que en aquellas fechas había cumplido ya los 50 años. Cuenta cómo el 2 de agosto estaba segando en Caín de arriba, cuando un asturiano le dio recado de que Pedro Pidal quería verle en Vega de Ario. «Bajé a la tarde a casa y después de cenar, como había buena luna, pues eché a andar, llegué a Vega muy de mañana...». Ese día los dos subieron a Peña Santa de Enol. «Sacó don Pedro los antiojos y recorrió desde allí hasta el mar, y desde las cordilleras del Puerto de Pajares hasta las montañas de Llanes, y más allá contra la provincia de Santander». Después subieron a Torre Santa: «Desde allí es el divisar tierra para la parte de Castilla, pues yo creo que se verá hasta más allá de las montañas de Sierra Morena!!! Don Pedro se asentó a mirar con los antiojos y yo como no había dormido la noche anterior me quedé dormido sobre una llastra muy llana...» Al día siguiente, emprendieron camino hacia el Naranjo. «...llegamos a un alto en cima de Camburero, y ya se nos presentó el pico cortao, liso y derecho por los tres costaos, sacó D. Pedro los antiojos y de allí examinamos por onde pudiéramos embestir...». Cuenta en este punto cómo unos pastores les preguntaron qué hacían por allí sin escopetas, y al explicarles sus intenciones les comentan: «Bien atrevidos los hubo en Bulnes, y los hay también, y nunca subió arriba naide; pero es que ni los rebecos tampoco». «Pero nosotros, dice el Cainejo, confiados en nuestras mañanas y nuestra buena cuerda, teníamos confianza». Pedro Pidal había ido a Londres a comprar expresamente una cuerda de pita, que era de lo mejor que por entonces se usaba en el alpinismo en Europa. Incluso había hecho algunas ascensiones para prepararse para afrontar el reto del Picu. Así cuenta el marqués el inicio de aquel histórico día: «Dormimos Gregorio y yo al par de unas cabras, salimos al amanecer en dirección al Naranjo... y conforme nos íbamos acercando lo fuimos estudiando con la perfecta claridad que lo permitían nuestros buenos Zeiss prismáticos. Esta vertiente norte, única sobre la que no cabían dudas de su inaccesibilidad, era muy sencilla: un descanso o saliente de la peña en el primer tercio inferior de la misma, y dos grietas verticales hasta la cúspide». Una era impracticable, la otra se acercaron para comprobarlo. «Atravesamos entonces la base norte del Naranjo, para alcanzar el principio de las grietas por el Este,y en una hora llegamos a un punto en que tuvimos que dejar los morrales, los anteojos y los palos, todo menos la cuerda, para marchar con el mayor desembarazo posible. Gregorio se descalzó y yo ajusté de nuevo mis sólidads alpargatas». Así lo cuenta el Cainejo: «Me descalcé a pie puro, lo dejé allí con la morrala debajo de una piedra, embisto la peña, fui pasando y subiendo llastralezas y pasos medianos...» Gregorio buscó por dónde iniciar la ascensión, y llamó a Pidal, que «marchó hacia donde yo estaba con tanta arrogancia como si fuera a subir por un valle arriba; le mandé que se asentara y esperase allí hasta que yo bajara onde estaba él para ayudarle, que era muy malo todo aquello; así lo hizo; bajé onde estaba él y nos amarremos bien uno por cada punta de soga; como yo estaba descalzo mis pies pegaban bien a la peña, pero también u mejor pegaban las alpargatas de D. Pedro». Así relata Pidal sus sensaciones al llegar a la llambria (parte de las peñas que forma un plano muy inclinado y difícil de pasar) y a la llambrialina (la llaman los montañeses cuando es muy estrecha, muy inclinada, muy lisa y sin agarradero alguno). «Ni la cornisa inclinada ni el precipicio me proporcionaron nunca este recelo particular que me ocasionaba el pulimento absoluto de la roca, que no parecía sino que la habían dado con papel de esmeril y lustre encima». «El Cainejo tomo la delantera, lo más difícil, y yo seguí de cerca, poniendo los pies y las manos donde él había puesto los suyos, y así fuimos trepando un buen pedazo. A veces mi compañero no alcanzaba el saliente a que agarrarse, y entonces mi cabeza primero y mi puño cerrado después eran a modo de escabeles de un encumbramiento que no tenía nada de retórico. Una vez en firme, sus buenos puños, tirando de la cuerda, contrarrestaban el efecto de la gravedad de mi persona». Sigue Pidal: «No mirábamos abajo por no impresionarnos, por no distraernos del único objetivo y porque los cinco sentidos nos eran sumamente precisos. Pero cuando,a hurtadillas, lancé una vez la vista por debajo de mi... no vi nada; estábamos en plena niebla en la nube. Feliz casualidd, que nos borraba el peligro, si no de la realida, al menos de su visión, un tanto incómoda». Así lo cuenta Gregorio: «Y entonces, aunque la divina provindencia lo hubiera ordenado, empiezan a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fue lo que nos favoreció, después de Dios y la cuerda, para subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía mirar pa abajo». Ya bien arriba, se encontraron con un obstáculo que por un momento pareció que les impediría culminar la aventura. Lo relata Pidal: «...fuimos subiendo por aquel canalizo estrecho e interminable, hasta que oí decir al Cainejo: 'De aquí no pasamos, don Pedro'. ... era un saliente de roca, a modo de panza de burro, que obstruía la grieta, el paso pr donde nos escurríamos avanzando sobre el precipicio... No debía faltar mucho para llegar a la cumbre, la nube había empezado a clarearse por encima de nosotros y era algo así como un anuncio de un paraíso perdido para los que iban ya teniendo conciencia de no poder alcanzarlo. ¡Qué habrá allá arriba, en aquella cima inmaculada, adonde nunca llegaron los hombres! Así estábamos los dos, mudos, esperando sin duda alguna inspiración divina, cuando para cambiar de postura tropezó mi mano izquierda con una grieta oculta que parecía estar hecha para ella...» En palabras de Gregorio: «... tropezamos un muy alto salto que formaba panza en el medio y derechaba tan plomo arriba como un árbol entornao y sin agarraderas ni sitio donde poner los pies... Se agarró bien una mano de él, afianzó bien los pies y me dijo: apoya los pies sobre mis hombros. Así lo hice, y después sobre la cabeza, y después me empujó los pies con una mano y entonces me enganché mis manos a un buen agarradero y me ehcé fuera...» Luego subió Pidal: «Empezó a esgatuñar y yo a tirar de la cuerda, en siguida llegó a mism pies y anduvimos otro cacho bueno para arriba que era menos malo, a la que tropezamos con otro paso como el anterior, lo miramos bien y resolvimos valernos de las mañas que nos valimos para subir el otro; pero nos costó un poco más de trabajo por tener yo ya los pulsos algo cansados; pero por fin también subimos aquel paso. Ya decíamos nosotros: no llegamos nunca al alto, porque las piedras que desprendíamos nosotros y la cuerda por estar mal seguras las oíamos bajar rugiendo; pero no oiamos dar abajo y por lo tanto nos creíamos ir ya muy altos...» Así describe Pedro Pidal la llegada a la cumbre: «El instinto de triunfo, de la conquista, se apoderó de nosotros; subíamos con ansia, no reparábamos en peligros, y no nos decíamos una palabra; todo sonreía a nuestra ambición desmedida; y cuando el embudo se abrió y la vertical empezó a dejar de serlo yo me desaté de la cuerda, que abandoné al Cainejo, pasé a éte y saltando, loco, ebrio de placer y de entusiasmo, entoné al llegar a la cumbre el más formidable ¡hurra! Que di en los días de mi vida. Era la una y cuarto de la tarde». El corazón de Picos «El paisaje que divisábamos, sigue, no era otro que el corazón de los Picos de Europa, visto en medio de ellos: glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfilaeros, vertientes, pedrizas, pozos, rebecos empingorotados en alguna punta, o manadas de ellos paciendo a nuestros pies en el valle desierto, en la hoya profunda, en el hoyo inmenso, tranquilo, solitario; algunos picos perdiéndose en las nubes, rebasándolas otros, y en todas partes el abismo, el precipicio, encarcelándose en aquella roca encantada que había sido virgen por los siglos». En palabras del Cainejo: «Soltamos la cuerda y la dejamos atrás, y llegamos a la cumbre, nos asentamos sobre unas piedras un poquito, que subiamos cansaos. Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla estaba baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciendo, ¡qué gusto encontrarse a aquella altura y donde nadie había pisado! Tomamos unos caramelos por la mucha sed que teníamos y nos pusimos a trabajar para dejar a la vista pruebas de la verdad; nos pusimos a hacer en la parte más dominante una pilastra cada uno...» A la hora de bajar, comenta Pidal: «En cuanto a Gregorio, ¡cómo bajaba sin que alguien por arriba le fuese teniendo y soltando la cuerda! He aquí cómo nos las arreglábamos: una vez que yo estaba en firme comenzaba a subir de nuevo lo que podía, y estirando el brazo esperaba con mi puño cerrado, pegado a la peña, uno de los pies del Cainejo, quien de allí pasaba a la cabeza y al hombro. Cuando yo no podía subir más, entonces bajaba como podía, haciendo maravillas de equilibrio y agarre con los veinte dedos de sus extremdidades». En un punto, Gregorio no encuentra a qué asirse para bajar y comenta: «Pero Dios mío, ¿cómo subiría yo por aquí?» Para salvar el escollo tuvieron que atar parte de la cuerda a un saliente de la roca y cortarla, dejándola allí (años más tarde la recuperaría en su descenso Víctor Martínez, que se la entregó al marqués durante un acto en Covadonga en el que Pidal rompió todo protocolo para abrazar emocionado al montañero). Una vez que pudieron abandonar la grieta, con la noche cayendo y la niebla envolviéndoles, se perdieron al intentar encontrar el camino de descenso. Pidal recuerda que confiaba enormemente en la memoria de Gregorio, «cien veces superior a la mía en cuanto a recordar sinuosidades de la peña por donde habíamos pasado». «Eran las siete y media, empezaba a oscurecer, y yo a pasar un mal rato, cuando resonó la voz de Gregorio: ¡Don Pedro, ya pareció la llambrialina!». Se había orientado por el estiércol de un vencejo de montaña que vio a la subida. ¡Qué hombre!». Así lo relata el Cainejo: «Determiné bajar por otro lao, don Pedro no quería; más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer y tenía razón. Seguí por allí y desorientamos. Dejé a D. Pedro asentado, y empiezo a registrar por aquí y por allí, encontré una cagada de un pájaro que la vi por la mañana cuando fui y volví, bajé un poco más abajo y me encuentro con la llambrialina». «Y aquí puede decirse que terminaron nuestras penas, dice Pidal. La llambrialina, después de lo pasado y atados, la atravesamos como si tal cosa. No lejos estaban los morrales. Cuando llegamos a ellos, un chorizo cogido a escape y comido andando nos llevó a la fuente de la mañana, que medio agotamos. La noche cerrada nos cogió a la entrada de la canal de Camburero. Nos perdimos de nuevo, dimos voces a los pastores y tan sólo contestaron las piedras que desprendían los robezos, a quienes habíamos despertado. Comprendimos que estábamos aún muy altos, bajamos más y más por entre infames peñascales. Una voz honda y lejana respondió por fin a las nuestras. Los pastores nos habían oído. A las once de la noche entramos en sus cabañas. Era el 5 de agosto de 1904». El Cainejo recuerda cómo cuando llegaron donde habían dejado los morrales «besemos la cuerda por ser la que nos ayudóa subir y bajar»; y cómo se perdieron y tropezaron hasta dar con los pastores. «Dormimos como dos horas, porque luego amaneció; tomamos más leche y nos guiaron por el sendero que va a Sotres, donde nos dirigimos, y de Sotres a Andara. Don Pedro se dirigió a Hermida, donde le esperaba el coche; nos despedimos amorosamente y yo me volví por Bulnes a mi casa». Pedro Pidal Bernaldo de Quirós (1869-1941), marqués de Villaviciosa de Asturias, es un curioso personaje que nació en el seno de una de las familias aristrocráticas más poderosas del Principado, hasta el punto de que Clarín llamaba a su padre «el zar de Asturias». Muy aficionado a la caza y a la montaña, era amigo del rey Alfonso XIII, con el que habitualmente perseguía rebecos en los Picos de Europa. Diputado y senador vitalicio, en su actividad política se mostró especialmente preocupado por la enseñanza y por la preservación de los espacios naturales. Fue el impulsor de la ley de parques naturales, que en 1918 creó el parque nacional de Covadonga, y poco después el de Ordesa. Para muchos es el primer conservacionista que militó activamente en defensa de la naturaleza. Caballero de la Legión de Honor, su biografía está salpicada de hechos curiosos, como el de ser el primer atleta español en participar en unos juegos olímpicos. Fue en 1900, España no participaba de forma oficial y Pidal acudió a título personal, ganando la medalla de plata en la modalidad de tiro de pichón. La falta de medios hizo que los ganadores en aquella edición fueran premiados con objetos, y a él le correspondió una pipa. Amante de la montaña, sobre todo de los Picos de Europa, le obsesionaba especialmente el Naranjo, y no quería que un extranjero se arrogase el honor de ser el primero en coronar su cima. Ya anciano, cada verano era trasladado hasta las cercanías de la montaña. Cuentan que alzaba los brazos y gritaba: «Hola, viejo amigo, ¿cómo has pasado el invierno?». Su último deseo fue ser enterrado en «el reino encantado de los rebecos y las águilas, en el mirador de Ordiales». Poco después de su muerte un grupo de montañeros asturianos se turnó para llevarle hasta allí, y su tumba es poco menos que un centro de peregrinaje. Esculpidas sobre la piedra, le guardan estas palabras, escritas por él mismo: «Enamorado del parque nacional de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente, pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios como supremo artífice en sus obras, allí donde la Naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo». as cumbres de los Picos de Europa. Dicen que el nombre les viene de la primera visión que tenían marineros y balleneros que navegaban por el Cantábrico cuando se acarcaban a tierra, o cuando los aventureros del nuevo mundo divisaban por fin la tierra del viejo continente. Una referencia geográfica inigualable desde tierra y desde el mar. El ingeniero y geólogo Casiano de Prado fue el primer explorador de estas montañas, alrededor de 1845, y uno de los primeros que ascendió a sus cumbres: primero a Peña Corada. Otro de los hombres ilustres que vivió apasionado por estas montañas fue el conde de Saint Saud, quien en 1890 realiza la ascensión a Peña Vieja, acompañado de Jerónimo Prieto, natural de Espinama. Saint Saud exploró los Picos y trabajó a fondo sobre sus recovecos y particularidades. En 1891 volvió con otro de los hombres que inscribieron su nombre en la historia de estas montañas, Paul Labrouche, con quien desarrolló una concienzuda campaña en julio y agosto de 1892. Torre de Cerredo, Torre del Llambrión, Jou Santo,... Descalzos, sin víveres, sólo con una cuerda, llegan donde el hombre no había llegado jamás: Torre Santa, el santuario de los Picos de Europa. Los avances de Saint Saud hacen saltar la chispa de la competencia en Pedro Pial, que deja a un lado por un tiempo su afición por la caza, estudia la montaña, compra en Londres la mejor cuerda de alpinistas y se entrena en los Alpes. De regreso a España avisa al Cainejo y cumplen con éxito la ascensión al Naranjo de Bulnes, el hito del que ahora se celebra el centenario. En 1906 es Gustavo Schulze quien llega a Picos de Europa. Gran científico y eminente alpinista, ese año conquista el Tiro Tirso en solitario. No sólo eso: el 1 de octubre consigue ascender al Naranjo también en solitario. Desde aquellos años son decenas los montañeros que han acudido a la llamada de los Picos de Europa. Muchos de ellos perdieron su vida en las rocas. En el macizo occidental o del Cornión, que limita con el Sella y el Cares, y se extiende por los concejos asturianos de Amieva, Cabrales, Cangas de Onís y Onís; y las comarcas leonesas de Sajambre y Valdeón. Peña Santa de Castilla es un sumbre más alta, y en él se encuentran los lagos de Covadonga y la garganta del Cares. El macizo central o de los Urrieles, separado por la garganta del Cares y que llega hasta el río Duje, abarca el concejo de Cabrales, la comarca cántabra de La Liébana y la leonesa de Valdeón. La torre más alta es Cerredo, pero la mítica es el pico Urriellu. Por último, el macizo oriental o de Ándara, que llega hasta el río Deva y se extiende por Cabrales y Peñamellera en Asturias; y por Camaleón, Castro, Potes y Treviso en Cantabria. Gregorio Pérez Demaría (1853-1913) nació en Caín y fue un afamado cazador de rebecos, además de solicitado guía para las ascensiones a las cumbres de los Picos de Europa. Pedro Pidal decía de él: «Es un hombre fornido de poderosas manos que vive en la peña mientras las nieves no le arrojan al valle». Destacaban en él un especial instinto para orientarse en la roca, una envidiable agilidad y unos pies que «descalzos, se agarraban como ventosas a la peña». El Cainejo ya había cumplido los cincuenta años cuando protagonizó la gesta de subir al Naranjo, y falleció nueve años después. Mientras tanto siguió sirviendo de guía a las expediciones que investigaban los Picos de Europa. Con el conde de Saint Saud subió a Torre Blanca o Torre de los Cabrones, de allí pasaron a una cima próxima que el conde bautizó como Punta Gregoriana en su honor. Alfonso XIII le nombró guarda mayor del coto de los Picos de Europa, y son numerosos los monumentos y monolitos que en la montaña recuerdan su gesta. Gregorio pagó de cerca el tributo de la montaña, dos de sus hijos y un yerno, además de algunos de sus nietos, murieron despeñados en las montañas que él recorrió incansable. Su hijo pequeño murió en un barco cuando emigraba a América. Entre sus hitos como alpinista destaca el ascenso, por primera vez en solitario, a Torre Santa por la Canal Estrecha en 1892; la segunda ascensión a Torre Cerredo con Pedro e Ignacio Pidal en 1903 y las de Peña Santa de Enol y Torre Santa que con Pedro Pidal precedieron a la ascensión al Naranjo en 1904. Un año después, en julio, fue guía de Fontan de Negrin y otros cuatro franceses en su intento de subir al Naranjo, que terminó en fracaso; y en agosto intenta con Pidal ascender de nuevo al Picu para colocar la bandera nacional en su cumbre. En 1906 acompaña al conde de Saint Saud y a Labrouche por el macizo occidental de Picos. En 1926 su hijo Agustín corona también el Naranjo, en la que fue la undécima ascensión. Y en 1935 una nieta del Cainejo, María Pérez Pérez, se convierte a los 18 años en la primera mujer que logra la ascensión. Un mes después otra nieta, Teófila, se convierte con 15 años en la escaladora más joven del Picu.

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