«Aunque yo no esté, la guerra santa continuará»
Cuando para entrar en Al Qaida se juraba fidelidad ante el propio Bin Laden y era él quien daba las órdenes, la CIA perdió la oportunidad de descabezar la red. Ahora, tras haber entrenado a los terroristas del mañana, su legado está asegurado.
Jamal Al Fadl miró lo que tenía delante. Los dos lugartenientes de Osama Bin Laden le habían acercado unas hojas escritas en árabe. Ahora esperaban su firma. Empezó a leer: cumplir las órdenes de los líderes, creer firmemente y hasta las últimas consecuencias en la yihad (la guerra santa), estar preparado para llevar a cabo cualquier misión en cualquier lugar del mundo y en cualquier momento. Jamal no lo dudó y firmó el bayat, el juramento de lealtad. Aquella mañana, en el campo de entrenamiento Faruk, en Khost (Afganistán) se convirtió en miembro de Al Qaida. Durante 45 días se entrenó en suelo afgano, en el campo Khalid Ibn Walid. Allí le enseñaron a disparar rifles de asalto Kalashnikov y lanzagranadas, técnicas para fabricar explosivos y cómo derribar helicópteros. «Aquello parecía una universidad. Pasabas un curso y continuabas en otro de más nivel», cuenta Jamal. Había cursos de religión, de coches bomba, de técnicas de guerrilla. Se calcula que en aquellos tiempos unos 20.000 jóvenes pasaron por los campos, pero los hombres de Bin Laden sólo se quedaron con los mejores. Jamal estuvo entre un grupo de 40 elegidos. Cuando este joven sudanés se sumó a las huestes de Bin Laden, Al Qaida no se diferenciaba mucho de cualquier grupo terrorista. Tenía una organización piramidal. En la punta estaba el emir, Osama. Por debajo de él, el Shura Majilis, el consejo, formado por veteranos militares y clérigos saudíes y por radicales egipcios, las dos ramas de Al Qaida. Había algo parecido a un cuartel general y un sistema de exhaustivo y sistemático de entrenamiento, que a la postre, sería lo que marcaría la diferencia. «Sed pacientes» Había, sin embargo, dos cosas que hacían especial a Al Qaida. Para empezar era una organización internacional de terroristas, la primera de este tipo, ya que hasta ahora sólo habían operado cada uno en su propio país. Este carácter global ya estaba en el propio origen de la red: un hostal de Peshawar pagado por Bin Laden donde descansaban los muyahidines cuando volvían de Afganistán y una base de datos (eso es lo que quiere decir Al Qaida en árabe) con los nombres de todos ellos, una especie de páginas amarillas terroristas. Pero lo que realmente hizo diferente a Al Qaida fue algo muy poco propio de un grupo terrorista tan radicalizado: la paciencia. «Tenéis que ser pacientes», repetía una y otra vez Bin Laden. «Cuando volváis, vivid como personas normales. Afeitaos la barba. Y esperad», insistían los entrenadores. Al Qaida fue, efectivamente, paciente. Realizó su bautismo de fuego en 1993, con su primer asalto a las Torres Gemelas. Pusieron una camioneta bomba en los aparcamientos que mató a seis personas . Después de eso, hibernaron. Los activistas se fueron a sus casas. Unos se convirtieron en «células durmientes». Otros, como Jamal, que trabajaba para la parte financiera de la organización, siguieron con su silenciosa tarea. Sólo que a este joven le pudo la codicia y en una de las transacciones que hacía para su jefe, consideró justo quedarse con un coche de lujo. Fue llevado ante Osama. El joven intentó disculparse, pero el saudí no dijo nada. Jamal pensó que no había salida, que lo matarían así que presa del pánico huyó, se presentó en la embajada de Estados Unidos en Sudán y se ofreció a contarlo todo. Corría el año 1996. ¿Disparamos o no? Aunque el testimonio de Jamal era el primero que llegaba desde dentro de Al Qaida, el joven se las vio y se las deseó para que alguien le atendiera. De hecho, en aquel tiempo, la célula de la CIA que seguía movimientos de Bin Laden, ocupaba unas pocas mesas en la sede de la agencia en Langley. Eso, a pesar de que ya se sabía de la existencia de la red y de su implicación en el atentado contra las Torres Gemelas. Sólo cuando un meses más tarde, Osama lanzó su «Yihad contra los judíos y cruzados» se prestó un poco más de atención al asunto. Los analistas lo definían entonces más como un «financiador del terrorismo» que como un terrorista propiamente dicho. Pero trabajaron en un plan para que agentes afganos de la CIA lo capturaran vivo y lo escondieran en una cueva hasta que pudieran evacuarlo. También pensaron en asaltar la granja de Tarnak, una instalación que ocupaba a veces. Los agentes estuvieron esperando la orden para atacar, pero la Administración Clinton rechazó estos planes porque no quería verse envuelta en asesinatos. Sin embargo, Bin Laden ya había dado un paso adelante. En su cabeza estaban los atentados que iban a sacudir el mundo. El 7 de agosto de 1998, las embajadas de Estados Unidos en Tanzania y Kenia saltaron por los aires. Resultado: 244 muertos. Bill Clinton reaccionó lanzando misiles de crucero contra los campos de Al Qaida en Afganistán y contra una fábrica en Sudán. Osama salió ileso y mucho más precavido de aquel ataque. Nueva hibernación. Ataques esporádicos como el del USS Cole, y tres años de planificación para el gran golpe que debía venir. Había que atacar a Estados Unidos en su corazón. Bin Laden no fue espectador de este proceso. Ramzi Binalshibh, su lugarteniente yemení le sirvió de enlace con la célula de Mohamed Atta. En Tarragona, en la última reunión que el líder de los suicidas del 11-S mantuvo con sus jefes del Al Qaida, Binalshibh le transmitió las órdenes de Osama: atacar el Pentágono, el Congreso y las Torres Gemelas. Y le aconsejó que no les dijera nada a los suicidas hasta unas horas antes de los ataques. Todo salió a la perfección: la coordinación central, los suicidas tuvieron el dinero para hacer sus cursos, las células de apoyo dieron el soporte necesario y se alcanzaron los objetivos. Planificación y precisión milimétrica para que el mundo, tal y como se conocía, quedara hecho añicos aquella mañana del martes 11 de septiembre. El legado Mientras EE.UU. pedía venganza, Bin Laden no perdió el tiempo. Dispersó a sus lugartenientes y se aseguró de que todo quedara bien atado. Intuía, seguramente, que lo atacarían. En una de las últimas entrevistas que concedió, aseguró a un diario paquistaní: «La yihad seguirá incluso si yo no estoy». No era una frase hecha. Osama tenía lo que quería. Había desatado la tormenta que inspiraría a sus seguidores, había entrenado a miles de seguidores (100.000 según los cálculos de la CIA) y los había dispersado por el mundo, «células durmientes» a la espera del momento propicio. No necesitaba seguir al mando, su obra ya podía seguir por sí misma. Estados Unidos, con su excesiva tendencia a personalizar la política exterior, se ha centrado desde entonces en cazar a Bin Laden y a los demás miembros prominentes del Shura Majilis de Al Qaida. Dos de ellos están muertos, casi la mitad detenidos. Pero la lucha no ha hecho sino aumentar. «Puedes matar a todos los líderes, que Al Qaida seguirá viva. La semilla ya estaba sembrada. Esto ahora funciona como una franquicia, una franquicia del terror. Un grupo local, relacionado a un nivel muy precario con lo que fue la dirección decide atentar y lo hace en nombre de Al Qaida», cuenta el experto Jean Charles Brisard. Una de las últimas proclama de Ayman Al Zawahiri, el ideológo de Al Qaida, invitaba a sus seguidores a tomar ejemplo de los atentados de Bali. Allí se atacó un hotel lleno de inocentes. La participación de la red de Bin Laden pareció reducirse a una orden general y una transferencia de 40.000 dólares. Casablanca siguió ese patrón y Madrid parece que también. Una sencillez que asusta a los servicios antiterroristas tanto com o el 11-S porque no saben como combatirla. Una sencillez que a España le ha costado 190 vidas.