Diario de León

La aldea de Maguai

En un viaje por el el interior del país, el autor alcanza las entrañas mismas de Mozambique

Bajo un baobab, el tótem de su familia, fue enterrado el profesor Chirilo Chimpima

Bajo un baobab, el tótem de su familia, fue enterrado el profesor Chirilo Chimpima

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PRISCILIANO CORDERO DELCASTILLO | texto y fotos
León

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A menos de diez kilómetros de Fonte Boa y por una vereda sin señalización alguna, que arranca de la carretera de La Villa a Biriwiri y se adentra en el mato escalando a un altiplano entre colinas, se encuentra la aldea de Maguai. Aquí tuve mi primer contacto con la dura realidad que vive la población de Mozambique. Siguiendo la vereda mato arriba, la cercanía del poblado la anuncian la presencia de los campesinos, azada al hombro, yendo y viniendo de la machamba, y las mujeres con sus fajos de leña cargados sobre la cabeza camino de la casa. Luego, a medida que se acerca uno a la aldea, la vereda comienza a estar habitada por cabras, perros, niños y cerdos, en este mismo orden y en parecidas proporciones. Tal vez los niños sean algunos más. Finalmente aparecen las payotas, dispuestas alrededor de una gran explanada y adentrándose en el mato. A la entrada de la aldea hay un pozo-bomba, donde un grupo de niñas cargan cántaros de agua sobre sus cabezas, más adelante se abre la gran explanada en torno a la cual y sin planificación alguna se reparten por grupos familiares las payotas de los 9.000 habitantes que aproximadamente tiene la aldea. Inmediatamente después de llegar a la explanada y una vez que fuimos avistados por la población, comenzaron a llegar niños de todas partes y a arremolinarse en torno a nosotros. Niños totalmente mimetizados con su entorno: cubiertos de harapos, tan sucios y rotos como la misma tierra; barrigudos unos, ojerosos otros, pero alegres, juguetones y descalzos todos. La estampa siempre va a ser parecida en todas las aldeas: a la puerta de las payotas mujeres pilando el maíz, niños de pocos años cuidando o cargando a la espalda con otros niños de meses, y en derredor cerdos, cabras, gallinas y perros, muchos perros. En el centro de la gran explanada hay un mástil con la bandera de la República izada y nada más. Así es la aldea de Maguai, sin calles, ni plazas, ni edificios que sobresalgan unos de otros; caracterizada solamente por la algarabía de los niños y el ladrido cansino de los perros. Bueno, y también por las tres cañas altas con banderas blancas que sobresalen por encima de la payota de Muidinga, el brujo más conocido de Maguai. El profesor Chirilo Chimpima El profesor Chirilo murió en la más absoluta soledad, después de una larga dolencia. Era doente y maluco (enfermo y loco) a la vez. Padecía malaria, tuberculosis y demencia, no senil, pues tenía sólo 43 años, sino de una vida entera llena de contradicciones. En su infancia fue sacado de la misión católica de Lifisi y llevado a estudiar a Rusia y luego a Cuba. Esta fue práctica común con los niños más avispados e inteligentes durante muchos años. A su regreso a Mozambique sirvió en el Ejército, donde ocupó altos cargos; pero, terminada la guerra, es apartado del Ejército y se refugia en la enseñanza de educación física. No sé por qué oscuras circunstancias el Profesor Chirilo vino a parar a la escuela nacionalizada de la misión de Fonte Boa. Aquí, cansado de la vida, separado de su mujer y después de haber perdido a su única hija, muerta de malaria a la edad de 7 años, entra en una profunda depresión y se refugia en un apartamento semiabandonado del internado masculino de la misión. El día 22 de julio del 2003, después de unos días sin haber acudido a clase y sin saber nadie de él, el profesor Chirilo aparece muerto. A partir de este momento entran en juego las creencias y costumbres de su cultura tribal que lo dominan todo. Todo está encantado en Angonia y dominado por los espíritus de los antepasados, pero principalmente el morir, y luego descansar para toda la eternidad. La familia viene a la misión a recoger el cadáver y lo traslada, envuelto en una capulana, a su casa de origen en una pequeña aldea perdida en el mato cerca de la misión de Lifisi. Se ven obligados a hacer los preparativos con cierta urgencia, pues Chirilo podía llevar muerto unos cuantos días. Compran la caja en La Villa, que tienen que descambiar por otra más grande, pues la primer resultó pequeña; hacen las provisiones para el funeral al que esperan que asista mucha gente, por lo que van a necesitar gran cantidad de moa; matan un cerdo y cocinan alubias y masa en abundancia. En una pequeña payota de la familia se vela el cadáver. Allí acuden las mujeres, cubiertas sus cabezas con un pañuelo blanco y vestidas con capulanas de vivos colores. Cantan interminables canciones, rezan y lloran a coro en chinhansa , su lengua nativa. Mientras tanto, la familia invita a todos los asistentes a pasar a otra payota para cumplimentar comiendo en honor del profesor Chirilo. Inmediatamente después de la comida comienzan las ceremonias fúnebres propiamente dichas. Preside los ritos el responsable religioso de la comunidad, un anciano de la aldea, que comienza pronunciando un panegírico sobre el difunto. Luego invita a los familiares, amigos y compañeros del profesor a hacer lo mismo. Intervienen los compañeros de la escuela con largos y emocionados discursos. Terminado este rito, comienza la marcha fúnebre hacia la sepultura, que se encuentra a más de un kilómetro en medio del mato, en una machamba de su propiedad. Allí, bajo un baobab, tótem de la familia, depositan su cadáver. El anciano bendice la sepultura y echa la primera palada de tierra sobre la caja; luego invita a todos los familiares a que continúen la inhumación, mientras que las mujeres, cubiertas con pañuelos blancos y capulanas, continúan cantando, danzando, llorando y rezando para que el profesor Chirilo Chimpima descanse para toda la eternidad protegido por la sombra del baobab. Así se despidió al profesor Chirilo Chimpima, cristiano de Lifisi en su infancia, estudiante en Rusia y Cuba en su juventud, guerrillero de Frelimo cuando volvió a su tierra, profesor doente y maluco en su madurez, hasta que el 22 de julio de 2003 se unió con los suyos a la sombra de un baobab. Camino de Mutarara La hemana Asunción, misionera pastorina de León y directora del internado femenino de Fonte Boa, dispone de unos días de vacaciones que va a dedicar para visitar a las compañeras misioneras que se encuentran por el Norte del país y para recorrer con los «alendos» algunas ciudades de Mozambique. Unos días antes de emprender la ruta, Asunción pide a Madgiomadgio, mecánico de la Misión, que revise y ponga a punto el Nissan todo terreno, mata una gallina para el primer día y hace todos los preparativos del viaje. El día 25 de julio, Pedro, que haría de conductor o «motorista», Asunción, Jorge y yo, a las seis de la mañana, como hace los mozambiqueños, nos echamos a la carretera y comenzamos la expedición que tantos quebraderos de cabeza nos iba a dar. Después de la primera media hora de camino, pero a sólo unos 30 kilómetros de la misión, nos damos cuenta de que el carro no marca los niveles de gasolina y del aceite, no cierran las ventanillas automáticas, no funciona la radio, Todo el sistema eléctrico está estropeado. Volvemos a Fonte Boa y vamos en busca de ayuda a casa del mecánico. Despertamos a Madgiomadgio y este, después de una hora larga manipulando cables y quitando y poniendo piezas, al final consigue recuperar el sistema eléctrico del coche. Con cerca de dos horas de retraso sobre el horario previsto salimos nuevamente hacia Inhangoma, que se encuentra en la confluencia de los ríos Shire y Zambeze, a 485 kilómetros de Fonte Boa. Cuando ya habíamos recorrido unos cien kilómetros, hacemos una parada en uno de los muchos mercadillos que se hacen en los cruces de carretera, para comprar unas patatas y unas naranjas y llevar de regalo a los misioneros y misioneras que vamos a visitar en nuestro recorrido. Al detener el carro y comprobar los niveles de gasolina y aceite, vemos que están bajo mínimos. Un conductor de chiapa lo revisa y nos aconseja no continuar el viaje antes de reponer al menos el aceite. Nos encontramos a unos 120 kilómetros de Tete, el puesto más próximo con servicio para carros y a 25 kilómetros de una de las fronteras de Malawi, donde posiblemente vendan aceite de carro. La situación para los «alendos» es desesperante. Providencialmente pasaba por allí la hermana Lourdes, mercedaria de la leprosería de Encondezi, en un carro flamante. Al ver a la hermana Asunción se detiene para cumplimentar. Le contamos la situación y decidimos por unanimidad que Asunción y Berta vayan a la frontera. Pedro, Jorge y yo quedamos vigilando el carro en el mercadillo. Pedro y Jorge se animan a comer una ración de gallina asada. En mala hora, pues les traería fatales consecuencias y aligeramiento de pantalón. A mí no me ofrece ninguna garantía todo aquel tumulto de gentes, alimentos y cocinas a cielo abierto y prefiero no comer más que unas mandarinas. Pasadas tres o cuatro interminables horas de espera, llegaron las hermanas con su particular tragedia: atravesar dos aduanas sin papeles, comprar con propinas a aduaneros y policías, pagar con dinero de Mozambique en Malawi, etc., para, al final, conseguir unas latas de aceite que nos permitirían continuar el camino. Es hora de comer; estamos cansados y casi desanimados. Comemos unos plátanos y unas empanadillas, revisamos nuevamente el carro y continuamos el camino, pues nos quedan muchas horas de carretera para llegar a Inhangoma y no queremos viajar de noche. Recorremos unos 50 kilómetros más y llegamos al cruce con la carretera de Mutarara. Aquí tenemos que dejar la carretera de Tete y coger la que nos conduce a Inhangoma. Antes de adentrarnos por aquel camino de tierra batida queremos saber cómo sigue el carro. Nuevamente comprobamos que el depósito del aceite está totalmente vacío. Pedro pregunta por un mecánico entre las casuchas que se han ido levantando en el cruce de carreteras, y afortunadamente, le hablan de uno que vive a unos kilómetros del lugar. Mientras esperamos por el mecánico unos niños se acercan a nosotros para vendernos «petos de rato», una especie de pinchos morunos hechos con ratones asados a la brasa, listos para comer. ¡Era lo que nos faltaba, ratones asados para comer! El mecánico da inmediatamente con la avería: se trata del conducto del aceite que va desde el depósito hasta el motor. Está «estragado». Intenta repararlo, pero no tiene herramientas. Hace un pequeño arreglo, por el que nos cobra 200.000 meticaes, el equivalente a 8 euros, y nos aconseja dejar el viaje de Inhangoma y continuar hasta Tete para llevar el carro a un taller. No cree que resista mucho su chapuza. Habíamos salido a las 6 de la mañana de Fonte Boa y son las cinco de la tarde cuando llegamos a Tete, después de recorrer 235 kilómetros y una serie de aventuras. Estamos cansados y casi pensando en abandonar el viaje. Yo soy uno de los más desanimados, pues lo único que hemos visto durante 11 horas de viaje son las carreteras de Mozambique que, como dice Mia Couto en su novela Terra sonambula , es donde pasa todo lo que pasa en Mozambique, pero generalmente no pasa nada. En Tete, nos hospedamos en la casa de las Pastorinas y a la mañana siguiente, muy de mañana, llevamos el carro al taller de un musulmán que es muy carero, pero, como dice la hermana Henar, pastorina de León, es de toda confianza. En el taller desmontan casi por completo el carro hasta que encuentran la avería, que es bastante mayor de lo que nosotros creíamos. Hay una pieza rota, que tendrán que pedir a Maputo, pues en Tete no la encuentran, pero tardará en llegar unos días. Ante el desconcierto que nos produce su información, el musulmán nos dice que, para que podamos continuar el viaje, él nos puede hacer una reparación provisional, es decir otra chapuza, que nos permita viajar unos días. Por esta reparación provisional-chapuza nos cobró 800.000 meticaes. ¡Sale caro viajar por las carreteras de Mozambique en carro de monjas! Pero, ¡qué le vamos a hacer! Ya lo decía mi padre: «Bollo de monja, carga de trigo» A las 15.30 del día 26 de julio salimos de Tete, desandamos los 80 kilómetros que hay desde Tete hasta el cruce con la carretera de Mutarara y emprendemos nuevamente nuestro viaje a Inhangoma. Por la nueva carretera -senda-camino carretal comenzamos a disfrutar de un paisaje típicamente africano: atravesamos muchas aldeas rebosantes de niños, perros, cabritos y cerdos en torno a las payotas; nos cruzamos con bandadas de papagayos, con algunos mandriles y, a un lado y otro de la carretera, con los míticos baobab, árboles de base amplia, con ramas corpulentas y carentes de hojas, como gigantes de pelambrera desgreñada. Y así kilómetros y más kilómetros. Al llegar a la aldea de Doda, paramos a comprar unos refrescos en la tienda de un portugués, conocido de los misioneros y uno de los pocos que se atrevió a quedar en Mozambique después de la independencia. Unos kilómetros más delante de Doa hacemos un alto para estirar las piernas y recuperar fuerzas. Tenemos para comer gallina, una tortilla de patata que nos había preparado la hermana Henar en Tete, plátanos y cocacola. Antes de terminar las viandas ya estábamos siendo observados por un puñado de niños desde lejos. No se atreven a acercarse a nosotros; se esconden detrás del capín. Les dejamos unos plátanos y unas cocacolas al pie de un baobab. Inmediatamente después de arrancar el carro, por el retrovisor pudimos ver cómo cuatro o cinco niños salieron del mato y recogieron y devoraron el pequeño botín. Nosotros, de cara la noche, seguimos haciendo kilómetros y pasando las horas por aquella carretera que de vez en cuando se convierte en vereda, en barranco o en lecho de río, afortunadamente sin agua. La tarde avanza, el sol vuelve a regalarnos uno de esos atardeceres que solamente se ven en África y a las 5.40 se oculta definitivamente tras una montaña. Inmediatamente después llega la noche. Seguimos con el todoterreno botando en medio de la oscuridad por aquella carretera maldita, que tiene más socavones que superficie llana. Es una noche oscura, estrellada, solamente interrumpida por algunas lenguas de fuego parpadeante que se dejan ver en medio del mato a la puerta de las payotas. Finalmente, a las 20.30, después de coronar una colina, a lo lejos se divisan las luces de la villa de Mutarara que, al acercarnos, se reflejan en el río Zambeze. De aquí a Inhangoma sólo nos quedan 15 kilómetros. Nos relajamos, pedimos información para salir de la villa y a las 20.55, después de dos días de un largo y accidentado peregrinar, llegamos a la misión con un día de retraso sobre el horario previsto. Pero, no hay que apurarse, pues estamos en Mozambique y aquí las cosas son así.

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