Así se reinventa un pueblo
En Balboa, en los Ancares, han hecho de la recuperación de la arquitectura popular su mejor garantía de futuro. Las tradicionales edificaciones, símbolo de la cultura castrexa, albergan ahora desde bares a restaurantes y salas de conciertos.
Si el galo Astérix viviera entre Galicia y León, habitaría una palloza en Balboa. El municipio ancareño, de cuatrocientos habitantes, ha hecho de esas construcciones su principal instrumento de desarrollo, un novedoso atractivo turístico capaz de modificar el semblante socioeconómico de la aldea y de crear puestos de trabajo para garantizarse el futuro. Adaptadas a los usos modernos, las míticas viviendas de madera, piedra y centeno, símbolo ancestral de la cultura castrexa, son ahora el núcleo de una movida alternativa que combina las tertulias a la luz de la chimenea, la música folk y el copeo tranquilo. Gracias a ellas, Balboa ha conseguido reinventarse a sí misma y asegurarse su supervivencia. «Queremos vivir aquí, con calidad de vida y oportunidades para los jóvenes», cuenta Manuel Monteserín, Chis, quien acaba de abrir una monumental palloza de trescientos metros cuadrados en la que se celebran conciertos folk -habrá una gran fiesta el próximo San Juan- y que frecuentan grupos como Luar na Lubre, Abraxas y Aira da Pedra. El techo está montado sobre dos inmensos troncos de cuatro metros de alto y casi dos de diámetro, recuperados de las talas de carballos centenarios durante la construcción de la A-6, que atraviesa los Ancares a ocho kilómetros de allí. «Son el símbolo de que se puede construir el futuro anclándolo en el pasado», argumenta Chis. Él ha sido uno de los protagonistas del renacer de Balboa, un municipio tan pequeño que su alcalde tuvo que ser elegido a cara o cruz tras las últimas elecciones municipales, en las que PP y PSOE empataron a votos. Balboa cuenta con otras dos pallozas donde también se puede cenar, tapear y alternar. Una de ellas, en Canteixeira, una aldeíta a 1.300 metros de altitud a la que se llega por una vertiginosa carretera de montaña, está construida sobre una estructura dúplex de origen prerromano, y es difícil no enamorarse de inmediato de las piedras y la historia que la sostienen. Según Miguel Ángel Casado, presidente de la Asociación de Empresarios de Turismo Rural del Bierzo, las pallozas son las construcciones más primitivas, pues surgieron a partir de una suerte de «ignorancia arquitectónica». «Cuando se idearon se desconocía la técnica de los apoyos en esquinas, y la única manera de levantarlas era sustentándolas en pilares y travesaños», explica. Las Médulas Casado regenta un centro de turismo rural cerca del conjunto monumental de las minas romanas de Las Médulas, municipio del que también fue alcalde, y subraya que la recuperación de la arquitectura popular no se agota en el negocio hostelero, sino que conforma un proyecto de desarrollo integral de municipios que, como Balboa, parecían condenados a una lenta agonía: «Tenemos todo lo necesario para que nuestro porvenir no incluya la palabra emigración», replica ahora Casado. Durante siglos, las pallozas funcionaron como viviendas, cuadras de ganado y almacenes de trigo y alimentos, pero la falta de medios, la dejadez administrativa y un dudoso sentido del gusto las sumieron en un profundo proceso de decadencia del que sólo empezaron a salir hace unas pocas décadas. En Galicia, los poblados ancareños de Piornedo y O Cebreiro son casi los últimos vestigios de esa riqueza arquitectónica, que poco a poco va recuperando su sentido gracias a la rehabilitación y, también, a la construcción de nuevas pallozas, que empiezan a funcionar como tiendas de artesanía y establecimientos de todo tipo. Ese renacimiento, en el que tuvo mucho que ver en su día el empeño de unos cuantos profesores de universidad, arquitectos, historiadores y sociólogos, empieza también a traspasar las fronteras de las aulas universitarias para situarse en el primer plano de una profesión que ya no ve en las pallozas un mero objeto de recuperación histórica, sino un modelo arquitectónico con múltiples posibilidades. En Ponferrada, capital del Bierzo, ya funcionan algunos despachos de arquitectos y aparejadores especializados en la construcción de nuevas pallozas -una obra de tamaño medio ronda los 1,5 millones de euros, aunque hay posibilidades para todos los gustos-, y cada vez son más los ayuntamientos dispuestos a destinar parte de los fondos de desarrollo rural de la UE a proyectos relacionados con ellas. De hecho, el ejemplo de Balboa ha calado al otro lado de Os Ancares, donde la gallega Ángela Aira y el andaluz Miguel Rodríguez han levantado en Fonfría (Pedrafita), en pleno Camino de Santiago, una palloza que funciona como mesón para peregrinos, y para la que contaron con una ayuda institucional. «Visitamos Balboa y quedamos asombrados. Fue lo que nos decidió», cuenta Ángela. Se conocieron trabajando en la hostelería cuando ambos eran emigrantes en Barcelona, se casaron y decidieron venir a Galicia, donde la familia de Ángela tenía una pequeña explotación lechera. «Con las multas por sobreproducción y los precios de la leche por los suelos nos pareció imposible vivir del campo», explican. El éxito de su palloza, donde se celebran concurridas fiestas celtas, demuestra que acertaron de pleno cuando decidieron no volver a emigrar, cuando se arriesgaron y apostaron por vivir en su pueblo con una valentía digna de un auténtico galo. Probablemente, ninguna de las personas que aparecen en este reportaje se sienta un irreductible. Pero la metáfora de una pequeña aldea de corajudos habitantes que resisten gracias a una milagrosa poción contra el declive rural, resulta demasiado tentadora como para no recordar aquel párrafo con el que Uderzo y Goscinny prologaban las aventuras de Astérix: es el año 2004 y toda la Galia ha sucumbido a la invasión del cemento, la uralita, el ladrillo recebado y la desesperanza... ¿Toda? ¡No!