Diario de León

Presas centenarias, muelas infatigables

Los molinos maquileros y sus cauces, verdaderos monumentos de la arquitectura tradicional y la tecnología popular, ejemplos de la unión entre vivienda y paisaje, permanecen sumidos en el olvido: su mantenimiento depende, sobre todo, de la inici

JESÚS

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EMILIO GANCEDO | texto
León

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Durante siglos, el único ingenio tecnológico que existió en los pueblos leoneses fue el molino. Era el elemento imprescindible en la economía de las aldeas y villas, el lugar en el que se transformaba el grano en harina y que, por tanto, debía ser visitado varias veces a lo largo del año por todos y cada uno de los labradores de cada pueblo. Por eso, por su enorme importancia en la obtención de materia alimenticia para hombres y animales, y por el hecho de convertirse en un lugar de paso obligado, el molino ( molín , mulín , en leonés) se convirtió en el Olimpo de nuestra pequeña mitología rural, mentidero de vecinos, lugar de reunión, refugio para escarceos, guiños y furtivos encuentros con la siempre lustrosa molinera. Pero el molino es también un elemento imprescindible en prácticamente todas las culturas del mundo desde el momento en el que triunfó la Revolución Neolítica, ese proceso de milenios en el que acabaría consumándose un largo proceso de aprendizaje sobre los -hasta entonces ocultos- secretos del nacimiento, mantenimiento y reproducción de los animales y las plantas, con el fin de ponerlos al servicio del ser humano y sus necesidades. El agricultor/ganadero, sedentario o más o menos trashumante, reemplazó al cazador/recolector, nómada. Y la lucha por obtener la mayor cantidad posible de calorías condensadas dio sus frutos en forma de la domesticación y producción en masa de las semillas de cereal, cuya siembra podía asegurar su recolección y almacenaje y conjuraba así no sólo la incertidumbre de los días de vacas flacas, sino abriendo el camino hacia un posible comercio. Los pueblos que abrieron el camino de la revolución agrícola (y algunas de las culturas primitivas actuales) machacaban ese grano por medio de un sencillo molino manual, consistente en dos piedras circulares, la inferior fija y la superior móvil, entre las que se introducía el grano por un agujero central. La piedra superior se movía a mano circularmente mediante una palanca dispuesta de forma lateral. Este simple instrumento constituye la base de cualquier tipo de molino, por complicado que sea: en todos ellos existen estas dos piedras (o muelas ) que son las que realmente ejecutan el trabajo de reducir el grano a harina comestible o panificable. Ese tipo de molinos de mano sería el que también usaron los astures cismontanos, nuestros antepasados, para moler su cereal medio salvaje, tipo escanda, o las bellotas de las que hablaba Estrabón, con las que fabricaban una especie de pan. A su llegada, los romanos introdujeron novedades: molinos movidos por la fuerza de asnos y, sobre todo, el molino de agua que ya habían ideado los griegos y que Vitrubio describe con precisión en el año 25 A.C. Desde entonces, esta máquina conoció un proceso de proliferación que lo extendió por todas nuestras comarcas y un lento perfeccionamiento de sus componentes básicos. Jugó un papel vital dentro del engranaje económico de los reinos medievales, y también en la Edad Moderna, momentos todos ellos en los que los poderes locales siempre intentaron conseguir el acceso y control de su propiedad: el molino, junto a la fragua, la ferrería y los batanes (también casi todos ellos movidos por la fuerza del agua) fueron las únicas industrias existentes en los pueblos León durante más de medio milenio, y condes, monasterios, señores, pero también los concejos libres, siempre mantuvieron ingenios de este tipo dentro de sus dominios; sus beneficios serían verdaderamente amplios y les proporcionaban además una envidiable independencia económica. Es desde ese momento cuando podemos rastrear la antigüedad de los actuales molinos leoneses o los vestigios que de ellos nos quedan. A priori, la geografía e hidrografía del viejo Reino parece idónea para el aprovechamiento de la energía hídrica: no sólo es la provincia con más kilómetros de cauce fluvial de España, sino que también es uno de los dos puntos de surgencia de agua dulce -junto con los Pirineos- más importantes de toda la Península. Desde la Montaña, los arroyos descienden hacia el llano en un manojo de ríos que fecundan todo a su paso y crean ese tan característico horizonte leonés de riberas entreveradas de sebes, sotos, prados y campas, surcado por una compleja cartografía de regatos, presas, canales y madrices . El aprovechamiento milenario de este paisaje, que siempre ha mantenido un perfecto equilibrio con la naturaleza que lo sustenta, incluye por supuesto la antigua instalación de molinos de agua empleados para moler todo tipo de cereales con objeto de fabricar piensos para el consumo animal y harina para las personas. Pero dada la gran estacionalidad histórica de los ríos de esta tierra -perdían mucho de su caudal durante el verano y la ganaban en invierno, por lo menos así fue hasta la construcción de pantanos-, la única posibilidad consistía en crear pequeños pantanos que embalsaban el agua del río y la hacían discurrir por unos cauces llamados presas. Pues bien, en León, esas presas son antiquísimas. Si nos fijamos en el Alfoz de la ciudad, la tradición y los documentos nos dicen que la Presa Bernesga, la más importante de la zona, que toma su agua de ese mismo río en el municipio Cuadros y muere en Vega de Infanzones, cuenta con aproximadamente unos 800 años; y esa misma edad podría tener la de San Isidro, que pasa por Villaquilambre, y algunas otras de recorrido más corto, como la Lunilla. Y es que nos hemos fijado más en el Alfoz y su presa Bernesga porque son un fiel ejemplo de este secular aprovechamiento en todo el resto del territorio, y porque son indicativas del hecho de que lo rural está incrustado hasta en el mismo corazón de la región leonesa. Esta tierra -querámoslo o no-, o es rural, o no es. Ése es nuestro pasado, nuestra cultura, nuestro patrimonio, y hasta que no nos demos cuenta de ello, hasta que no lo apreciemos y lo amemos, no seremos capaces ni de defenderlo ni de protegerlo ni de sacar partido de él, y seguirán, los molinos como tantas otras cosas, viniéndose abajo, invadiéndose de zarzas, perdiendo su memoria, y, en definitiva, muriendo. La presa alimentaba, hasta hace muy poco, una veintena de molinos que producían no sólo harina, salvado y pienso a partir de diversas variedades de trigo, cebada, centeno, avena, maíz y hasta alfalfa, sino también aceite de linaza, energía que movía sierras mecánicas y corriente eléctrica que abastecía a pueblos y municipios enteros. Las escrituras de los más antiguos de ellos parecen remontarse a mediados del siglo XIX, pero en sus cimientos de piedra y morrillo se intuye una presencia antiquísima: las construcciones podían cambiar (de hecho, muchos se quemaban si el molinero dejaba las piedras funcionando sin grano que moler, la fricción hacía saltar chispas que prendían en la estructura de madera) pero el lugar seguramente no habría cambiado: los saltos de agua, según los expertos, hunden casi todos sus raíces en la Edad Media. Y desde aquellos años hasta más o menos los años ochenta, noventa, no se detuvieron prácticamente nunca. Es más, de los 16 molinos que se mantienen en pie hoy en día en esta zona, más de la mitad mantienen aún en buen estado toda su maquinaria, un tercio de ellos podría volver a moler mediante pequeños ajustes y una profunda limpieza, y por lo menos dos lo siguen haciendo de manera esporádica, estando en perfectas condiciones de uso. En cuanto al estado de sus fábricas, la mayoría de los edificios son construcciones enormemente sólidas, muchas de ellas incluyen la piedra, material raro en las riberas de León, además del ladrillo, el adobe, el canto rodado y la teja cerámica. Es por ello que muchos molinos, a pesar de su gran antigüedad, se mantienen aún en pie a pesar de haberse cerrado hace tiempo y estar expuestos a todas las inclemencias del tiempo y el abandono. Pero el molino es más que una mera edificación: se trata de una unidad económica autónoma, encaminada a una multiplicidad de producciones, algo que, por otra parte, casa perfectamente con la filosofía de la casa aldeana leonesa. Así, el principal objetivo del molín es la obtención de harina gracias al aprovechamiento de la energía procedente del salto de agua, pero la existencia del propio curso, de la presa, sus azudes y canales secundarios, fecundan todo el territorio circundante y hacen de este emplazamiento un lugar de verdor entre sebes, prados y tierras de labor que el molinero se cuidaba mucho de aprovechar y sacar el máximo partido. Además, los canales eran verdaderos hervideros de vida en los que cangrejos y peces encontraban un hábitat perfecto; y en las parcelas y praderías, siempre escoltadas por zarzales, paleras, chopos, negrillos, alisos y muchos otros tipos de árboles, vivían pájaros y mamíferos, convirtiendo a los alrededores del molino, como sucede en cualquier vega o soto leonés, en todo un ejemplo de biodiversidad en el que la edificación se encajaba perfectamente. De esta manera, el molinero no sólo cumplía ese cometido concreto, ni mucho menos: también era ganadero, agricultor, hortelano, carpintero, cantero, albañil, herrero, apicultor, pescador, veterinario y comerciante. Como escribe Nicolás García Tapia en su libro Los molinos tradicionales , «la vida del molinero no fue tan fácil como la tradición quiere pintarla». En efecto, además del duro trabajo de la molienda, subiendo y bajando pesados sacos de grano y harina, debía atender continuamente los elementos mecánicos del molino para regular la finura de la harina, subir y bajar las compuertas (en León, comportas ) para permitir la entrada del agua que moverá el rodezno ( rodesno , rodesnu ), picar las pesadas muelas rehaciendo las estrías, desmontándolas y montándolas con ayuda de una cabria, reparar frecuentemente muchas piezas de madera, tener limpios y a punto la canal y los desagües... además, muchas veces el molino no era suyo y debía pagar una fuerte renta a sus dueños, sin olvidar los problemas de salud que les acarreaba el estar continuamente aspirando el polvo de la harina y de las piedras cuando las picaba. Un trabajo duro. En las dos últimas décadas, el consabido cambio en los sistemas de producción, la modernización y despoblación del campo y el abandono total -en León, casi repudio- de las industrias tradicionales acabó con la mayor parte de estos maravillosos exponentes de unión perfecta, equilibrada, entre el medio natural, la producción y la arquitectura popular. ¿Alguien se ha dado cuenta de las inmensas posibilidades de estos extraordinarios lugares que tanta memoria y conocimiento atesoran? Pues sí, se han dado cuenta en numerosos lugares de Asturias (por ejemplo Taramundi, con su ruta de pequeños molinos de montaña), Galicia, o, algo más lejos, Francia, donde se han creado verdaderas redes de molinos, deliciosamente restaurados, con destino al turismo rural ( gîtes ). Pero aquí no. Y es una lástima, porque en León los molinos son realmente espectaculares. Los de las riberas, por su gran porte (algunos llegan a sumar cuatro pisos, aparte de sus construcciones auxiliares, cuadras, almacenes, tenadas) y los de la montaña, por lo recoletos que son. En Omaña aún se conserva un molino, verdaderamente único, con techo de paja y rodezno de madera ¿qué esperan las instituciones para rehabilitarlo? Sólo la iniciativa privada, con no pocos desembolsos y esfuerzos, es capaz actualmente de mantener con vida estas joyas de la arquitectura tradicional. Porque no sólo las pallozas y los hórreos deben protegerse (que tampoco lo están conventientemente, ojo), sino todas las construcciones populares leonesas, algunas tan únicas y con tantas posibilidades -posibilidades económicas, sí- como los molinos. Sólo hay que mirar fuera y ver los restaurantes, centros de cultura tradicional, viviendas, etno-museos, generadores ecológicos de energía o granjas escuela que se han hecho con enorme éxito. O nos damos cuenta, o nos pasará lo peor: que cuando querramos proteger nuestro patrimonio, ya no nos quedará nada que proteger.

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