Diario de León

Artesano, pescador, criador y maestro

Para Tomás Gil, la pesca no es en absoluto un deporte, es su profesión, su manera de ver el mundo: ahora, ha compilado sus saberes en «Enciclopedia de las moscas»

NORBERTO

NORBERTO

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EMILIO GANCEDO | texto
León

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Una rama de avellano, un hilo de bramante y un alfiler doblado. Con estos humildes utensilios comenzó Tomás Gil a transitar una titubeante andadura de pescador que con el tiempo iba a llevarle muy, muy lejos: aunque entonces, en aquel año de 1964, en aquel pueblo del valle de Laciana -concretamente Caboalles de Abajo- lo más lejos que le llevó fue a intentar capturar los escurridizos peces cuya presencia casi ni se adivinaba bajo las turbias aguas de un río completamente negro debido al lavado del carbón. «¡Ya os podréis imaginar lo que pude haber pescado!», comenta entre risas. No obstante, su afición siguió en aumento y así, día tras día, el rapaz se acercaba hasta el río atraído por la irresistible fascinación que sobre él ejercía un universo lleno de vida; el de la corriente, los árboles, las orillas y sobre todo, el de aquellas truchas que aun en ese cauce que no dejaba ver ni las piedras del fondo parecían retarle a una irresistible lucha en la que entraba en juego la inteligencia, el olfato y la intuición. Un día, con apenas ocho años, le detuvo la Guardia Civil. No sólo le pusieron una multa de 50 pesetas sino que, insistentemente, no paraban de preguntarle: «¿Dónde escondes las truchas?». El chaval estaba desolado. «Cuando llegue a casa mi padre me esloma », pensaba el pobre crío. Cuál no sería su sorpresa cuando, al volver a casa y contar temblando su aventura (y esperando un buen cachete), el padre le respondió: «No te preocupes que por eso no te van a denunciar. Mañana vamos a Ponferrada y sacamos la licencia, porque te gusta la pesca, ¿verdad?». Tomás le miraba sin poder creerlo. «O sea, que te rompieron el palo y te lo tiraron al río», decía el padre riendo. «No te preocupes que ya no tendrás que buscar más palos». Al día siguiente fue a Ponferrada y, cuando volvió, traía una licencia de pesca y un envoltorio. Al abrirlo, Tomás se encontró con un torrente inagotable de sorpresas: dos cañas, una de fibra de vidrio enchufable para mosca y otra de bambú de tres tramos. «Pero lo mejor de todo -explica- fue cuando sacó el carrete, un carmani automático repleto de nailon, anzuelos, moscas y unos artefactos de latón que yo ni sabía para que servían: eran cucharillas». Ansioso, el recién pertrechado pescador lo montó todo y preguntó si podía irse al río. «Sonriendo, mi padre me dijo: 'Sí, pero recuerda que me debes una y me la pienso cobrar. Tienes que amortizar la denuncia y el equipo de pesca con truchas'. Porque en mi familia pescadores no había, pero degustadores unos cuantos». Ese mismo día, Tomás llegó a la orilla, puso una cucharilla y sacó su primera trucha. «Era descomunal -cuenta-, yo nunca había cogido ninguna y aquélla, de unos 30 centímetros, era un monstruo para mí. La tuve que colgar del cinturón del pantalón, porque en eso no pensó mi padre: si pensaba cobrármelo en truchas no me compró cesta para meterlas». Salió del río como un loco y por en medio de la carretera subía con la trucha colgada. «Vaya trucha, Tomasín, ¿la pescaste tú?», le preguntaban los vecinos. Y él respondía: «Sí, ¿a que es grande?». Y cada vez que la tocaba iba estirándola un poco. «Cuando llegué a casa, yo creo que la trucha había crecido cinco centímetros». Encontró a su padre, que estaba con Aníbal, un vecino pescador, y ambos se asombraron de la captura: «¡Es la cena de mi padre!», dijo. Éstas y muchas otras deliciosas historias, además de imágenes, descripciones y consejos útiles sobre la elaboración y el empleo de los señuelos o moscas para cada ocasión y temporada del año pueden encontrarse en la completísima Enciclopedia de las moscas secas y ahogadas para la pesca (editorial Edilesa) el último libro de Tomás Gil. En efecto. La poderosa afición de aquel chaval lacianiego del palo y el alfiler le llevó a dedicar por completo su vida a la pesca: a hacer de ella el centro de su vida y aun su profesión. Es autor del libro Artesanía Leonesa de la Pesca y articulista en las mejores revistas especializadas del país. Director y presentador de aquel emblemático programa televisivo, Locos por la pesca , es también guionista del documental Escuela de montaje de Tomás Gil . Ha recorrido la gran mayoría de los ríos españoles y europeos aprendiendo y difundiendo su saber, participando en los más prestigiosos certámenes de pesca y convirtiéndose en un activo divulgador de las tradiciones leonesas vinculadas con el mundo de la caña y el sedal. Pero lo que mejor caracteriza a Tomás, lo que le distingue del resto y le imprime una seña de identidad inconfundible, reconocida en medio mundo, es su amor por el valle más sorprendente de cuantos conforman la verdidorada y sinuosa piel de León: se trata del Curueño, el hogar de un animal enigmático y maravilloso: el gallo del Curueño , animal emblemático de la montaña leonesa. Además de pescador, Tomás es criador y presidente de la Asociación de Criadores del Gallo del Curueño, promotor y defensor de su futura denominación de origen y presidente de la Asociación de Pescadores Esla-Curueño. Pescador, criador, montador e instructor, Tomás Gil lleva toda su vida intentando desentrañar los secretos del río y puliendo las técnicas más refinadas de la pesca a mosca, y muchos de esos saberes los ha plasmado en esta nueva Enciclopedia . El misterio del Curueño El contacto constante de Tomás Gil con los gallos y el hábitat del río (vive en La Cándana, corazón del valle, a orillas del truchero río Curueño) le ha llevado a perfeccionar al máximo la milenaria técnica leonesa de la elaboración de señuelos con plumas de gallo; en concreto, con las plumas idóneas, las más brillantes -las mejores del mundo, a juicio de la comunidad pesquera universal- para este arte: la pluma de los gallos de León, estimada en todas partes. Si a este gallo se le lleva a otra parte, o se cubre de cemento el fructífero suelo que pisan sus patas, las plumas pierden su vivísima tonalidad, no son las mismas. ¿Por qué? Pues es un misterio. Un misterio que se esconde debajo de la tierra. Quizás sea el alimento, quizás sea el clima, quizás sea incluso la mayor radioactividad que se detecta en el valle, ¿el uranio? No se sabe. Es una especie de milagro que cada día tiene lugar en este paradisíaco rincón del Viejo Reino -chopos, prados y gente en madreñas- y del que quizá Tomás Gil conozca la respuesta. Tomás posee en su extenso criadero de La Cándana unos 400 gallos -en total, 870 animales que convierten su casa en un pequeño zoo entre faisanes, perros de guarda, gallinas y pollos de todas las clases y tamaños-, toda una «gran familia» para la que este amante de cuanto rodea al mundo de la pesca y su mitología ha creado una serie de infraestructuras encaminadas a la crianza y preservación de una de las variedades de gallináceas más puras que existen en cuanto a raza: los gallos del Curueño, en sus dos tipologías de pardo e indio . Lo de Tomás es pasión y lo demás son historias. Pasión por criar un animal bravío y arisco, que siempre anda a la gresca con sus congéneres, y, por su pureza, proclive a sufrir muchas enfermedades; un animal -como nos cuenta Tomás- de lo más cazurro : si el macho dominante pierde una sola pelea, no sigue vivo más de tres días; todos los demás se confabulan para acabar con él. Pasión por estudiarlos, por conseguir la mejor fórmula alimenticia con la que crezcan los más grandes y sanos (y casi la ha conseguido), por extraer la pluma de mejor calidad, más suave, larga y adecuada para su objetivo último: convertirse en materia prima para la elaboración de moscas, una de las ciencias más meticulosas y asombrosas que existen. Y su buen hacer está comprobado con la cantidad de gente que conoce el trabajo de Tomás y que, en persona, por teléfono (o por Internet) adquieren mazos de pluma o moscas ya confeccionadas. La casa Tienko, de Japón, es una de sus principales compradoras. Moscas a pie de río Pasión, por tanto, por probar una y otra vez en el río, en plena acción, la eficacia o no del señuelo, por capturar cualquier insecto al aire libre y llevarlo al taller con intención de copiarlo hasta el más mínimo detalle usando un instrumental de precisión de tipo casi quirúrgico: hilo, pinzas, torno, tijeras y diversos tipos de materiales (cada una de las moscas artificiales hecha a mano tiene su referente real y fidedigno en la realidad), pasión por continuar una de las tradiciones pesqueras más variadas y antiguas de toda Europa: la leonesa. Los pescadores del Viejo Reino, habitantes de una tierra especialmente agraciada por la Naturaleza en ríos trucheros (es además la provincia con más caudal hídrico de toda España) siempre observaron pacientemente el comportamiento y la alimentación de las pintonas , y allí, en el mismo río, procedían a elaborar el señuelo que más se pareciera a ese volátil y casi invisible insecto que devoraban ágilmente las truchas. Aunque parezca incríble, aún hoy muchos pescadores siguen modelando sus moscas a pie de orilla. Pero la pasión y la preocupación principal de Gil es justamente la espina dorsal de toda esta cultura. Porque sabe muy bien que sin río no hay truchas, sin río no hay moscas, no hay gallos, no hay pescadores, no hay casas rurales, no hay bares, no hay hoteles, no hay pueblos. Para una tierra como ésta, donde los ríos constituyen la arteria vital de la economía, la cultura y el poblamiento, la muerte del río -a la que estamos asistiendo- es un problema de primerísimo orden. Y los responsables de esa catástrofe son los «creadores de vida», como llama Tomás a esa caterva de funcionarios, ingenieros y «alcaldones» (copiándole el término a Pedro G. Trapiello) que fueron los primeros en «meter las máquinas en el río»: la colocación de escolleras (que eliminan las curvas y vueltas naturales, elementos protectores, haciendo que la corriente se embale y coja velocidad a cada tramo, aumentando la posibilidad de desbordamiento); el alisamiento del fondo y la desaparición de las preciadas pozas en las que las truchas se refugian durante los meses del fuerte estiaje; la plantación de chopos hasta su misma orilla y la eliminación del cinturón natural de sotobosque y pedrera que atajaba el crecimiento estacional de las aguas; todo ello está en la base, junto a la consabida contaminación y algunos otros factores, de la decadencia de nuestros ríos y la disminución de la población truchera. Tomás Gil conoce bien el río y todo cuanto se mueve alrededor de él -lo ha demostrado en este exhaustivo libro- y quizá convendría escuchar sus consejos y opiniones: en cuanto al Curueño, lo primero, a su juicio, sería crear la denominación de origen «Gallo de León» para acabar con el intrusismo y la estafa. Tomás Gil, que no tiene pelos en la lengua -quienes le conocemos lo sabemos- afirma que a la Junta de Castilla y León le importa bastante poco el tema aunque el consejero de turno que visita cada año la Feria de los Gallos de Pluma de La Vecilla haga una «firme» promesa sobre el particular. La creación de una marca de calidad no sólo haría reconocibles y apreciadas en todas partes las plumas y los señuelos leoneses, sino que surtiría de turismo (un turismo que además de ríos limpios ansía buena gastronomía y paisaje: de todo ello dispone abundantemente la Montaña de León) a una zona especialmente necesitada de inversiones e incentivos. En cuanto a lo que se refiere al río, Tomás recomienda mirar a otras comunidades autónomas donde se estén haciendo las cosas bien; a su juicio, Galicia es un ejemplo a seguir: allí los cotos están gestionados por las propias asociaciones de pescadores y por establecimientos como restaurantes. Si quieres pescar, sacas un pase y tienes todos los cotos gallegos a tu disposición; el dinero, además, repercute en los propios establecimientos. Y dos claves: la vigilancia y el cuidado de los cauces. Allí, a Tomás le han llegado a pedir la documentación dos veces en el mismo día. «Aquí -comenta- me la han pedido dos veces en cuarenta años». En conclusión, que se deje en manos de sus beneficiarios directos -pueblos, asociaciones, empresas- y de gente que conozca el río a fondo su cuidado y su gestión. «Si no, en diez años se acabará lo que se llamó 'El paraíso de la pesca'. Veinte años después nos lo hemos cargado». O ponemos remedio, o en el futuro ya no habrá ningún chaval que se enamore del río con un alfiler doblado y un hilo.

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