Cerrar

Los últimos «hippies» de Formentera

Dylan la escogió para meditar tras un accidente de moto y allí compusieron temas King Crimson y Pink Floyd. Hoy, en la más pequeña de las islas habitadas de Baleares, residen aún miembros de aquel movimiento.

Publicado por
JUAN OLIVER | texto XURXO LOBATO | fotos
León

Creado:

Actualizado:

Una leyenda dice que las serpientes no sobreviven en Formentera. Y eso que el clima y el terreno parecen ideales: inviernos secos, veranos tórridos, suelo quemado por el sol y poca presencia humana. Pero nadie ha visto nunca una serpiente. Sólo miles de lagartijas correteando entre las piedras. Jordi Chícheri es como una lagartija. Madrileño, de sesenta y tantos. Solitario, escurridizo, y uno de los últimos hippies que invadieron la isla a finales de los cincuenta. Tiene familia en Galicia, y era veinteañero cuando, veraneando en Ibiza, descubrió Formentera. «Fue increíble, había una forma de vivir que desconocía, y no era cuestión de drogas y sexo. Se practicaba un cristianismo mágico y primitivo, que mezclaba pureza de espíritu y vanguardia intelectual», recuerda. Criado en la España más obtusa del franquismo, Jordi empezó a relacionarse con jóvenes estadounidenses que llegaban huyendo de las levas de la guerra de Vietnam y de las impurezas del movimiento hippy californiano. Fue el primer peninsular que se instaló allí y testigo de cómo la isla se erigía en centro de la libertad creativa de Europa, parada obligatoria en la peregrinación California-Amsterdam-India y en núcleo de uno de los fenómenos contraculturales del siglo XX. Escala En Formentera compusieron Robert Fripp y Pete Sienfield los temas de Islands, uno de los mejores discos de King Crimson; y allí se refugió Bob Dylan, cuyas fotos aún cuelgan en la mítica Fonda Pepe, tras sufrir un accidente de moto poco después de Highway 61 Revisited. En la isla, solía hacer escala en sus rutas a Afganistán David Gilmour, líder de Pink Floyd, y algunos aún recuerdan a Nico, musa de Andy Warhol, paseando en bicicleta por los caminos blancos de Ses Salines. Jordi regenta hoy una tienda de productos naturales en San Francesc, la capital, y vive en la misma casa que alquiló hace décadas por trescientas pesetas al mes. Suple la falta de agua corriente y electricidad con un pozo y unas placas fotovoltaicas. «Llevo una vida de anacoreta, aunque a veces me gustaría que fuera menos plena y más confortable», reconoce. Algo similar le sucede a Schoopi, alemán de 62 años a quien los soldados soviéticos que invadieron Berlín tras la Segunda Guerra Mundial apodaron así porque, de crío, les pedía sus gorros militares, los chapka; a Ditri Meadow, armenio de 62 años que vive de vender tallas de madera de olivo; y a Bob Bertilson, de 83, teniente coronel jubilado del ejército sueco y ex casco azul de la ONU. Bob conoció a su mujer en el ferry hace medio siglo y la citó en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora del año siguiente. Ella acudió, y ambos se instalaron en la isla junto a un aluvión de extranjeros melenudos, sonrientes y pacíficos que subsistían con menos de cien dólares al mes, se bañaban desnudos por las noches y encendían hogueras en la playa para celebrar fiestas hasta el amanecer. Fuera de temporada Aquel espíritu libertario ha sucumbido a los desorbitados precios del suelo: alquilar un apartamento hoy en día cuesta unos sesenta euros diarios en verano. Y para comprar una casa hay que competir con las rentas de los millonarios de Centroeuropa. Pero fuera de la temporada alta aún se puede descubrir esa Formentera escurridiza y lagartija, de calas solitarias de arena fina y aguas verdes, de noches acigarradas a la luz de las estrellas y de atardeceres violetas y naranjas en otoño y primavera. «Llevo diecinueve años años viendo esas puestas de sol y no me canso», asegura Carlos Otero, coruñés de 55 años, quien advierte que no es fácil vivir en una isla de apenas veinte kilómetros de largo. «Todos hemos tenido islitis alguna vez», ironiza. Otero es delineante, pero en Formentera ha hecho de todo: regentó locales de copas, se dedicó a la construcción, a la pintura, a la artesanía, colaboró con revistas de arte, montó un negocio de alquiler de bicicletas... «Algunos amigos aún me preguntan qué voy a hacer de mi vida. Y yo respondo: ¿qué has hecho tú de la tuya, trabajando treinta años en un banco?» apunta. Formentera tiene hoy 5.500 habitantes y un innegable regusto turístico. Pero ha resistido el contagio de la agitación machaca de Ibiza y de los resort de Mallorca, y conserva aún en su subconsciente un retazo de aquello maravillosos años hippies, la época en que, como cuenta Jordi Chícheri, era un andén que permitió a unos cuantos afortunados apearse del tren de una vida que no deseaban. O, como la describe Julio Medem en la película Lucía y el Sexo: «un peñasco flotante al que nada sujeta al fondo del mar, y que, en los días ventosos de invierno, ahuyenta a las serpientes mediante molestos episodios de islitis que sólo las lagartijas son capaces de soportar».

Cargando contenidos...