Diario de León

De cómo un clérigo ignorante desquició a los marines

Al Sáder, joven radical chiíta y líder de las milicias más fanáticas iraquíes, mantiene su lucha contra los marines y su afán para lograr el poder político

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DAVID BERIÁIN | texto
León

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A Moqtada al Sáder, sus mayores lo miraban por encima del hombro. En el hiperjerarquizado mundo de los ayatolás chííes, él era un joven de apenas 30 años que no había alcanzado ni siquiera el grado de mujtahid , el paso previo a convertirse en ayatolá. Sus palabras no eran, por tanto, escuchadas por los doctores de la fe. No tenía suficiente cultura y su conocimiento del mundo se reducía a Irak, de donde jamás había salido más que para visitar en una ocasión el vecino Irán. De hecho, el único patrimonio de Moqtada para ser aceptado entre los círculos más influyentes del chiísmo era ser el hijo de Mohamed Sadiq al Sadr, un clérigo muy respetado que fue asesinado por Sadam Huseín. Sin embargo, este joven de humor irascible ha sido hasta ahora uno de los mayores quebraderos de cabeza de Estados Unidos en la posguerra de Irak. La lucha de Al Sadr contra la ocupación empezó nada más acabar la guerra. Frente a la mayoría de sus correligionarios, que encabezados por el gran ayatolá Alí Sistani dieron el visto bueno a la invasión porque les libraba de una dictadura que se había cebado con ellos, Moqtada la rechazó de inicio y empezó lentamente a reclutar una milicia. Su discurso caló enseguida entre los más pobres, los primeros que se dieron cuenta de que poco o ningún beneficio iban a sacar de la caída del régimen de Sadam. Sin trabajo, con más inseguridad en las calles de la que podían recordar y sometidos a la humillación constante de la presencia de tropas extranjeras en su propio país, muchos fueron los que cogieron las armas. Diez mil, según algunas estimaciones. Otras las dejaban en dos mil. Israel y la Coca-cola Cuando este periodista visitó en agosto del año pasado su cuartel general, se encontró con un conjunto de jóvenes fanatizados que creían ver conspiraciones sionistas en las latas de Coca Cola. «Si lees el nombre en árabe al revés puedes ver que pone Israel», decía Fayed al Khazir, el hombre de Moqtada en Diwaniya. Una cosa estaba clara: a pesar de todo, seguirían a su líder a cualquier parte. Al Sadr les dio el nombre de Ejército del Mahdi, recordando así a una de las figuras emblemáticas de la iconografía chií. Les armó (lanzagranadas RPG, ametralladores semipesadas y los omnipresentes fusiles Kalashnikovs) y les dio un ideario muy básico que coqueteaba con la idea del martirio. «Una vida sin dignidad, sin orgullo, una vida de humillación como la que vivimos ahora no merece la pena ser vivida. Vivíamos mejor con Sadam. «Yo pienso que es mucho mejor ser un sehid (mártir)», comentaba en aquellos días Fadir, uno de los fieles. Una vez creada y armada la milicia, poco tardó Moqtada en lanzar su primer órdago. Rechazando de pleno al Consejo de Gobierno, abogó por la formación de un Gobierno paralelo. Tuvo que renunciar por falta de apoyo popular, como él mismo reconoció, pero fue el primer aviso de que el rechoncho clérigo iba en serio. Sin embargo, no fue hasta abril cuando Al Sadr dio el paso definitivo. Estados Unidos, haciendo alarde de una falta de visión política sin precedentes, se empeñó en enjuiciarlo por el asesinato de otro clérigo, cerró sus periódicos y capturó a su lugarteniente. Fue eso, la prepotencia norteamericana y no el propio tirón que pudiera tener el clérigo, lo que convirtió a Al Sadr en un referente para muchos iraquíes. Moqtada desencadenó una revuelta que puso en jaque a la coalición. Todas las ciudades importantes del sur se sumaron y a sus dos mil milicianos iniciales se sumaron muchos desarrapados más dispuestos a coger las armas. Pronto se hicieron con el control de Nayaf, Kerbala, Nasiriya y Basora. Sólo después de largas negociaciones, Al Sadr aceptó un alto el fuego a cambio participación en el proceso político. La mediación del gran ayatolá Alí Sistani fue decisiva. Las relaciones entre ambos eran malas y los observadores creían que Sistani utilizaba a Al Sadr como presa para presionar a EE.UU y convencerles de que si Washington intentaba prescindir de los clérigos chiíes moderados, se iba a encontrar con radicales como Moqtada.

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