Diario de León

Verídica historia sobre el origen del nombre del ilustre mesón del Barrio Romántico

Publicado por
MARCELINO CUEVAS | texto
León

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|||| Debo reconocer, y reconozco, que soy ferviente admirador y ávido degustador, de las mollejas guisadas que hacen en La Esponja, típico mesón que sienta sus reales en lo que se ha dado llamar Barrio Romántico, al lado de la impresionante fábrica románica de San Isidoro. Mientras hacía los honores al gustoso plato, contemplaba yo el espectacular mural que adorna el vestíbulo del establecimiento. Debía tener cara de sorpresa o gesto de ignorancia, porque un señor que tomaba una caña, con acompañamiento de un buen plato de lengua curada, se dirigió a mí y con gesto didáctico me dijo: «¿Sabe usted la historia de este mural?». Naturalmente le dije que si bien admiraba la belleza y donosura de la dama allí representada y lo bien retratada que pictóricamente estaba la Basílica Isidoriana, de su historia nada conocía. Me dijo entonces mi vecino de barra: «Yo, que por cierto me llamo Marín de la Red, soy el artista que pinté este mural y los demás que decoran la casa. Y en ellos represento la historia de La Esponja, que por ese sobrenombre era conocida en el ocaso de la época decimonónica doña Graciela Pulgar, joven hija de una familia de modestos comerciantes y felizmente casada con don Julián Soria, hombre de ascendencia judía y rico propietario de una fábrica de zapatillas y madreñas en plena expansión gracias a los enormes pedidos que recibía para calzar al ejército colonial». «Doña Graciela era proclive a la bohemia y a visitar todos y cada uno de los grandes figones que rodeaban, como moscas atraídas por luminoso fanal, los mercados de la Plaza Mayor cada miércoles y cada sábado. La mujer adoraba a Baco con tenaz insistencia y de ahí el mote de La Esponja, que le impusieron. Tenía Graciela buen porte, hermoso rostro y delicadas manos que cuidaba con cremas que recibía directamente de París, cuna entonces de todas las maravillas e inventos. Una de sus mejores virtudes era su maestría en la cocina, que cultivaba con intermitencia, pero con singular acierto. Eran famosos su salpicón de marisco. Que preparaba siempre que los arrieros maragatos llegaban a la ciudad con los frutos marinos de las rías gallegas, o cuando algún amigo asturiano le hacía el regalo de algunos pescados y mariscos. También embobaba a don Julián con unas deliciosas y picantonas alubias bañezanas estofadas, con las que el consentidor cónyuge se sentía morir de placer. Y en el colmo del virtuosismo gastronómico asaba maravillosamente los tiernos lechazos y elaboraba con paciencia musulmana un arroz con leche con mucho limón y cubierta de canela que, cuando las cocinaba, mandaban directamente a la siesta a su bien alimentado esposo». Acompañaba a Graciela en sus correrías por tabernas y mesones un galopín de apenas trece años, Robín, que guardaba las apariencias y pretendía evitar, sin éxito, que don Julián fuera adquiriendo poco a poco cierto parecido con los rebecos y los ciervos que corrían por los cercanos Picos de Europa. A primeras horas de la noche del primer jueves de un marzo ventoso y frío, Graciela acaba de llegar a un decrépito bodegón que escoltado por un convento y la panadería de dona Encarnación (que hacía, además de las hogazas de rigor, unas exquisitas tortas bañadas en miel), abría sus ilustres puertas en la calle que ahora llaman del Cid, cuando aparecieron montando sonora bronca un capitán de dragones y dos sargentos de aduanas, accidentalmente en la capital, que pidieron mucho vino de la tierra, una gran tortilla, dos raciones de callos y -por indicación del tabernero que era del Bierzo- un botillo con chorizos y cachelos». «Pronto el capitán, pomposamente uniformado, quedó prendado de la risa contagiosa y las ebúrneas carnes de Graciela, que degustaba con delicada apostura un tostadillo de Valdevimbre, mientras Robín hacía solitarios con una sebosa baraja en un rincón de la bodega. Pronto se entabló el diálogo, el capitán tentó a la dama con el gracejo de quien, además de luchar en mil batallas, ha disfrutado de los favores de cien mujeres, y le invitó al ágape que estaba ya en sus prolegómenos. Transcurrió el banquete sin tropiezos entre chanzas y risas y al final, mientras remataban atacando a un botellón de aguardiente de orujo, recién llegado de Cacabelos, el capitán acosó sin tapujos a la dama, que se defendió con ágil esgrima de palabras y prometió al galán una charla amigable en la reja de su ventana, en la cuesta de los Castañones, a las doce empunto de la noche». Pasó la milicia el tiempo restante hasta la media noche en la taberna de la calle Matasiete y bien adobado en alcohol, el capitán, embozado con su capa desafió la oscuridad y la escarcha y fuese hasta la reja de doña Graciela que esperaba anhelante al galán, al que ofreció a través de la ventana, antes que conversación o carnal intimidad, una copita de arrope y una bandeja con deliciosos amarguillos de Sahagún. De una en otra el militar fue venciendo la resistencia y consiguió que la reja se abriera, con un salto ágil tomó posiciones en el interior y se disponía a rendir en la plaza cuando pareció en el vano de la puerta la figura de don Julián que, inocente de la situación se había levantado de la cama con tremenda agitación de bandullo debido a unas demasiado picantes ancas de rana que se había administrado para cenar, que comenzó a gritar pidiendo auxilio y voceando que los ladrones pretendían robar su casa. Se lanzó el capitán como un basilisco sobre la tronante figura y dio con él en el suelo, con tan mala fortuna que la floreada cabeza del madreñero golpeó en la esquina del marco de la puerta... y allí terminaron para siempre sus gozos y sus sombras». «Y abreviando, Graciela conminó a la huida al belicoso galán, fingió un accidente a la llegada de los criados que tardaron lo suyo en llegar desde los desvanes donde tenían sus habitaciones, y así, La Esponja, fue dueña ya para siempre de la floreciente fábrica de zapatillas y madreñas... y de su vida, que disfrutó de lo lindo. Por cierto... del capitán nunca más se supo. Esta es, a grandes rasgos, la historia de la doña Graciela, en cuyo honor este mesón se llama desde hace muchos años La Esponja». Agradecí al pintor su documentada información, le felicité por lo acertado de su intervención en las paredes del establecimiento y le invité a cenar. Concelebramos con un bacalao al ajo arriero, un morcillo estofado y un arroz con leche que nada tenía que envidiar al que hiciera en su mocedad doña Graciela y nos fuimos de copas mientras seguíamos dándole vueltas a la historia de la bella mujer decimonónica, que tiene muchos, pero que muchos más capítulos que merecerían figurar en los anales históricos de la ilustre villa leonesa.

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