Diario de León

DE PRIMERA MANO

«Sólo he querido reflejar el miedo y la soledad» «Todo estaba lleno de muertos; había hombres despedazados por doquier»

Luis Gómez Domingo es el creador de la exposición que se inaugura en diciembre y que une la experiencia del pintor Vela Zanetti con el drama vivido en la toma de Teruel

FUNDACIÓN

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Publicado por
CRISTINA FANJUL | texto
León

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Luis Gómez Domingo no recuerda de quién partió la idea de llevar a cabo una empresa artística que fructificara en la recreación de uno de los episodios más sangrientos de la historia de España. «Quería que los cuadros reflejaran la reconciliación, no el resentimiento o el rencor», destaca el colaborador de Diario de León. El proyecto surgió a partir de una conversación con Eduardo Aguirre, secretario de la Fundación Vela Zanetti, en la que se habló de la batalla de Teruel y de la participación del pintor burgalés en la misma. Gómez Domingo vivió muy de cerca la experiencia de los noventa días turolenses a través de las conversaciones que escuchaba a sus padres y abuelos cuando no era más que un niño; imágenes que revolucionaban su imaginación infantil y que fueron generando una concepción muy clara de los sentimientos con los que los habitantes de la ciudad aragonesa y los combatientes vivieron la lucha. A pesar de que la muerte fue en más de una ocasión uno de los invitados que su familia se vio obligada a albergar, el creador recuerda con nostalgia cómo sus padres siempre trataron de inculcarle un fuerte sentido de ecuanimidad, en el que primara ante todo el drama humano que supuso el 36, y no el ánimo revanchista. «Recuerdo una anécdota que me contaba un tío que estuvo en el frente de Teruel. Un día, pasada la guerra, conoció a alguien en el tren con quien mantuvo una gran conversación; pues bien, poco antes de despedirse supieron que se habían enfrentado en el campo de batalla». Gómez Domingo ha rumiado durante años las imágenes de fotógrafos como Robert Capa junto a la recreación de las fotos que la memoria dejó en su casa para elaborar la que, hasta ahora, se ha convertido en un punto sin retorno en su carrera artística. Además, la muestra también trata de ser un homenaje a José Vela Zanetti, uno de los soldados que luchó y que perdió en Teruel. El artista -que «cuenta» la batalla a través de 26 cuadros- ha huido del hiperrealismo, convencido de la necesidad de que los cuadros estuvieran protagonizados por la fuerza de las emociones y no tanto por la estética plástica. «Quería imprimir sentimientos a cada pincelada; que fuera suelta y abierta y, algo fundamental, que careciera de color, porque la guerra civil se vivió en blanco y negro». No quería trivializar el drama a través del color. Considera que Teruel fue algo más que una batalla porque su eco perduró en el tiempo. Los campos de Teruel en los que jugaban los niños seguían poblados de bombas después de muchos años y, el propio pintor conoció a un chatarrero que subsistía de recoger los artefactos de la guerra. Se ha negado a estudiar otros cuadros de temática épica por temor a que el espíritu que perseguía se envileciera. El sentimiento desgarrador del sufrimiento humano contiene suficiente epopeya como para concentrarse tan sólo en ella y prescindir de lo demás. Los cuadros que se presentarán en diciembre en el Auditorio Ciudad de León transcriben los padecimientos de los hombres en clave interna. «Es como si yo mismo hubiera estado en la guerra», tal ha sido la experiencia catártica que ha sufrido Domingo. Por eso no ha reflejado hitos como el de la batalla de Alfambra, el episodio más decisivo de aquel tenebroso capítulo, para no convertir la tragedia en una estampa, en una postal, desvirtuando el sentimiento humano. «Si miras a los ojos de mis personajes v erás en ellos el miedo y la soledad; estás solo cuando estás lejos de los tuyos y tienes miedo cuando crees que no volverás a verlos». Si tuviera que elegir una obra entre todas las creadas sería Evacuados , cuadro en el que plasma la tragedia vivida por su madre y sus cinco hermanos. Es un homenaje a los suyos que, en el fondo, busca la identificación con todos, , con nosotros, con los demás. |||| «Más de 900 baterías tiraban a discreción; comenzaron a lanzar su carga al amanecer y eran ¡tantos! los proyectiles, que nublaban el sol; parecían enjambres de moscas». Valeriano González recuerda cada minuto que pasó en el frente, un frente que se llevó dos años de su vida. Hoy tiene más de 90, pero cuando comenzó la guerra apenas había cumplido los 26 y acababa de nacer su primer hijo. Estuvo en Teruel, y es uno de los pocos que aún puede contarlo; sin rencor, sin resentimiento. Recuerda aquel día en que la artillería enemiga -«había bandadas de aviones»- cambió su dirección. «Me había resguardado en una iglesia y, de repente, vi como me caían las bombas. Un cañonazo que se desplomó a veinte metros de donde estaba me tiró al suelo. Las ráfagas de las ametralladoras me rozaban los pies, y entonces conseguí desplazarme hasta una olla de 16 metros de profundidad, donde pasé la noche». Durante la guerra era corriente el cacheo. Los piratas se desplazaban de manera constante en ambas líneas para «cazar» las escasas posesiones de aquellos cuyas vidas habían acabado debido a un mal movimiento. Valeriano tuvo suerte aquella noche, y cuando llegaron, los «palpadores» se lo encontraron vivo. Los cuervos tuvieron un día poco productivo. El caso es que Valeriano consiguió ese día librar a su batallón, el décimo, de la artillería enemiga. Desde diciembre hasta enero no avanzaron y el día ocho tomaron San Blas hasta llegar a El Muletón, donde hicieron guardia durante días. Dormían sobre la nieve y hacían pequeñas lumbres a su alrededor con el fin de despistar al enemigo. «De esta manera creían que había más de una compañía». De San Blas a Teruel, a la capital, plaza que tenían orden de tomar ese mismo día. «Llegamos por la tarde. No se movía una paja; era como si no hubiera nadie. Los mandos nos daban instrucciones sin parar y yo pensaba ¿para qué tanto si nos van a matar a todos?». Sin saber cómo, Valeriano se despistó una vez más. En una de las orillas de la carretera en la que esperaban se detuvieron tres coches. De uno de ellos se bajó el general Aranda, aquel que, tras la guerra, en 1943, participó en una fracasada conspiración contra Franco por la que fue enviado a Mallorca. «Son la mejor gente del norte; sabes que tienen familia y que si les metes ahí no saldrán; les están esperando». Valeriano no sabe quién era el destinatario de tales palabras, sólo que se suspendió la entrada y que se pasaron los días siguientes en Las Barrancas preparando trincheras. A muchos se les helaban los pies y las manos. Fue uno de los inviernos más duros de cuantos se recuerdan. Las estepas aragonesas registraron temperaturas cercanas a los veinte grados bajo cero. Fue tal el frío que, años después, las grandes nevadas que decidieron el resultado de otra guerra -la segunda gran guerra- en otro escenario -esta vez las estepas rusas- no lograron que los españoles se rindieran a esta muerte azul. La tragedia de los alemanes fue, para los miembros de la División Azul, poco menos que un paseo militar. Son muchos los recuerdos que han quedado de lo que el cielo envió aquel invierno. La gangrena se convirtió en una compañera habitual, y muchos regresaron a sus casas con el cuerpo algo más breve. Otros, los menos, tuvieron más suerte. Algunos se sirvieron de lo que la experiencia les había enseñado para salvar sus piernas. Fue el caso de uno de los combatientes, que se negó a ser operado y se cubrió durante días con curdas de caballos para reactivar la circulación muerta. Tras la batalla Ese infierno blanco se prolongó hasta el mes de febrero, cuando por fin tomaron Teruel. Fue por la mañana y Valeriano aún recuerda las filas de prisioneros -más de seiscientos entre guardias de asalto y milicianos- que se hicieron durante ese día. «Llevábamos un año y medio sin lavarnos, así que bajamos al Turia. Todo estaba lleno de muertos. Había miembros humanos despedazados por doquier». Uno de los episodios que con más claridad recuerda es el que le tocó vivir en la zona llamada la Media Luna, donde lucharon el sexto y el décimo batallón. Fue una de las batallas más cruentas, por cuanto que durante cuarenta y ocho horas seguidas no cejaron los contraataques. «Fue una de las experiencias más terribles. Aquel día había una niebla cegadora, y cuando subía, el enemigo lo hacía con ella, con lo que la mayoría de las veces no les veíamos, nos sorprendían continuamente». Valeriano fue aquel día el encargado de llevar el armamento al campo de batalla y describe cómo bajaban heridos y muertos de manera cansina. «Ayudaba a los heridos, pero a los muertos les dejaba allí ¿Qué podía hacer si no? Después de aquellas horas interminables, se había diezmado el número de combatientes, tanto que les dieron una botella de cognac para cada dos. El setenta por ciento de los soldados había fallecido en el frente. Los hubo con más suerte. Fue el caso de Julián, también de León, que se salvó gracias a Valeriano. Bajó con heridas de metralla en la cabeza y fue éste último quien le proporcionó una tarjeta de «pronóstico reservado» con el que pudo llegar al hospital de Zaragoza, donde permaneció hasta que acabó la guerra. Valeriano no se amilana ante la muerte. Habla de ella con total naturalidad, incluso con sentido del humor, sin miedo. «Ocurre cuando la has mirado de frente». Tras la toma de Teruel, el batallón fue enviado a Córdoba, al frente de Malpartida, a perseguir el llamado escuadrón de la Pasionaria. Y de allí, otra vez a Teruel, a romper el frente para Guadalajara. «Fue una de las operaciones más delicadas, porque había que tomar las trincheras al asalto; nos cambiaron la ropa justo el día antes de aquello, con lo que todos pensamos que nos mandaban directos a la muerte, con la mortaja puesta». Sin embargo, ni siquiera tuvieron oportunidad de entrar en acción. El final de la guerra les pilló desprevenidos, tanto a ellos como a los pobres que esperaban en aquellas trincheras, que quedaron vacías antes de lo que muchos hubieran deseado. Juicio sumarísimo. Fue mucho después cuando tuvieron la certeza de que aquello había terminado, de que podían volver a casa, de que el frío y la muerte habían pasado a un segundo plano. Era tiempo de celebrar para unos, de luto para otros, de silencio para la gran mayoría. Parecía que todo iba a quedar después en calma, pero no fue así. A Valeriano aún le quedaban malos tragos que pasar, y no precisamente por el hambre y la miseria que concatenó con la guerra. Poco después de regresar a León, fue detenido bajo la acusación de deshacerse del carnet de la Falange. «Yo jamás fui de Falange». Dos días en San Marcos, junto a otros que nunca salieron, como la mayoría de los que lucharon y perecieron, como todos a los que Teruel nunca abandonó.

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