Diario de León

Por qué no somos una autonomía

Tras más de veinte años persisten las voces que reclaman una autonomía para León. La actual comunidad vive un problema insólito y único en España a causa de las famosas «razones de Estado»

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Publicado por
Emilio Gancedo
León

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Esta semana se celebró en el castillo de Fuensaldaña de Valladolid, sede de las Cortes autonómicas, las primeras Jornadas sobre la historia reciente de Castilla y León . Los actos reunieron a un buen número de protagonistas de aquel intenso proceso que condujo a la creación del actual mapa autonómico. Sin ánimo de ofender a nadie, a uno le llama poderosamente la atención el silencio que en actos como ése, y en otros parecidos, se extiende sobre algunos de los acontecimientos que tuvieron lugar en aquellos momentos: acontecimientos que apasionaron y movilizaron a mucha gente en León, a toda aquella gente que salió a la calle al legítimo grito de Autonomía para León . ¿No fueron, a su modo, también protagonistas de aquel período? Hoy, aunque gran parte de los leoneses no hayan vivido aquellas horas históricas, la mayoría de ellos, aun los muy jóvenes, sienten tanto como aquellos otros ese fuerte tirón por su tierra, algo que aún sigue provocando frecuentes tensiones en el seno de la comunidad. Y leyendo o preguntando sobre aquellos hechos -cuyo conocimiento resulta vital para entender la situación actual-, comprobando cómo León, al ser uno de los territorios históricos más antiguos de España, estuvo a punto de alcanzar su autonomía finalmente denegada, estos jóvenes se preguntan: ¿Por qué León, que aparece en todos los mapas como entidad diferenciada desde la Edad Media y hasta 1983, no es hoy una autonomía? ¿Qué razones se esconden detrás de este hecho? Económicas. Son las principales. Es una cuestión de ejes económicos. Sin León, Valladolid dejaría de ser el centro geográfico desde el que articular un espacio tan extenso como es la meseta norte. Con León, Valladolid queda casi exactamente en el centro de la comunidad, y a esta ciudad convergen, de manera natural, los flujos económicos y humanos del resto de la «macro-región». Por esta razón se permitió que dos provincias que siempre habían pertenecido a Castilla, Santander y Logroño, se configuraran como comunidades autónomas uniprovinciales mientras que a León, que nunca lo fue, se la enlazó con su región vecina. Logroño-La Rioja es cuenca del Ebro, río que forma un eje económico propio; y Santander-Cantabria cae a la vertiente atlántica, pero anteriormente ninguna de estas provincias se habían configurado como regiones con entidad propia. De todas formas, si las económicas son las verdaderas razones, ¿por qué entonces se insiste en reforzar las «señas de identidad comunes» de la «región de Castilla y León», si no las tendría? Que se le diga al pueblo leonés claramente cuál fue la verdadera razón y si ha de seguir siendo, como hasta ahora, un mero apéndice de Castilla, que sepa por qué lo es. Políticas. Sin duda, se trata de causas tan importantes como las anteriores. De hecho, a esta comunidad se le haya llegado a calificar, incluso por sus propios artífices, de «región política», en contraposición con las regiones culturales o naturales. Dentro de este complejo y enorme conjunto de causas habría que hablar del objetivo de la entonces todopoderosa UCD de «equilibrar» el mapa autonómico. Se tenía miedo de los «desmanes» que pudieran causar los vascos y los catalanes, y se pretendió crear una gran autonomía, extensa y muy «española» que sirviese de contrapeso a los movimientos centrífugos de las periferias. Por otro lado, resulta inevitable hablar del entonces líder de la UCD y uno de los hombres fuertes del partido a nivel nacional, el leonés Rodolfo Martín Villa. El proyecto de crear una gran comunidad que actuara de contrapeso fue una de sus máximas, pero también lo fue su necesidad de actuar con mano dura en la cuestión castellano-leonesa con objeto de preservar su valía frente a la directiva nacional. Y más teniendo en cuenta que, en un primer momento, Martín Villa y la UCD leonesa se habían posicionado claramente a favor de una autonomía uniprovincial leonesa. Llegados a este punto, hay que decir que el proceso autonómico en León vivió, a grandes rasgos, dos etapas: una primera, marcada por un escasamente combativo sentimiento regional (que, de todas formas, nunca fue de signo castellano-leonés ), y una segunda señalada por las masivas manifestaciones en la calle solicitando la autonomía para León. Si en un primer momento la UCD pedía que León se convirtiera en comunidad, después cambió de rumbo por exigencias de la directiva nacional y obligó a todos los ayuntamientos leoneses en los que gobernaba a votar por la unión con Castilla, cuando todas las encuestas, tanto institucionales como personales, expresaban la voluntad popular de que León se configurara como comunidad autónoma, bien de forma uniprovincial, bien con Zamora y Salamanca, integrantes también del viejo Reino de León, si estas provincias así lo desearan. La unión con Castilla era una de las últimas opciones deseadas, en algunas incluso después de la unión con Galicia y por supuesto, con Asturias. Para algunos era sencillamente impensable o por lo menos muy extraño unirse a Castilla. Además, también hay que tener en cuenta los bandazos y/o vacilaciones de las otras fuerzas políticas. La derecha de AP era en principio favorable a la autonomía en solitario, pero no así buena parte de socialistas y comunistas. El dirigente del PSOE de León, el influyente Baldomero Lozano, era partidario de que León se convirtiese en comunidad, pero su repentina muerte hizo tambalearse esa opción entre el partido. Las fuerzas de izquierda, sobre todo los comunistas, hacían campaña a favor de la unidad con Castilla, mientras que muchos miembros del PSOE salieron a la calle tras la pancarta Somos socialistas, pero antes leonesistas . La variabilidad de estas opciones, atentiendo más o menos fielmente a las directrices que sus respectivos partidos imponían desde arriba, fue en contra de una galvanización absolutamente masiva de toda la sociedad leonesa en favor de la autonomía. Históricas. El gobierno autonómico y los artífices de la «nueva realidad» castellano-leonesa aducen con frecuencia un dato: los reinos de León y de Castilla se unieron bajo una misma corona en el año 1230. Esto es cierto, pero no es toda la verdad: en aquel momento histórico la corona de León incluía regiones como Galicia, Asturias, León, Extremadura y hasta parte de Andalucía; y también el Reino de Castilla alcanzaba otra media España. Por otra parte, y exactamente igual a como sucedió con otros reinos o regiones históricas, León siguió conservando sus leyes y su personalidad administrativa, jurídica y militar con la unificación de España y hasta la llegada de la dinastía borbónica. Había multitud de cargos propios del Reino de León, como el adelantado mayor , el canciller o el alguacil mayor de León. Precisamente el nombre de esta región fue, durante muchos años, el de Adelantamiento de León, y con sus propias instituciones, fronteras y personalidad existió hasta la uniformidad ejecutada por los Borbones a finales del siglo XVIII. Después, y como sucedió con el resto de zonas, la región leonesa, con las mismas atribuciones administrativas que sus vecinos, persistió, si bien con fronteras algo cambiantes, hasta principios de los años ochenta del pasado siglo, cuando desaparece del mapa de España. Geográficas. Otra razón de la que se echa mano con frecuencia para justificar la actual comunidad es la geografía (¿no resulta curioso que esta autonomía tenga que estar justificándose continuamente, no resulta ya de por sí algo sospechoso? Las autonomías se hacen de abajo hacia arriba, amparadas en el sentir de los ciudadanos, en su conciencia de pertenencia a un grupo humano concreto; debería estudiarse y tenerse en cuenta el rechazo de la ciudadanía hacia una configuración territorial determinada con el fin de mejorarla, modificarla, y es el caso, sustituirla: las autonomías, no lo olvidemos nunca, se hicieron «para mejorar la vida de los ciudadanos»). Como decíamos, libros, documentales y otros artículos de investigación o promoción hablan de una comunidad volcada hacia «la cuenca del Duero». Este río haría, así pues, de hilo vertebrador de la autonomía. Se trata de una razón muy cercana a la causa económica que ofrecíamos antes y única en España, pues ninguna de las diecisiete comunidades basan su creación, únicamente, en una cuenca hidrográfica completa; además, muchas partes de las provincias que componen la actual autonomía pertenecen a cuencas hidrográficas distintas de la del Duero (comarcas de Burgos y Soria que vierten al Ebro, y por supuesto casi medio León -Bierzo, Laciana, Babia-, que lo hace al Atlántico). Aunque sí es cierto que las aguas que vierten al Duero son mayoritarias en las actuales nueve provincias, esa razón es frágil cuando choca con los sentimientos de la gente, que conoce bien cuál es su identidad aunque ésta no se ajusten a accidentes geográficos concretos. Además, muchos geográfos coinciden en señalar la debilidad que en ocasiones presentan las grandes barreras naturales al contener a un pueblo concreto: sólo hay que tener en cuenta la afinidad cultural e histórica, la simpatía que sienten entre sí los leoneses y los asturianos cuando entre ellos se alza una cordillera con cumbres de casi 3.000 metros (sin hablar de la cultura vasca o catalana que se extiende a ambos lados de los Pirineos); al tiempo que, por el contrario, la sintonía y la comunicación histórica con la tierra llana de Castilla, mucho más accesible geográficamente, ha sido únicamente de tipo comercial, y no sentimental. Semánticas. Aunque puedan parecer absurdas, son indicio de algo que podría haber estado en la mente de muchos a la hora de diseñar esta gran autonomía: León es el «apellido» ideal para la comunidad. ¿Si no estuviera León, cómo se llamaría? ¿Castilla, así a secas, entrando en confusión con la otra Castilla, la que se apellida «-la Mancha»? ¿o quizás debería llamarse con su verdadero nombre histórico, Castilla la Vieja? ¿Es que esta última denominación es poco «moderna», poco «europea», poco «atractiva»? Así pues, y como puede verse, el problema de fondo es bastante más amplio; es el problema, aún no resuelto, de qué es Castilla (y también de qué es León); ya que, si el criterio de creación de las comunidades autónomas españolas es el histórico, entonces debería haberse creado una enorme comunidad, llamada Castilla, que agrupase lo que actualmente es más de media España, y un León, por su parte, bien definido. ¿O es que los criterios de formación son, para algunas regiones, históricos; y para otras son económico-político-de interés nacional? Porque si es de esta última manera, si las comunidades fueran meras circunscripciones administrativas sin referencia alguna con el sentimiento regional, entonces debería haber regido tal criterio para todos. ¿O es que hay ciudadanos de primera y de segunda? Y en el caso de que, como se pone de manifiesto, los criterios de creación de esta comunidad autónoma no están basados en la identidad (pues los leoneses, en su mayor parte, no estaban de acuerdo), ¿a cuento de qué este machaconeo incasable de la Junta con la potenciación de nuestras «señas de identidad comunes»? Sociales. Tampoco estaría de más hacer constancia aquí de la convulsa situación socio-económica que vivía León en aquellos años cruciales, finales de los años setenta y principios de los ochenta: huelgas generales, paros en la construcción (los primeros y más importantes de España), crisis minera y agricultores en pie de guerra. Los sindicatos de campesinos (sobre todo los del Páramo) pusieron en jaque a las autoridades tardo-franquistas con sus tractoradas, y la reconversión de la minería se perfilaba imparable y brutal ante las nuevas perspectivas de entrada en un mercado supranacional, europeo. Dejar a su albur una comunidad autónoma leonesa con todos esos lastres podría parecer complicado para la UCD, y sobre todo, en aquellos tiempos tan delicados, se temía que pudiera convertirse en pasto de las izquierdas. Todo esto podría coadyuvar, pues, a la filosofía que finalmente prevaleció a la hora de diseñar esta Castilla y León en la que algunos leoneses, pese a la tremenda desilusión inicial, pensaron que quizá podría constituirse como una comunidad «bicéfala» con un gobierno autonómico desdoblado que atendiese a las necesidades de ambas regiones. Pero no ha sido así, quizás a causa del conocido principio por el cual el poder siempre tiende al absoluto. Los distintos gobiernos autonómicos que se han sucedido se han distinguido por pretender unificar (o mejor dicho, castellanizar) las señas de identidad de ambos territorios. Y al castellanizar, está claro, se pierde lo leonés, se desdibuja, queda oculto para lo institucional. Esta comunidad autónoma de Castilla y León, que no tiene gentilicio (uno será castellano o será leonés, pero jamás castellanoleonés ), lo quieran reconocer sus mantenedores o no, tiene un problema. Un problema que se resume en lo siguiente: León es una región histórica con una identidad propia y definida, y sus habitantes tienen una identidad única y propia: la de ser leoneses; una identidad que no se tuvo en cuenta a la hora de la delimitación autonómica. Por eso el choque es inevitable y por eso los responsables de la comunidad, si tuvieran un mínimo de visión de futuro y de sentido del deber, harían algo al respecto antes de que se enquiste y agrande el conflicto.

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