Diario de León

«Grises», víctimas y verdugos

Julián Delgado defiende a los policías armados de a pie, que fueron utilizados por el régimen franquista como su brazo represivo contra cualquier tipo de subversión, pero les negó una formación adecuada, les puso en situaciones límite con riesg

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ENRIQUE CLEMENTE | texto
León

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Ferrol, 10 de marzo de 1972. Dos trabajadores de Bazán mueren por disparos de la Policía Armada. Son Amador Rey Rodríguez, de 38 años, casado y padre de cuatro hijos, y Daniel Niebla García, también de 38, casado. Otras 36 personas resultan heridas, dos de ellas muy graves. Son los últimos años del franquismo, en los que el régimen acentúa la represión ante las crecientes protestas de obreros y estudiantes, utilizando a los grises como brazo represor en primera línea de frente. Julián Delgado ofrece en Los grises. Víctimas y verdugos del franquismo (Temas de Hoy) un estudio escrito desde el otro lado de las barricadas por un militar que fue oficial de los grises y que desde un franquismo inquebrantable evolucionó hasta ser uno de los fundadores de la Unión Militar Democrática. El autor da su particular versión de lo que sucedió en Ferrol. «Fue un caso paradigmático. Hubo un momento en que la policía estuvo a punto de ser linchada por los manifestantes. En el Puente de las Pías hirieron al capitán y al teniente de la compañía. Si no salen corriendo y a tiros les matan», asegura. Puente de las Pías Según su relato, unas 4.000 personas se manifestaron por la ciudad gallega desde la zona de los Cantones hasta el Puente de las Pías. Protestaban por la actitud de la fábrica Bazán, que había suspendido el convenio y represaliado a cinco representantes de los trabajadores, por lo que habían iniciado una huelga. Al llegar al cruce con Castela, unos cuarenta grises les cerraron el paso. «Los obreros, conscientes de su descomunal superioridad, iniciaron el desbordamiento de la Fuerza», cuenta Delgado. Algunos agentes, desbordados y asustados, respondieron a las agresiones de los manifestantes utilizando sus armas. Para Delgado, la culpa no fue de esos grises de a pie, sino de sus superiores que no hicieron caso de las advertencias del capitán Casillas, jefe de la policía en El Ferrol. Ni el gobernador ni el jefe superior de Policía consideraron prudente mandar refuerzos. «Un tremendo error de información y previsión fue el causante de la pérdida de la vida de unos trabajadores, de poner en riesgo la de muchos policías y manifestantes, y de causar un grave deterioro político y social con trascendencia internacional», escibe Delgado. Los grises fueron la cara más visible de un régimen que basó su misma existencia en la represión. Golpearon a obreros, estudiantes, políticos, intelectuales y a cualquiera que saliera a la calle para protestar contra el franquismo. Desalojaron por la fuerza fábricas, suspendieron reuniones y asambleas, persiguieron y detuvieron a aquellos cuyo única «culpa» era pensar de forma diferente. Pero para Julián Delgado no sólo fueron verdugos, sino también víctimas de un sistema que los utilizó como carne de cañón para lanzarlos contra los contestarios. Odiados Concitaron el odio y la animadversión de varias generaciones de españoles que corrieron delante de estos hombres de uniforme inconfundible que defendían la dictadura a porrazos, cuando no a tiro limpio. Pero Delgado ha pretendido destacar el otro lado de la moneda: ellos también sufrieron un gran desgaste moral, corrieron riesgos físicos, bastantes se dejaron la vida, tuvieron que pluriemplearse por sus exiguos sueldos y se vieron sometidos a la disciplina militar, con lo cual disfrutaron todavía de menos derechos que sus conciudadanos, Para el autor, se limitaron a hacer cumplir las leyes vigentes. El régimen les pagó poniéndoles en situaciones límite. «Si buscamos responsabilidades eran los que menos tenían, porque antes estaban las autoridades, que no repararon en utilizar a la Policía Armada en la primera línea de defensa del régimen, pero ni la formaron ni la dotaron adecuadamente», afirma. Y cuenta algunos ejemplos: «En los 60 teníamos unos cascos de plástico que no había manera de que se nos quedasen en la cabeza, se descolocaban a cada momento. Las pelotas de goma nos llegaron cuando ya estaban hartos en Europa de utilizarlas, y fueron un cambio radical en los enfrentamientos, porque nos permitieron no tener contacto físico con los manifestantes». La Ley del 8 de marzo de 1941 organizó los servicios de policía del nuevo régimen, creando la Policía Gubernativa, compuesta por el Cuerpo General de Policía y la Policía Armada y de Tráfico. La Policía Armada, los grises, era definida como «instrumento vigilante y represivo de tipo permanente». La nueva policía española tenía como misión «la vigilancia permanente y total, indispensable para la vida de la nación, que en los Estados Totalitarios se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad (...)». El régimen prestaría siempre muchísima más atención a la lealtad que a la capacitación técnica de los agentes. A la Policía Armada se le dio carácter y organización eminentemente militar. La visita de Himmler El primer día en que los policías armados salieron a las calles de Madrid con sus flamantes uniformes grises coincidió con la visita a la capital de Heinrich Himmler. El jefe de las siniestras SS alemanas había venido para colaborar con las autoridades franquistas en la organización de la policía española con la mismas pautas que la germana. Himmler aconsejó sobre la necesidad de ideologizarla al máximo. Delgado destaca que no hacía falta, ya que Franco pensaba exactamente lo mismo que el jefe nazi desde el inicio de la contienda. «Los madrileños confundieron a los nuevos agentes con la escolta del general nazi, cosa, por otro lado, nada extraña, ya que el uniforme estaba inspirado en el germánico, con su característico color gris», escribe. El diario Arriba de aquel día reclamaba «una policía severa y sólida como la existente en el II Reich». «Con hombres como Heinrich Himmler llegan a su cénit los Estados fuertes», sentenciaba respecto al artífice de la «solución final», que costó la vida a seis millones de judíos. El autor distingue tres épocas diferenciadas desde que los grises fueron creados en 1941. En los años 40 y la primera mitad de los 50 se les tenía un miedo tremendo. El aparato represivo no permitía el menor desorden. Bastaba con que un miembro de la Policía Armada se levantara de su asiento en un campo de fútbol y se volviera a mirar a la grada para que los espectadores guardaran el más absoluto silencio. En la segunda etapa, que corresponde a finales de los 50 y principios de los 60, se empezó a perder el miedo a la policía. Y en la tercera, que corresponde al final del franquismo y la Transición, había «grupos en todas las manifestaciones masivas que se encargaban de agredir y acosar a la policía». Clara desventaja En opinión de Delgado, la Policía Armada actuó durante este último periodo muchas veces en condiciones de clara desventaja, como en Ferrol, «por errores tremendos de información, de las autoridades o de los mandos». Según él, fue la gran desproporción entre manifestantes y policías lo que hizo que hubiera muertos en las manifestaciones. «Se dejaba a los policías a merced de los manifestantes, se envalentonaban y no tenían más remedio que echar mano al arma de fuego para salvar el pellejo», explica. Salvo en dos casos: los Sanfermines del 78 y Rentería. Delgado destaca también que los grises «abrazaron con entusiasmo la democracia», fundamentalmente porque sabían que «ellos iban a seguir siendo policías, pero de un cuerpo más racional, lógica, profesional y libre; y se iban a quitar el peso de la disciplina militar y estar todo el día a golpazos con sus conciudadanos». Otra cosa eran sus mandos, que eran militares, y se opusieron en general a la democracia. Delgado insiste en que los grises fueron sólo «una pieza, la última del sistema de represión», que el sistema los utilizó «para enfrentarse a todos los conflictos» y que la oposición democrática desplazó «el objeto de su odio» hacia ellos. Adiós a los «grises» La llamada Ley de la Policía de 4 de diciembre de 1978, impulsada por el ministro Rodolfo Martín Villa, fue una reforma que se quedó a medio camino de lo que exigía el aparato policial heredado de la dictadura. La Policía Armada pasó a llamarse Policía Nacional y los grises cambiaron su uniforme por el marrón. Era necesario que la transformación legal y nominal estuviera acompañada por un cambio visual en la indumentaria. Según publicó el propio Delgado no se acertó, porque «el color marrón mimetiza a la Policía Nacional con las Fuerzas Armadas, cuando la filosofía democrática exige su clara separación». Martín Villa destacó que el cambio no fue fácil, ya que algunos jefes policiales «creyeron que el abandono del color gris por el marrón era contrario a las esencias del Cuerpo y, si se me apura, a las esencias de España». «Atrás quedaban treinta y siete años (más de sombras que de luces), pero por los que habían pasado varias generaciones de hombres humildes, con afán de servicio, maltratados por su propio señor y rechazados por su pueblo», escribe este ex oficial de los grises, que ha pretendido dar una visión más humana de los que fueron encargados de velar por un orden injusto por la fuerza.

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