Diario de León

Bienvenido al mundo del «Dalsy»

Si hay un antes y un después en la vida, ése es el momento en que una pareja tiene un hijo. Durante los últimos quince meses lo he podido experimentar en carne propia: el tiempo libre, las aficiones, las relaciones personales, la cartilla de ah

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JESÚS FLORES | texto VITOR MEJUTO | fotos
León

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Aquí estoy, en la soledad de mi casa, comenzando a escribir este relato sobre cómo me ha cambiado la vida en los últimos meses, después del nacimiento de las gemelas. Y en realidad me encuentro frente al teclado en una situación bastante atípica; es decir, solo y sin más obligaciones que la de terminar a tiempo este trabajo. Si hay algo que cambia con la llegada de un hijo, y no digamos ya si vienen a pares como en mi caso, es que el concepto de «vida propia» se convierte en un recuerdo del pasado. Sólo haría falta echar un vistazo a mi alrededor en estos momentos para confirmarlo: a la izquierda de la mesa de ordenador, una cuna portátil ocupa el lugar donde antes había un equipo de música, y en la librería, detrás de mi silla, un muñeco de plástico le da codazos a una novela de Julio Verne en el mismo instante que La reina de sur , de Pérez Reverte, hace equilibrios para mantenerse en pie sobre un coche metálico de juguete. La estampa habitual de este cuarto, a la que yo llamaba con orgullo «mi habitación», es la de un periodista echando un vistazo a las últimas noticias del día por Internet mientras Yaiza y Daniela, que acaban de volver de la guardería y todavía tienen un par de horas por delante antes de acostarse, me sonríen con rostro desafiante desde el parque donde las tengo encerradas, alargan una manita para coger mi teléfono móvil e intentan hacer una llamada al grito de «¡aba, aba!» (abuela). Eso, antes de que se cansen y tenga que dejarlas a su aire por el suelo, cada una escapándose en una direccion opuesta. Es entonces cuando suele terminarse la sesión de Internet y se impone la nueva (que no cruda, sino mas bien apasionante) realidad que comenzó el 26 de diciembre del 2003. En cierto modo, la aventura se había iniciado nueve meses antes, cuando el ginecólogo que reconocía a mi mujer me mandó pasar a la consulta y, con rostro que yo entonces interpreté burlón, levantó un par de dedos de su mano derecha: «¿Son dos? ¡qué desastre!», es lo único que acerté a decir en esos momentos mientras el médico comenzaba a mirarme con severidad. «No, no, está muy bien», reaccioné inmediatamente, al tiempo que intentaba digerir lo que estaba sucediendo. Eso es algo que todavía estoy haciendo, porque el tiempo pasa muy rápido: la alegría propia y de la familia, las felicitaciones y comentarios sarcásticos de los amigos, las primeras molestias del embarazo, la preocupación porque todo salga bien, que si ella se hace la amniocentesis, que si no, unas vacaciones de verano rodeados de los hijos de los amigos, para saber lo que es bueno... Y el esperado día del parto. Siempre escuchas que son unos momentos de muchos nervios, que si los familiares por un lado, la histeria de los futuros padres dentro del quirófano por otro... Lo cierto es que yo jugaba con ventaja porque era una cesárea programada, así que no tuve que hacerme el valiente cogiendo la mano de mi mujer mientras ella se deshacía en gritos, como sucede en los partos naturales sin anestesia epidural. Tuve la suerte de poder esperar tan tranquilo (es un decir, claro) en el bar del hospital, tomando una cerveza, que aún no había acabado cuando apareció el ginecólogo para felicitarme (por entonces él ya estaba convencido de que yo no consideraba aquello un desastre). «¿Ya está?», pregunté sorprendido. «Si, en diez minutos puedes pasar a ver a los tres, ahora están terminando de ponerle los puntos», respondió él abotonándose la americana para largarse a la calle a toda prisa. Y allí me quedé, descontando el tiempo para ponerme delante del rostro de mis hijas. ¡Como pasa el tiempo! Dentro de un rato, cuando me acerque a la guardería, aparecerá Yaiza corriendo hacia mí, fingiendo un llanto desconsolado, e intentando que aúpe sus once kilos de peso hasta mis cervicales (si hay un mundo nuevo que he conocido en los últimos tiempos, aparte de las divertidas fiestas infantiles y el universo de las casas rurales, es el de las clínicas de fisioterapia). Sí, la misma Yaiza que parece un espejo reflejando mi propia imagen y que hace apenas unos segundos, mientras la espiaba detrás del cristal sin saber que yo estaba allí, intentaba subirse a un tobogán entre carjacadas. Y Daniela, con un carácter mucho más flemático, al estilo de su madre, se arrimará a mis piernas con cara de preguntarme si hoy también la llevaré un rato al parque, aunque lo único que acierte a decir es «pa, pa», una de las pocas palabras mágicas que a estas alturas le pueden derretir ya a uno. En esos momentos, no piensas en la rutina que, un día más, te han impuesto esas dos criaturas que protestan mientras las metes en el carrito, una operación tan necesaria como absurda porque nada más cruzar la acera, escuchando los comentarios de un par de señoras («mira, que monadas, pero que traballiño deben dar...) las tienes que sacar de nuevo, luego meter en los asientos especiales para el coche, a continuación guardar el carrito en el maletero y, si vas al parque antes de llevarlas a casa, repetir el proceso otras dos veces. Y lo que aún queda de jornada una vez cruzado el umbral: baño, cambio de pañales, la medicina para la tos, preparativos para la cena, la pelea diaria para que se tomen todo el biberón... Justo antes de lo más importante, conseguir que se duerman. Cuando hemos hecho todo esto, y encontramos fuerzas para dejar listos los biberones de la mañana, lo normal es que mi mujer y yo, olvidados los reproches mutuos producto de la situación, acabemos derrengados en un sofá pensando que quizás sea mejor irse a la cama y apurar el sueño leyendo un libro que ver como Garci se fuma un pitillo en la tele. El DVD que compramos pensando en el mucho tiempo que ibaamos a tener para ver películas, al estar más en casa, cría telarañas bajo la televisión. A las 7.30, en pie Desde luego, acostarse pronto es lo mejor que uno puede hacer, porque aunque las niñas suelen dormir de un tirón toda la noche, la jornada empieza temprano, entre las siete y media y ocho de la mañana, que es la hora en que el lloriqueo de una de las dos pone la casa en marcha. Ya no hace falta despertador, ni siquiera un primer café para ponerse las pilas: el berrido in crescendo que llega de la otra habitación es muy poderoso. El agua para el biberón está en un termo, se mezcla con la leche, se agita... y la casa recupera su silencio. Últimamente ya han aprendido a tomarse el biberón ellas solas, dentro de su cuna, lo cual supone una importante ganancia de tiempo que te permite llegar al trabajo desayunado, duchado y afeitado. Es el turno de Carmen, la veterana empleada doméstica, que ya está en la cocina poniéndose los galones de mando antes de enfrentarse a una nueva jornada. En una casa donde los dos trabajan en jornada partida y con dos niñas que todavía no están en edad escolar, la figura de Carmen resulta imprescindible: ella les da de comer dos veces al día, les cambia los pañales por lo menos otras tantas, las convence para dormir la siesta y luego las lleva a la guardería. Siete horas de batalla, remunerada, pero que vale su peso en oro. Mientras te subes al coche no puedes evitar pensar con cierto sentimiento de culpabilidad, en ocasiones, que ella ve más horas al día a las niñas que sus padres. En el trabajo compartes esos y otros pensamientos con gente que vive una situación similar. Porque ese es otro de los cambios: de pronto, pasas de comentar en la máquina de café el programa de Javier Sardá de la última noche a preguntarle a tu compañera por el catarro de su niño, antes de intercambiar las últimas anécdotas domésticas con una mezcla de buen humor y resignación. También te encuentras por ahí con gente anclada en el victimismo y que vive su realidad como una maldición bíblica, como si hubieran tenido los hijos para lucirlos unos días y ahora soñasen con dar marcha atrás. Más tarde, ya metido en el trabajo, te olvidas de todo hasta que tu mujer te llama: «¿A que hora sales? Hoy les toca revisión en el médico y hay que comprar Dalsy en la farmacia». Y mientras recoges tus cosas, con la seguridad de que en otra época jamás saldrías tan pronto de la oficina, vuelves a darte cuenta de hasta que punto los hijos te han transformado la vida. Aunque esto lo notas, sobre todo, los fines de semana, que es cuando pasas todo el tiempo con ellos y recuerdas, en especial las primeras semanas, como nada es igual que antes. Si sales a dar un paseo, todos los preparativos, desde que comienzas hasta que te plantas en la calle, te llevan dos horas y media, aunque últimamente hemos conseguido hacerlo en dos horas justas, incluyendo subir con el carrito por las escaleras de los párking de A Coruña, donde no hay rampas ni ascensores. Y luego, las opciones tampoco son muchas: un cafecito en un parque y una visita al hiper para hacer la compra para la que no ha habido tiempo durante la semana; o sea, un carrito repleto de pañales, potitos, ropa de bebé y mucho fiambre para tener a mano cuando no apetecea cocinar. Más adelante, con un poco de organización, logras recuperar parte de tu vida anterior: «Hoy voy yo al gimnasio y tú cuidas de ellas..», «mañana sales tú de compras...»; e incluso, dándole una alegría a los abuelos, porque aunque los trates como canguros, se sienten felices de ello, empiezas a salir de cena con los amigos, normalmente para seguir hablando de niños y mirar de reojo el reloj pensando: «Qué estarán haciendo éstas». Para entonces ya estás adaptado a tu nueva vida y has aprendido a disfrutar de ella.

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