Diario de León

Lo que tenemos de mono

Antes se decía eso de que el hombre es un animal racional, pero ya no se afirma tanto. Ahora sabemos que el ser humano comparte más del 95% de su genoma con el chimpancé. El libro «La historia del origen del hombre» de Christopher Sloan (RBA) i

NICK UT

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Publicado por
EDUARDO CHAMORRO | texto
León

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El parecido genético quiere decir que el chimpancé está más cerca del hombre que del gorila. Aquel animal que los científicos románticos llamaban el «eslabón perdido» ya no es tan animal. Es nuestro tataratatarabuelo. Nuestro y del chimpancé. Vivió hace seis millones de años y estaba a punto de dejar de andar a cuatro patas. Un médico holandés, Eugene Dubois, dio en 1891 con los huesos de un prehistórico caminante de Java, en Indonesia, al que señaló como Pithecantropus erectus, esto es, «hombre mono que camina erguido». Está claro que Dios tenía más talento para poner nombre a los animales que el hombre para bautizar a sus antepasados. Pero a todo se aprende. En 1974, cincuenta y dos huesos hallados en África compusieron una criatura capaz de caminar con una cierta gracia sin merma de su destreza para brincar por los aires y perderse entre las copas de los árboles. La llamaron Lucy, que era la chica que los Beatles veían flotar en un cielo de diamantes cuando estaban de LSD hasta las cejas. Esa mona era lo más parecido a un antepasado. La sorpresa no fue mucha, pues la evolución de las especies ya había aclarado otras alucinaciones. El antepasado de la ballena es un hipopótamo. El del pájaro, un dinosaurio. Del guepardo al ratón, todo bicho viviente tiene un tataratatarabuelo común que es una levadura. La clasificación de Linneo Cuando Linneo clasificó, en 1735, a los animales, nos colocó entre los Primates, junto a társidos (la aristocracia de los ratones), lemúridos (también llamados fantasmas en Madagascar), monos y simios. Hombres y simios pasaron luego a ser la superfamilia de los Hominoides, en la que nos quedamos finalmente solos como Homíninos en cuanto acreditamos no sólo que podíamos caminar sin bambolearnos, sino con una cierta idea de adónde nos dirigimos. Porque el mono se hizo hombre gracias a la insólita manía de moverse. El animal ve el paisaje como una inmensa despensa en la que se mueve lo indispensable para llenar el bandullo. El hombre ve un paisaje y lo atraviesa. No le preocupa la comida que haya o no haya al otro lado. Sabe que puede comerse a un semejante. También sabe que hará cualquier cosa con tal de no quedarse en casa. Y ésa es la primera característica del hombre. La segunda no es menos curiosa, y aun más paradójica: le gusta coleccionarlo todo. Cuanto más hombre es el fósil, más artículos y cacharros tiene a su alrededor o, por lo menos, en el punto donde se desplomó, convertido en cadáver, y la geología lo envolvió, protegió y guardó para sacarnos de dudas. Con un cerebro más grande y un pulgar que le permitía no solo asir sino también sujetar con delicadeza, el hombre tomó su primera distancia con el chimpancé que hacía herramientas para machacar, al fabricarlas con punta y filo. Tenía la cabeza más grande, pero sus dientes eran romos y endebles. Y en cuanto previó los efectos a corto y largo plazo de sus carencias, el Homo sapiens entró en el más característico de sus dominios. Al establecer suposiciones, aprendió a imaginar alternativas, a hacer planes. Y la experiencia le enseñó que no hay un buen plan A si no tiene un plan B. Se puso a trabajar no sólo con lo que tenía ante las narices, sino con lo que se le pudiera poner delante en el momento más inesperado. Se hizo un artesano para lo que pudiera pasar. Tenía talento, pero era un alfeñique. Aprendió, por ejemplo, a hacer lanzas para acosar elefantes y conducirlos al pantano o la marisma en cuyas aguas movedizas se hundiría la fiera y quedaría a merced de las hachas que la descuartizarían. La expansión de aquel hombre antiguo tan parecido al moderno dejó un rastro de herramientas esparcidas desde Dmanasi, en África, hasta Gran Dolina, en España, y Bose, en China. Había aprendido a trabajar con ideas y una suerte de pensamiento abstracto con el que redondear planes complejos. Eso es lo que dicen los fósiles y las herramientas que los hallazgos ponen a la vista de arqueólogos y antropólogos. Lo que no está a la vista es la palabra. Fuera quien fuera el que hiciera los planes, ¿cómo se los comunicaba al vecino para organizar el grupo en acción? ¿Qué signos tenía para exponer sus fines y disponer los medios? Nadie ha encontrado la tumba de la primera palabra. Y, así, no hay modo de conocer cómo fue la cuna del lenguaje. Es lo que nos falta por saber.

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