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El anarquista de Oliegos

Valerio Natal | Durante el siglo XX los diversos diseños de desarrollo de España han conllevado la construcción de embalses. León ha recepcionado varios de estos proyectos. Muchos leoneses se han expresado en contra y casi todos se preguntan:

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Publicado por
JUAN JOSÉ DOMÍNGUEZ | texto
León

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El 15 de marzo de 1947 Valeriano Natal se suicidó lanzándose a la profundidad del pantano de Villameca. No sabía nadar. Se puso de pie encima del muro de la presa y, dando un inmenso grito de rabia y dolor, juramentó contra Dios y el gobernador y se sumergió para siempre bajo el agua. Ese día, antes de tomar la dolorosa decisión, permaneció tres horas sentado sobre la barandilla de la presa del pantano, reflexionando, con las manos en los bolsillos de su insustituible chaqueta de pana marrón, sin moverse, en posición rígida y ceremonial, con la postura que uno adopta antes de que suceda un acontecimiento especial; de vez en cuando carraspeaba levemente, pero enseguida apretaba la mandíbula y apuntaba con la mirada perdida en dirección a la cordillera de montañas azuladas que bordeaban el pueblo de Oliegos. Ya no había remedio. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla curtida de sol y frío, la última lágrima del anarquista cepedano. La escuela de la vida Valeriano Natal nació en Oliegos, en La Cepeda, un 11 de junio de 1886 a las seis de la mañana y después de que una espectacular tormenta incendiara de luz todos los pueblos de la comarca. Hijo de Pablo y Asunción, que eran pastores los dos, no conoció la escuela ni educación menor salvo los conocimientos que cualquier zagal aprendía por el mero hecho de vivir rodeado de lobos, urces, vacas, tomillo y centeno. Sólo al cumplir los 14 años y gracias a Nicasio Pérez, el maestro de Castro de Cepeda, aprendió a leer y a escribir, lo cual le valió para aficionarse más adelante a la lectura. A pesar de su analfabetismo infantil, fue un párvulo ingenioso, despierto y listo como ningún otro rapaz. Cuando cumplió los seis años ya mostraba un interés prematuro por cuestiones que en principio incumbían a los mayores, y, por supuesto, soñaba con subir algún día a un barco para navegar por el mar. Cuando entonces, en su casa andaban un poco preocupados, pues no conseguían quitarle la perra que le había metido en la cabeza un charlatán de Villamejil a cuenta de las olas y el mar. De niño, Valeriano cuidaba las vacas en el monte. Era la tarea que le encomendaban en casa. A primera hora de la mañana subía al monte con su fardela en la que guardaba una rebanada de hogaza revenida y un cachín de tocino rancio que a la hora del almuerzo comía en un santiamén. Y aunque rezongaba y protestaba, porque prefería jugar con Tigre, su perro, o con los gatos, no le quedaba más remedio que obedecer a su padre y atender sin despistarse del ganado. Para distraerse de la soledad del pastoreo o del hambre se tumbaba boca arriba y miraba al cielo azul imaginándose que era el mar. Y ahí, justo en ese momento, olvidándose de las vacas, pensaba que él, a bordo de un barco, giraba el timón como el mejor capitán. Valeriano era un niño soñador. Recién cumplidos los 15 años y con la ayuda de Prudencio, marchó a Cataluña, a casa de una prima viuda con la cual tuvo un hijo que no reconoció. En Barcelona vio por primera vez el mar y los barcos que tanto le habían fascinado de niño. Los dos primeros años trabajó en un taller de calderería, de ayudante, y allí sufrió en propia carne cómo los dueños de las fábricas explotaban a los obreros que olían a grasa por una sopa caliente y un currusco de pan. Vio morir a trabajadores por falta de atención sanitaria, a niños desnutridos trabajando 12 horas por un jornal de miseria o a mujeres embarazadas que perdían la criatura por agotamiento. Muy pronto se relacionó en aquel ambiente infernal de humillación humana con el movimiento anarquista, con el cual comenzó a colaborar y, finalmente, a militar, convirtiéndose, a pesar de su juventud, en un fervoroso agitador de conciencias. El tiempo libre lo aprovechó para estudiar y leer a los clásicos en una pequeña biblioteca que había en el Círculo de Juristas de Barcelona, en la que Valeriano se colaba con la excusa de que era hijo de un juez. Descubrió el gusto por la literatura y la política y, sin querer, se dio cuenta de que el no había nacido para trabajar en el taller, sino para pensar y defender la lucha proletaria, ideando proclamas, colocando barricadas o poniendo bombas contra los pistoleros que contrataban los patronos. En la primera década del siglo XX Barcelona ardía de huelgas obreras. Al cabo de 6 años, cuando su prima Rogelia se cansó de mantenerlo, pues se gastaba el dinero en putas y vino y además no aportaba ni un duro a la contribución familiar, lo echó de casa a limpio grito acusándole de mujeriego, pendón y de leer cosas raras. Al mes siguiente Valeriano se puso a trabajar en la incipiente línea de ferrocarriles de Mataró y convocó la primera huelga en la empresa. Más tarde llegarían otras. La militancia Luego de aquello, debido a su experiencia, cultura y capacidad oratoria, destacó como agitador sindical de la CNT en Cataluña. Cuentan de él que, cuando la Semana Trágica de Barcelona, en 1909, fue quien instigó a la masa obrera para asaltar algunos cuarteles de la Guardia Civil. Lo metieron en la cárcel y consiguió quedar libre a los dos años porque cameló al director del centro penitenciario. Cuando salió era ya un hombre en toda regla: tenía el pelo negro, la tez morena y las manos bellas y hábiles, a juego con su voz varonil y su andar elegante. Si le daba el sol en la cara, los ojos le brillaban como el azul metálico que refulge de los tejados de pizarra de las casas de La Cepeda . Decían que la hermosura le venía de su padre. Y el genio también. Un poco harto de la lucha revolucionaria en primera línea, retornó a su tierra natal y, ajeno a los avatares políticos del momento, se dedicó a labrar la tierra y a componer poesías de amor. Apuesto y elegante, traía por la calle de la amargura a las madres de media Cepeda. Al parecer, por medio de las poesías y de la plática mediterránea que aprendió en Cataluña, era capaz de conquistar a cualquier muchacha dispuesta a acercarse a él. Incluso, la dulce Felisina, tal vez la mujer más amada y deseada de La Cepeda, no se resistió a los encantos de Valeriano Natal. A él no le cobraba los servicios amorosos la joven meretriz. Fueron los años más felices del anarquista poeta. Labrar no labraba mucho el campo, pero poseía una capacidad sobresaliente para escribir, lo cual le valió para que un acaudalado francés, libertario e ilustrado, que residía en León, hiciera de mecenas y lo mantuviese económicamente. Con la manutención asegurada podía dedicarse a proclamar las virtudes de la república que, en los años 30, se veía venir de manera inexorable, aunque a él le apasionaba más el comunismo libertario y beber vino en la casa del Mellao, en Quintana del Castillo. Hasta que llegó la guerra, pues, recorrió los pueblos de León defendiendo la segunda República y recitando poesías en los actos políticos en los que participaba. Como no quería ir al frente, se las arregló para enfermar de tristeza. Y de este modo, tumbado en la cama por el día, y conquistando corazones por la noche, con un poco de ayuda del médico, que era un tunante y un mujeriego como él, se libró de pegar tiros en la contienda civil y de paso ocultar su pasado político . Curiosamente, el día que tañeron las campanas anunciando el final de la guerra, Valeriano saltó de la cama y brincó dando respingos en la plaza del pueblo para celebrar la buena nueva. Había que verlo cómo lanzaba la boina al aire y cómo bailaba agarrado a dos buenas mozas de Donillas, que en aquellos días servían en casa de don Fulgencio, uno de los dueños de las minas de Los Barrios. De suerte, en la comarca hubo pocas víctimas de guerra. Por eso se olvidó pronto y los paisanos, como a la mayoría les habían obligado a combatir con el bando fascista, se olvidaron de delatar a los que antes de la guerra defendían la república y a los partidos de izquierdas. La gente de la zona se preocupaba de cuestiones menos cruentas y más normales: guardar el ganado y laborar las tierras, sobre todo, berzas y patatas, pero también recoger miel o setas. De los demás asuntos no quería saber nada. Sólo pensaba en trabajar y salir adelante. De este modo simple, Valeriano se vio libre de acusaciones políticas y de acabar sus últimos días con un tiro en la frente o encerrado en la cárcel para siempre; además, muchos vecinos de la comarca creían de verdad que se había trastornado y que solamente era un locuelo inofensivo sin remedio, al cual era mejor dejarlo en paz. En 1943, todo cambió de nuevo. Las autoridades proyectaron construir un pantano con el fin de embalsar agua encima de Villameca. Lo querían para regar las tierras yermas de los pueblos de La Cepeda Baja. Sin embargo, ello tenía un precio muy caro: Oliegos, el pueblo de Valeriano, iba a quedar sumergido bajo el agua de por vida. El pantano de Villameca La noticia, como era de suponer, provocó mucha desazón y tristeza entre los vecinos de Oliegos, los cuales no daban crédito a lo que les decían. En especial, Valeriano, que como buen rebelde se le inflamó la cara de rabia. No comprendía cómo podían tapar con agua su pueblo querido. Aún, hoy, en ese tranquilo paraje, cuando llega agosto y el nivel del agua baja hasta mostrar el esqueleto de las casas, se pueden ver los restos de lo que fue una aldea preciosa. Los que conocen el lugar, aseguran que como los alrededores de Oliegos no hay otro sitio igual en toda la comarca. De hecho, muchos opinan que ahí, donde el río asoma cristalino, frío y rápido, fluyendo desde Los Barrios y ensanchando su cauce hasta abrirse como un abanico, es el lugar más bello de La Cepeda. A tan sólo unos metros de donde se levantaba la iglesia, aún quedan los frondosos caminos, adornados de helechos gigantes, que, junto con los ramales y el olor a menta, dan forma a un paisaje hermoso, singular y, si se quiere, poco habitual en la zona. No es de extrañar, pues, que Valeriano, a veces, escribiese poesías inspiradas en el paisaje verde y arborescente de Oliegos. Pero, como ya esperaban todos, un maldito día llegó la noticia del desalojo y todo el pueblo descansó bajo el agua quedando en pie sólo la memoria y la añoranza de sus gentes. Así, los que vivían en él tuvieron que marcharse tristes y sin que nadie les hubiera preguntado, aunque sea, si les parecía buena o mala la idea del pantano. En realidad, la situación política de 1946 no gozaba de buena salud democrática y tampoco era cuestión de que uno acabara fusilado detrás de una pared o encerrado tras unos barrotes de hierro, como le sucedió a Valeriano, aunque esta vez por negarse a abandonar la casa donde nació él y toda su familia. El pobre Valeriano pasó tres meses horrendos en la cárcel de Astorga. Y además, como cuando salió no se arrepintió de su posición inicial, le negaron una casa y un pedazo de tierra en la provincia de Valladolid, como la dada al resto de los vecinos que obligaron a marcharse de su pueblo. A partir de entonces comenzó el drama. No había día que no se acercara a la presa a contemplar como el agua había cubierto los prados. Así, lo que otrora fueron alegrías, vinos y amores, ahora se convirtió en tragedia. Al quedarse sin tierras que labrar y sin las tres vacas que le requisaron, pronto comenzó a mendigar por los pueblos de la comarca. Caminaba abatido y siempre rumiando por dentro su pena y su dolor. Muchos no comprendían por qué sentía tanta pena. A otros les había ocurrido lo mismo y no se comportaban así. Mas Valeriano, de corazón rebelde y anarquista, no consentía la imposición por la fuerza. Era hombre de razón y entendimiento. La gente, al principio, le ayudaba: le dejaban dormir en los pajares por la noche y le daban algo de comida. Pero pronto se cansaron de él; incluso las mujeres, que lo adoraban por poeta y buen amante. Así que, al cabo de un par de años, se convirtió en el pobre más triste de la comarca. Ya no recitaba poesías, ni acaramelaba a las paisanas. Iba de pueblo en pueblo, con su inseparable chaqueta de paño marrón, una boina pinciana y un hatillo colgando del hombro. Cuando alguien se lo encontraba de frente daba pena. Como ahora le faltaba un diente arriba y otro abajo, y además iba mal afeitado, a los niños los asustaba. Y peor aún, se reían de él y le hacían figuras. -«Quién lo ha visto y quién lo ve»- decía la panadera de Villameca, que había retozado con él por entre los trigales de Porqueros. Fue el último romántico leonés. El último príncipe que no encontró su reino. Eso sí, vivió la vida en rebeldía, dándole al pimple y presumiendo como un dandi al que las mujeres adoraron con verdadera pasión. Y aunque terminó sus días mendigando y en la más absoluta miseria, se marchó al otro mundo con dignidad, lanzándose a las frías aguas del pantano de Villameca. Fue así como el anarquista murió ahogado por las mismas aguas que ahogaron a Oliegos.