Diario de León

«Las mafias me arruinaron»

En este escalofriante relato escrito en primera persona y editado por el periodista camerunés Víctor Ombgá, un joven inmigrante cuenta su peripecia desde Yaundé hasta Galicia. Fueron varios meses de viaje en los que se arruinó por culpa de las

Publicado por
JUSTIN BISSELIEU | narrador A. MANZANO | infografía
León

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Viajar es como el vino. Al primer vaso se aprecia el producto, al segundo te entra la euforia, al tercero estás medio tonto y al cuarto pierdes el sentido. Me encuentro como en el cuarto vaso. Tras una temporada en Londres, donde no pude acabar los estudios de Filosofía, volví a Camerún. No todo fue como pensaba. Surgieron nuevas ganas de aventura, como si quisiese terminar lo inacabado. Elegí España como destino. Salí de Yaundé hace unos meses. Había pedido un visado que me denegaron. En un viaje a Duala, un amigo me comentó la posibilidad de viajar por carretera, cruzando el desierto, hasta España. Parecía peligroso, pero me convenció. De Camerún nos trasladamos tres personas a Nigeria. Cada visado en la frontera costaba 200.000 FCFA (Francos de la Comunidad Financiera Africana, 300 euros). Unos días después llegamos a la frontera con Níger, tras pasar por Ikom, Joss Plateau y Kano. Mi calvario empezó aquí. Unos tipos nos trasladaron en moto dando rodeos para eludir los controles de aduanas y policía. En Níger era obligatorio presentarse en comisaría. Los agentes se largaron con nuestros pasaportes. Estuvimos mucho tiempo indecisos, hasta que uno de ellos nos hizo entender que nuestra libertad valía quince mil francos. Una vez libres, un hombre nos propuso viajar en un destartalado Peugeot 504 a Tamanrasset (Argelia) por 250.000 francos por barba. Regateamos hasta 150.000. Nos llevó a su casa y nos pidió 5.000 francos más para comprar comida seca, leche en polvo y bidones de agua. Aquella noche contamos ovejas en su coche. Al primer canto del gallo, nos despertó e iniciamos una larga e incierta travesía. Echábamos mano a las biblias cuando él hacía sus cinco plegarias, viajando en un entorno hosco y hostil, ateridos de frío por las noches y muertos de calor durante el día. Tras muchos rodeos, llegamos a Agadez. Era de noche. Estábamos hambrientos, sedientos y cansados. Recorrimos las calles de la ciudad y entramos en una casa con garaje, cerrando a cal y canto las puertas. Allí nos reveló que el resto del viaje se realizaría en cuatro por cuatro, en un Toyota Land Cruiser. La partida se demoró por falta de pasaje. Querían 90 personas para tres coches y sólo éramos 71. Esperamos tres días, vendiendo nuestras pertenencias para sobrevivir. La tercera noche nos anunciaron la salida. Esta esperanza también murió. Seguían faltando 19 personas. Un compañero de viaje pagó 50.000 francos extra y le organizaron un traslado. Sin embargo, nuestra espera se prolongó mes y medio. Un día se nos presentó un tipo llamado Saliki, cabecilla de los traficantes de la región y con tanto poder como años en el oficio. Se ofreció a trasladarnos a Arlit, pese a que faltaba el pasaje. Se marchó. Minutos después, llegó un sólo coche para recogernos. En él iban hombres, mujeres ­-algunas embarazadas- y niños. Viajamos apilados como leña, hasta un bosque que estaba a unos veinte kilómetros al que iban llegando los demás en viajes sucesivos con el mismo vehículo. Saliki nos pidió más dinero para disponer de los tres coches prometidos. Nos negamos a pagarle. Rabioso, subió a su coche y se marchó, abandonándonos a nuestra suerte. El cuarto día reapareció acompañado por cuatro hombres de uniforme, supuestos policías, que nos pusieron en fila. Se recrearon en golpearnos en la cabeza con cachiporra. Exigían a gritos el pago del dinero, a la vez que registraban todo. Consiguieron un buen botín. A algunos les quitaron hasta 800.000 francos. Tras este atraco, subimos a los coches. Dos de ellos, llenos y el tercero, con tan sólo 11 pasajeros. Tragamos polvo y soportamos calor, aguantamos hambre y sorteamos baches a lo largo de 200 kilómetros de desierto. En Arlit nos dejaron en manos de los gendarmes. Hubo otro registro y otra rapiña. Nos tildaron de traficantes de drogas y de negros asquerosos. Dos de los tres coches salieron sobre las cuatro de la tarde. El mío, semivacío, se quedó en Arlit con la promesa de que saldría tres días después, pero pasamos allí tres semanas. Me planteé abandonar el viaje. Ya no podía más, moral ni psicológicamente. Pedí dinero a casa, 50.000 francos. Dejé 10.000 a mi amigo y partí hacia Duala, en un viaje que sólo me costó 37.000. Durante mi regreso, encontré al compañero que había ido por su cuenta. Tenía pulmonía. Murió cuando llegamos al destino. Nuevamente, dejé mi país. Desde Níger, en vez de ir a Zender, fui a Maradi y de allí a Arlit, donde contacté con alguien que me buscó un coche con pasaje completo. Al cuarto día, salimos de Arlit para Tamanrasset. Fue un viaje largo y penoso. Tardamos nueve días en vez de los cinco habituales, porque el coche se averió. A 17 kilómetros de la ciudad, el vehículo paró y nos bajamos. El conductor nos pidió dinero y se lo entregamos, pero se llevaron a las chicas guapas. Volvieron muy entrada la tarde. Una hora después, un amigo y yo estábamos en la estación de autobuses, de la que saldríamos al día siguiente. Tras un día y una noche de viaje llegamos a Orán. Luego nos trasladamos a Magnat, ciudad a la que llegamos pasadas las once de la noche. No encontramos hotel. Los recepcionistas nos decían, sin pelos en la lengua, que no querían negros. Casi a las tres de la madrugada encontramos un restaurante abierto; entramos y nos sentamos para pasar el rato. Veíamos la televisión cuando aparecieron dos policías. Nos pidieron los papeles. No teníamos. Un hombre nos defendió. Cuando se marchó la policía, nos reveló la existencia de un campamento de subsaharianos en las afueras de la ciudad. Sorprende lo organizados que están los barrios de este refugio, barrios que corresponden a cada nacionalidad africana. Se vive bajo toldos de plástico, en hacinamiento y en condiciones infrahumanas. Cada barrio tiene su gobierno, sus ministros y su policía. Para ser admitidos pagamos 2.000 dírhams por barba. Era preferible entregar esta suma para que el Gobierno te diese toda la información sobre tu viaje, las rutas, las salidas de las pateras... Para entrar en España había dos vías: la Connection, que costaba cerca de 1.500 euros, y la vía hacia Gorogo, que era gratis y llevaba a los inmigrantes a la valla de Melilla tras seis días de larga caminata. Yo elegí la primera y mi amigo la segunda. Pagué la Connection y otros 150 euros al Gobierno para mi protección. Me trasladaron a Oujda, a un piso franco junto a otros inmigrantes. Pasé seis días encerrado. El séptimo día llegó un hombre a buscarnos. Nos metió en un Mercedes, a un colega y a mí, tras pagarle 200 euros. El viaje duró muy poco, por la velocidad a la que lo hicimos. Llegamos a Nador muy entrada la noche. Nos dejó en un bosque en el que tuvimos que pagar la estancia de 50 euro a otro hombre, encargado de informar secretamente de la salida de las pateras. Cuando llegó mi turno seguí a mi guía como un perro a su amo. Éramos cuatro. Llegaron cuatro coches y nos recogieron, uno por uno. Tras un tramo por una vía angosta, el vehículo se detuvo. Bajé y me encontré cara a cara con otro hombre que me llevó a un lugar apartado de la carretera. Poco a poco fueron llegando los demás. Abrió una trampilla y nos introdujo por ella en un colector, indicándonos que había que seguir por él hasta llegar a una playa rocosa. A la salida nos esperaban dos jóvenes. Uno de ellos nos entregó unas esponjas. La embarcación fue recogiendo pasajeros a lo largo de la costa hasta completar el número de once personas. Entre los viajeros había seis asiáticos. Sí, señor, también utilizan esta vía, saliendo desde Malí, ciudad a la que llegan de sus países en vuelos regulares. El piloto de la patera sólo hablaba árabe, algo de francés e inglés, pero de forma poco comprensible. Cuando arrancó la embarcación, unas millas después su colega se echó al mar y fue nadando hasta la costa que acabábamos de dejar. Tras dos horas de viaje el de la patera, nos ordenó, en francés, que saltásemos. Nos negamos porque la mayoría no sabíamos nadar. Le rogamos que nos acercase un poco más a la costa. Cedió y saltamos al agua. La gente gritaba. Era ensordecedor. Nadé como pude y me deshice de mi cazadora. Pesaba mucho. En ella, tenía mis títulos, mis diplomas y algunos papeles importantes. No me importó. Quería salvar mi vida. Eso sí que era importante. Tras grandes esfuerzos, logré alcanzar las rocas. Y, de repente, todo se iluminó. La policía me sacó de las rocas y me esposó. El resto ya lo saben. Ahora estoy aquí, sin amparo, sin ayuda. Estoy durmiendo en un centro de acogida en el que puedo quedarme sólo hasta finales de esta semana. No me importaría dormir al raso. Estoy acostumbrado. Pero creo, con toda humildad, que merezco algo más. Creí que sería justo que ustedes supiesen lo que sucede cuando te llama Europa. Desde aquí quiero denunciar el trato que sufren los inmigrantes asiáticos en los medios. Nadie habla de este tipo de inmigración, ni la televisión ni los periódicos. Pero todos los aventureros del camino saben que aquellos inmigrantes campan a sus anchas por Marruecos o Argelia. Incluso se sabe que hay muchos de ellos, como los subsaharianos saltan las vallas. La inmigración que procede de África no es sólo africana. Por otro lado, está el trato social y físico que reciben las dos categorías de inmigrantes en el CETI de Melilla. Los asiáticos no pasan más de 15 días en dicho centro. Reciben, nada más llegar, la carta para ir a la Península. Nosotros, no. Algunos han llegado a pasar hasta tres años en este centro. Lo peor es la situación de los hijos de estos inmigrantes, que ni siquiera están escolarizados. La misma segregación se da cuando vas al médico. A los asiáticos, vendrá el médico a atenderles incluso sin guantes de plástico, pero se los pondrá siempre que visite a africanos.

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