Martín Sarmiento y la utopía de la ilustración
Pedro José García Balboa, más conocido como Fray Martín Sarmiento, el gran gallego que nació en El Bierzo, escribió más de 3.000 pliegos de distintos asuntos
Martín Sarmiento, el Gran gallego que nació en El Bierzo. En 1695 nació en Villafranca del Bierzo un niño, a quien bautizaron con el nombre de Pedro José. Pocos meses después su familia se desplazó a Pontevedra. Allí el pequeño creció y abrió sus ojos al mundo. Estudió las primeras letras con el lego jesuita Alberto Cela, abanderado de la pedagogía de la letra con sangre entra cuando los niños confundían una letra por otra o utilizaban el gallego en la escuela. Peruxo -así lo llamaba su madre- siempre se consideró de Pontevedra, acaso ignorando su verdadero lugar de nacimiento, hasta que con 15 años tuvo que recoger en Villafranca una partida de bautismo para ingresar en la orden benedictina. Después de profesar en el monasterio de San Martín de Madrid, el ya rebautizado Martín Sarmiento pasó a Hirache a estudiar Artes y Filosofía. Más tarde fue a Salamanca, donde completó estudios de Teología. Realizó la pasantía de Artes en San Pedro de Eslonza y el lectorado en Celorio, para instalarse después en San Vicente de Oviedo. Allí conoció a Feijoo, con quien entabló una inquebrantable amistad. En 1725 fue destinado de nuevo a Madrid, en donde ya permanecerá el resto de su vida con la excepción de sus esporádicos viajes. En 1726 pasó a catalogar los manuscritos y la biblioteca de la catedral de Toledo con Diego Mecolaeta, afianzando así sus inquietudes y conocimientos históricos y bibliográficos. Tras su regreso a Madrid se encargó de editar el Teatro Crítico de Feijoo, tarea a la que dedicará buena parte de su tiempo durante la década de los años treinta, publicando en ese tiempo la única obra que quiso sacar a la luz, Demonstracion Critico-Apologetica en defensa de su maestro y amigo. A principios de los años de 1740 comenzó a poner por escrito sus investigaciones sobre la historia de la literatura y sus propuestas de renovación cultural, que nunca quiso publicar. En tiempos de Fernando VI recibió el encargo de organizar los adornos del Palacio Real, asumiendo también importantes responsabilidades culturales, aunque permaneciendo siempre en la sombra. Después de su segundo viaje a Galicia, a partir de 1754, sus ideales y su pensamiento dieron un gran giro en relación con la lengua y la cultura gallega, tras advertir que su pueblo gallego, entonces postrado y humillado, conservaba casi intacto el espíritu que le permitiría renacer: su lengua, su tradición y su cultura. Tras renunciar a la abadía de Ripoll en 1756, cargo que había aceptado el año anterior para no desairar al Rey, dedicó ya la mayor parte de su tiempo al estudio de la lengua y a sus propuestas de renovación pedagógica, teñidas siempre de incorformismo y utopía. Cuando murió en 1772 había escrito más de 3.000 pliegos sobre los más diferentes asuntos. Una frase de José Luis Pensado podría resumir su actitud vital: «en la vida del siglo XVIII parece que se ha reservado el papel de desenmascarar a los hipócritas que no ajustan su comportamiento a lo que predican». Martín Sarmiento en el contexto de la Ilustración Martín Sarmiento es uno de nuestros primeros ilustrados. Se trata por tanto de un hombre de progreso a quien le duele la miseria de las Españas de su tiempo. Le duele el atraso, la ignorancia y la desdichada existencia de sus compatriotas, casi todos campesinos sin recursos y explotados en una tierra que no les pertenece y que está en manos de pocos propietarios y de «infinitos intermediarios, sacaliñas, sacamantas, sacatrapos y sacabocados que quieren ser reyes». Estaba convencido de la necesidad de fomentar la agricultura, y al igual que otros contemporáneos abogó por repartir la tierra inculta y crear nuevas poblaciones. Por eso Campomanes y Olavide tomaron en parte sus ideas cuando decidieron repoblar Sierra Morena. Y como había que mejorar las vías de comunicación, Sarmiento redactó el proyecto más coherente de su siglo para construir una red radial de caminos desde Madrid a todos los puntos de España. Y allí sentenciaba: «ha llegado para España el siglo de hacer caminos». Le gustaba repetir esta atrevida sentencia: «los malvados de raza abusan de cuatro cosas y se escudan con esa capa para imponer al pueblo. Estas son Dios, Justicia, Rey y Bien Público». Y en su obra podemos encontrar hoy la sangrante insolencia de todos los que en el siglo ilustrado se escudaron con aquellas capas para abusar y extorsionar al pueblo. Unos eran curas, otros obispos, abades, alguaciles, corregidores, funcionarios... Su maestro Feijoo había denunciado que «la tortura es medio sumamente falible en la inquisición de los delitos», pero Sarmiento fue más atrevido, porque rechazó la pena de muerte al mismo tiempo que el italiano Beccaria y que Voltaire. Por eso es muy acertada la definición que hizo de él Pilar Allegue: «hombre libre, amante y practicante de la paz y de una sociedad civil concebida y organizada con justicia y solidaridad humana». Su afición a la botánica, ya a la edad madura, le permitió valorar la obra de Linneo, aunque soportando las burlas de muchos allegados. Él no se sonrojaba por ello, como le decía a su amigo Medinasidonia: «Si los demás españoles desprecian o censuran la historia natural, para ser únicos en Europa, yo no quiero ser de esos españoles, ni tan ignorante como ellos. ¡Qué lástima que haya llegado a tanto la barbarie en España!». Se interesó desde joven por conocer y difundir los avances científicos, y tuvo una destacada participación en la introducción de las teorías de Newton en España. Había muchos Teopompos escolásticos que, como decía Feijoo, eran capaces de hacer temblar las pirámides egipcias si llegaban a saber que Newton era de tierra de herejes. Pero a Sarmiento no le preocupaban y decía con chiste: «ya se va acabando aquel tiempo en que los seculares creían que cada eclesiástico era un Salomón y meaba agua bendita». Para el ilustrado progreso significa mejora del pasado. Por eso se convierte en coleccionista y aficionado a la historia. Digo aficionado para no confundir, ya que el historiador sabe de los peligros que le acechan, porque «la verdad navega en el mar de la historia entre dos escollos: la ignorancia y la pasión». Por eso el historiador ilustrado adopta una metodología crítica, rechazando las falsificaciones históricas y basando sus análisis en las fuentes documentales originales no manipuladas, que se esfuerza en recuperar y publicar. Conviene entonces saber que Sarmiento fue el primero en comprender y valorar la obra de Berceo y que a él se debe la edición por primera vez de una de sus obras, las 777 cuartetas de la Vida de Santo Domingo de Silos. Aunque lo hizo en la sombra y al frente de la edición apareció Sebastián de Vergara, un compañero de hábito que no tenía aficiones históricas ni literarias ni lingüísticas, pero ejercía de visitador de la orden benedictina. También conviene saber, en este año de celebración del cuarto centenario de la publicación de El Quijote, que gracias a Sarmiento sabemos hoy que Cervantes nació en Alcalá. Fue Sarmiento quien primero escribió una historia de nuestra poesía, Memorias para la Historia de la Poesía y poetas españoles (1745; edición póstuma 1775). Aquí descubrió la dependencia de la poesía castellana de la gallega, emparentando a ambas con la poesía mozárabe; dio cuenta de la importancia de las Cantigas de Alfonso X e intuyó la existencia de otros cancioneros, que buscó, infructuosamente, en los archivos gallegos y bercianos de su orden. Fue él quien analizó por primera vez la importancia del Poema de Mío Cid y del Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita. A Sarmiento, como buen ilustrado, le dolía la miseria cultural, la ignorancia y la superstición, porque con ellas era fácil manipular a la masa crédula. Por eso pensaba que había que reformar la enseñanza basada en el memorismo y en los castigos corporales; y que era necesario formar también a los maestros, a veces tan o más ignorantes y crédulos que el pueblo analfabeto. Por eso dijo bien Ángeles Galino, la primera mujer española que accedió a una cátedra de Historia de la Educación, que Feijoo, Sarmiento y Jovellanos constituyen tres respuestas a un mismo problema, el de nuestra educación moderna. No gastaré mucha tinta en afirmar que Sarmiento fue principal impulsor de las reformas culturales emprendidas durante el reinado de Fernando VI. Las reformas culturales de la Ilustración española tienen su origen en el plan sistemático, organizado y coherente de Sarmiento, porque es del benedictino de donde las tomaron Rávago, los asesores de Ensenada y Campomanes. Tanto fue el interés de la Ilustración por fomentar y proteger la cultura que Jean Sarrailh creyó ver en esa actividad de nuestros ilustrados un ídolo místico -la culture utilitaire et dirigée- sustitutivo de la Raison philosophique. Estando de acuerdo en que el reformismo cultural y económico es característica substancial de la Ilustración española, debemos no obstante discutir alguna conclusión derivada del planteamiento de Sarrailh, a saber, que frente al vínculo de las Lumières con la utopía, las luces españolas carecieron por completo de elementos utópicos y sólo estuvieron guiadas y encauzadas por referentes utilitarios y pragmáticos provenientes de las esferas del poder. Y hay que discutirlo porque en nuestra ilustración sí hubo lugar para la utopía, de la que Sarmiento fue su principal representante. Martín Sarmiento y la Utopía «Es contra el derecho natural, solicitar que uno olvide la lengua que ha mamado (¿) Que no la hablen cuando no les han de entender es cortesía natural, pero, ¿que la olviden? ¿Que la desprecien? (¿) Esa es fatuidad que no se debe tolerar». Eso dejó escrito el año de 1752 en sus Notas al Privilegio de Ordoño, escrito que inicia lo que yo llamo la Gran Sinapia, es decir la reivindicación utópica y nacionalista cuando el centralismo y la uniformidad cultural de los primeros borbones estaba a punto de metamorfosearse en la discordante ambigüedad que hoy llamamos despotismo ilustrado. Fue por ese tiempo cuando Sarmiento comenzó a investigar saberes con vitalidad, legitimados por la cultura popular. Por eso, frente a la lógica centralista y castellanizante, a la que él mismo venía contribuyendo con sus informes para el Rey, para el confesor Rávago y para otros gobernantes, comenzó a reclamar la lengua vernácula en la enseñanza. Sus exigencias fueron paulatinamente radicalizándose hasta convertirse en una reivindicación extemporánea, que aún hoy suscitaría encendidas polémicas: «todo maestro que no fuere gallego y erudito en su lengua patria, se debe excluir de ser maestro de niños gallegos, aunque sea un Cicerón o un Quintiliano». Esas propuestas, que pueden llamarse nacionalistas cuando el nacionalismo aún no había reaparecido en la historia de las Españas, eran consideradas disparatadas, incluso entre la mayoría de los propios gallegos. El era consciente de ello, porque sabía que si la centralización y la castellanización constituían el éxito de la política ilustrada, sus ideas acerca de la lengua y de la cultura popular tenían que entenderse como fracaso. Ese fue el gran fracaso de Martín Sarmiento: adelantarse a su tiempo, mantener su independencia de criterios sabiendo que pocos le habían de entender, renunciando a explicar por qué sus ideas habían traspasado los límites de la Ilustración y no concordaban ya con las que había mantenido unos lustros antes. Y todo para no romper públicamente con quienes se declaraban discípulos suyos y de Feijoo. Pero algunos sí rompieron con él cuando advirtieron que su fuga no era una excentricidad del benedictino, sino que constituía una irreversible brecha que abría la puerta a nuevas épocas. Porque ser Ilustrado y defensor de la lengua y de la cultura gallega son ideas contradictorias y divergentes, que sólo pueden casarse teniendo en cuenta la evolución del pensamiento político de Sarmiento. Por eso a veces hay que insistir tanto en esa idea que yo he querido reflejar aquí desde el principio: Sarmiento fue uno de nuestros primeros ilustrados, pero también el primero de nuestros antiilustrados. Ese fue el drama y la grandeza de uno de los hombres más independientes de su siglo.