Cerrar

Radiografía de un caballo de troya

Empezó en la cara oculta de París, la que no hacen visitar los operadores turísticos. En la periferia proscrita y descuidada. Grupos de jóvenes encapuchados, con cócteles Molotov y barrotes de hierro se hicieron dueños de la noche en un crepita

REMY GABALDA

Publicado por
ANA G. MERAYO | escritora y abogado
León

Creado:

Actualizado:

Aplicando una nueva versión de la siniestra consigna anarquista «la propaganda por el hecho», los delincuentes atacaron colegios, guarderías, comercios, edificios públicos, calcinaron más de ocho mil quinientos coches -sin contar los que sufrieron daños importantes- causando además de un muerto, decenas de heridos, algunos graves. Durante aproximadamente veinte días, Francia, el país de acogida para tantos emigrantes europeos y magrebíes, ha vivido en estado de shock. Ahora que el brasero se ha apagado, quedan las columnas de humo lanzando mensajes. Mensajes de expiación, de condolencia y de aritmética pura y dura. ¿A cuántos miles de millones de euros asciende la deuda global de indemnización-reconstrucción?, ¿qué tratamiento dar a los territorios suburbiales desfavorecidos para prevenir nuevos brotes de violencia?, ¿cómo integrar a los detenidos en el régimen carcelario? Mensajes que cobran mayor significación, si cabe, en la ampliación temporal del toque de queda impuesto para menores residentes en ciertos departamentos donde la revuelta tuvo especial virulencia. Confuso panorama en un país que siempre creyó en su supremacía humanista/humanitaria y donde la aplicación del toque de queda se remontaba al atolladero de la guerra de Argelia. Desaparecido el síndrome de la inmediatez y la pasmada sorpresa, que ha espoleado la cobertura mediática de lo que se ha dado en llamar «guerrilla urbana en Francia», se impone pues la estimación racional conjunta de una crisis de valores sin precedentes, no porque ésta sea nueva, ni exclusiva de Francia, sino porque el pasaje al acto -la explosión reciente de violencia-, implica un salto cualitativo en la valoración de esa crisis social interna, así como en las claves e instrumentos necesarios para atajarla. No era imprevisible Desde mi conocimiento directo de la realidad francesa -he vivido en el país ejerciendo como abogado, fundamentalmente en el campo del derecho penal, durante casi diez años-, pienso que los acontecimientos no eran del todo imprevisibles para la clase política. En realidad, las cités, (los barrios bajos periféricos o las comunas mal integradas) se han ido convirtiendo a lo largo de las dos últimas décadas en una bomba de relojería. Quien haya tenido la ocasión de acercarse a los confines de la periferia pobre de las aglomeraciones francesas, sabe a lo que me estoy refiriendo. Francia es allí un cartel de cerrado, no funciona, venga usted mañana. Los ejemplos de comunas francesas en estado de coma son innumerables y hablar de Seine-Saint Denis en el cinturón de París, o las barriadas de Mirail en Toulouse, o sus gemelas en Lyon, Montpelier, o Marsella -por cierto que en esta ùltima ciudad, el centro es prácticamente intransitable a pie para cualquier europeo de origen-, no tiene ningún valor exhaustivo. Todo el mundo sabe que esos reductos se han ido endureciendo con los años, que los valores y derechos de la República han ido quedado marginados y sustituidos por territorios donde impera la ley del silencio, los pactos bajo cuerda, la justicia del caïd, el reparto de poder entre bandas, la desidia de la mayoría y el miedo de quienes no forman parte de esa peculiar jerarquía de hecho. Miedo escrito en el aire, amenazas en los graffiti y ese silencio gélido en invierno, pastoso en verano, que se impone a cualquier ruido de fondo, por molesto que este sea. Lugares de los que toda gente de bien aspira desesperadamente a marcharse, incluidos los comerciantes y donde los funcionarios de cualquier sector ya sea educación, sanidad, cultura, o seguridad ciudadana se sienten confinados en los estertores del sistema. Pero lo más paradójico del caso es, sin embargo, que estas conglomeraciones presentan un perfil mucho más amargo que pobre propiamente dicho, más deprimido por negligente y falto de mantenimiento que escaso de recursos. En una palabra: más miserable que mísero. Al cobijo de parques maltratados y bloques de hormigón de muros desconchados, arañados, golpeados, los suburbios sobreviven a fuerza de transferencias sociales, de subsidios estatales, en un panorama urbano singular donde la desintegración se alimenta y alimenta a su vez altísimas tasas de paro, combinadas con un absentismo escolar alarmante y negligencia familiar. Un presente despojado de pasado y exento de futuro, un círculo vicioso engordando bulímico ante una clase política que cuanto menos parecía atrincherada en su propia satisfacción al saber que las necesidades vitales básicas de sus residentes más necesitados, nacionales o no, estaban cubiertas y sus cartillas de la seguridad social al día. Política de integración Francia se ha gastado y se gasta cantidades ingentes del presupuesto nacional en dar sentido a políticas de integración, excesivamente volcadas -como los recientes acontecimientos han demostrado- en cubrir las necesidades económicas. Pero si algún análisis objetivo pueden sacar los políticos de la explosión de violencia que ha sacudido las múltiples periferias del país es que los problemas de fondo de la juventud mal integrada socio-culturalmente, no se arreglan echando mano del talonario, sino haciendo comprender desde la célula familiar que los derechos tienen su corolario de obligaciones y que ningún lugar, por deprimido que se sienta, puede considerarse al margen de los valores y normas de la ley francesa. Los violentos, los que han puesto el país contra las cuerdas, han sido unos cuantos cientos de menores, en su mayoría de menos de quince años. Todos ellos franceses de adopción, de padres magrebíes y residentes en esa miserable periferia. En ningún caso pobres en el sentido español de la palabra, porque en el peor de los casos se encuentran fuertemente subsidiados por el Gobierno francés, pero sí empobrecidos, pues faltos de ideales, faltos de perspectivas, faltos de esperanza, que no quieren, no han aprendido, o a quienes la sociedad que les ha tocado vivir no les ha dejado integrarse. Adolescentes desnortados, que estos días recientes vomitaron sobre la calle su aluvión particular de desesperación, hastío, miseria vital, confundiendo los millones de imágenes acumuladas ante el televisor con una visión catártica del fuego convertido en aquelarre ¡Cómo zafarse a la sospecha de que detrás de tanta violencia no hubiera una gran dosis de juego, de creerse los malditos héroes reales de un mundo escapado del celuloide! Capitalismo neurótico Una explosión de violencia contra ese mundo real, amasado en el horno de un capitalismo neurótico que, huérfano de referentes más positivos en la cité, alimenta sus cerebros con la violencia virtual de los juegos de guerra en el ordenador, los efectos especiales de fuego, poder, y destrucción en el cine, y, en general, una cultura del éxito fácil que ha echado, en ellos particularmente, raíces tan profundas que el propio nombre de deber, responsabilidad, coherencia, les suena a monserga discriminatoria cuando no a represión policial. Es obvio que la vida en la periferia no está exenta de penurias, que el francés añejo es menos solidario de lo que presume, que la discriminación existe y se consolida con la mala imagen de las cités; pero no puede decirse que las emigraciones en la década de los años sesenta gozaran de mejores condiciones. Desde luego económicas no, ni por supuesto vitales. Es conocido que familias enteras de emigrantes españoles, italianos o portugueses tuvieron que alojarse en las llamadas chambre de bonne, -habitaciones de servicio situadas en la planta sexta de los edificios de París y las grandes ciudades- en condiciones durísimas, que no les impidieron, sin embargo, aceptar privaciones con el objetivo de mejorar su suerte, o, por lo menos, la de sus hijos. Esta circunstancia, tampoco fue obstáculo para que una gran parte de la mejor literatura latina de los años sesenta-setenta haya sido concebida a pesar de las paupérrimas condiciones vitales de sus creadores. Por lo demás, cuando se cuestiona el éxito de la integración en Francia, en buena parte se olvida la existencia de una importante clase media alimentada de profesionales con ascendencia magrebí, para quienes la deriva de violencias en las cités , es toda una humillación a sus orígenes, a su cultura y decididamente a su patria, Francia. Son, precisamente, ellos quienes reclaman un mayor compromiso de las instituciones de la República para restablecer el orden social. Teniendo como tiene carencias el modelo francés de integración confrontado con su realidad social actual, parece obvio que uno de los principales focos de actuación, sea precisamente el empeño en devolver la dignidad identitaria a las cité. En busca de la paz social Desterrar el miedo que reina en el ambiente, devolviendo la paz social interna a los que se han convertido en territorios con leyes ajenas a las propias de la Republica, donde, por poner un ejemplo, la practica de la poligamia alcanza cifras insospechadamente altas, que podrían cifrarse en la pervivencia de unos 30.000 hogares -estimación hecha a falta de estadísticas-. En otras palabras, laxismo cero a la hora de aplicar las leyes republicanas. Con respecto al medio ambiente urbano, conjuntamente a una política selectiva de mejoras e incentivos a la inversión, se impone, por encima de todo, la puesta en funcionamiento de un sistema exigente de conservación y buen mantenimiento del equipamiento, así como la implicación directa de los propios residentes. El restablecimiento del orden en su amplio sentido, sería motivo para el retorno del comercio y de la vida cotidiana normal a quienes, hasta hoy, se han sentido doblemente penalizados: por las estrecheces de la vida en las cités y por la discriminación sin ambages ejercida sobre ellos por los detentadores del poder fáctico. La respuesta del Gobierno francés a la crisis, parece caminar en la dirección apuntada, al aprobar un plan de urgencia social bajo el nombre de Servicio Civil Voluntario en el que se pretende dar cabida laboral, en el plazo de dos años, a 50.000 jóvenes destinados en sectores sensibles para las cités, tales como el social, cultural, asociativo, o de defensa ciudadana. Un plan de choque que sólo probará su buen funcionamiento si nuestro vecino país es capaz de restablecer el orden social en la periferia, mediante la instrucción de una nueva clase de jóvenes dispuestos a abandonar la jerga violenta de la calle y recuperar los valores cívicos. En cuanto a la lectura que en España se pueda hacer de los acontecimientos, habrá que seguir muy de cerca y con gran prudencia todo cuanto afecte a nuestros vecinos. Y tomar buena nota de ese dicho popular: Si las barbas de tu vecino ves cortar...