Diario de León

Leyenda de un soldado

Basilio Aller | Este cepedano de Quintanilla del Monte, llamado a filas en julio de 1937, fue hecho prisionero por el bando republicano cerca del frente madrileño. Pasó un año entero en un campo de trabajo sufriendo todo tipo de penalidades

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F. J. FRANN | texto
León

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Paz y guerra, guerra y paz, son una constante en la vida del hombre, y, finalmente, en la historia de la humanidad. Thomas Mann, gran novelista y crítico alemán de la primera mitad del siglo XX, dijo que la guerra «es la salida cobarde a los problemas de la paz» y Cicerón, el gran orador romano del siglo I a.C., argumentó: «Siempre la mala paz es mejor que la mejor guerra». Las guerras civiles, así como los enfrentamientos armados entre estados, afloran en nuestro entorno, unas veces por el ansia de poder, tanto económico como político, otras por el odio, la intolerancia o la rivalidad entre las diferentes razas o creencias que asedian y circundan al hombre. Todas anticipan la destrucción de espíritu humano, profanan el noble corazón de los mortales y corrompen sus valores de concordia y armonía. Por tanto, recordemos al gran Mahatma Gandhi: «No hay caminos para la paz, la paz es el camino». Muchas páginas se han escrito sobre los conflictos humanos y quizá otras tantas permanecen perpetuas, sempiternas, en la mente de incontables personajes que no han traspasado esa franja de importancia o notoriedad que marca la historia. Reseñas que no se conocen, que no se reflejan en los libros, pero que sin embargo nos ayudan a entender aspectos, jamás reflejados ni expuestos, acerca de las eternas rivalidades entre hombres y pueblos. Describiré una breve estampa de la vida de uno de estos personajes anónimos que participó valientemente en la Guerra Civil, Basilio Aller, actualmente próximo a los noventa años y natural de Quintanilla del Monte (La Cepeda) donde reside felizmente en compañía de su familia. Basilio, joven y apuesto muchacho, de unos 18 años en los albores de la guerra, fue llamado a filas en julio de 1937. Esperaba sin duda la notificación oficial con cierta indiferencia, pues no entiende tal confrontación, ni sus fines ni sus propósitos. Se aferra al consuelo de que algunos de sus amigos y vecinos ya habían partido. Su destino, Ksar el kebir (Alcazarquivir), en Marruecos. Sorprendido por tan largo viaje y a la vez satisfecho de conocer nuevos parajes, llega por fin al cuartel marroquí. Tras varios meses de rápida y apurada instrucción y de soportar altísimas temperaturas, se dirige, con su batallón, hacia los alrededores del Puerto de Navacerrada (Madrid) para formar parte de las tropas que bloquean la capital. Allí resiste varias semanas como gregario de la primera línea de combate. Su ánimo y su pensamiento se centran en la familia, en su novia con la que próximamente iba a contraer matrimonio, y en sus amigos. La contienda de momento consiste en pequeños escarceos por ambos frentes, la defensa de posiciones y el afán de bloqueo económico. De inmediato se encamina hacia Cogolludo (Guadalajara). En este lugar, el invierno se presenta en su plenitud, el frío, la humedad y la mala alimentación empiezan a minar su infranqueable voluntad y disposición. A principios de enero de 1938 se ubica en Jadraque, pueblo importante, igualmente de Guadalajara, donde subsiste atrincherado hasta mediados de marzo. El choque se recrudece, de los escarceos se pasa a una lucha táctica sin cuartel donde los continuos ataques son frecuentes. No existe la tregua, ambos adversarios endurecen la batalla para provocar la retirada a favor de un lado u otro. Acto seguido le llevan para formar parte de una compañía a Abanades, cerca de Cortes de Tajuña, perteneciente a la misma provincia. Al llegar le enclavan en una larga trinchera, excavada anteriormente, que dispone de una especie de avanzadilla a la que se accede por una galería poco profunda. Rápidamente sitúan en la avanzada varias ametralladoras y cubren con follaje y ramascos la trinchera con el fin de que no fuera fácilmente detectable. La sorpresa fue que varios batallones de la tropa enemiga, arropados con seis tanques, habían descubierto su posición y acosaban al grupo por todos los flancos, siendo incapaces de contrarrestar el ataque. El continuo y apresurado avance rival ocasionaba que las bombas impactasen cada vez mas cerca de la trinchera y les cubriera de tierra o barro hasta incluso ocultarlos por completo. Se acercaba la noche. Nadie duerme, las quejas de dolor por heridas de metralla se hacen notar a cada estruendo de bomba o granada. Nuestro joven empezó a observar la horrible guerra, la cara más trágica de la muerte, la estrecha línea del tiempo que coexiste entre el vivir y el morir, y, sobre todo, el sufrimiento. Los heridos mueren extenuados, sin fuerzas ni siquiera para quejarse. Con lágrimas en los ojos, Basilio contempla horrorizado la muerte de tantos y tantos compañeros. No puede soportar su aflicción. A veces se enrabietaba y lanza varias ráfagas de fusil, sin dirección concreta, para sosegar su pena más que para perturbar al enemigo. Se le estremecía el corazón y tan solo meditaba la posibilidad de resistir y resistir hasta que sus fuerzas se lo permitiesen. Desesperaba por no poder ayudarles, no concebía la guerra, no entendía nada de la política ni de los dos bandos tan antagónicos que habían sumergido a España en esta manifestación de rencor y tormento. «Si el infierno es así, que Dios me haga ver el cielo» platicaba con temible angustia. No sabía que hacer. Quizá el temor a la muerte le hizo precipitarse a campo abierto, por detrás de la trinchera, en busca de un posible auxilio, aunque era consciente de que no existía. El grito de uno de sus compañeros fue tajante: «¿Adónde vas?, ¿tú estás loco?» La captura Uno de sus adversarios, al advertir que alguien se desplaza durante la oscura noche, dispara una ráfaga sin alcanzarle. El enemigo se lanza con premura sobre los escasos supervivientes de la trinchera y les toman prisioneros. Nuestro personaje se arrastra por el suelo y avanza varios metros creyendo que le habían olvidado, pero no ocurrió así. Sin más dilación, el mando contrario da orden a dos soldados que rebusquen por la zona y le capturen. Al grito de «¡Alto, no te muevas o disparo!», le hallan tendido en el suelo. «¡Este se nos quería escapar!» habló uno de ellos. «¿Nos lo cargamos, le pegamos dos tiros?, replica el otro apuntándole, insistentemente, con el arma. Su corazón comenzó a latir muy deprisa, sentía que iba a morir, se acordó por un instante de sus seres queridos como si fuera su último adiós. Tras unos segundos de deliberación, la clemencia se apoderó del alma de ambos soldados, arrepintiéndose de tan drásticas palabras. Rompieron la enorme tensión exhortando a sus compañeros: «Venid aquí, hay otro prisionero, cogedle y llevadle con los demás». Desde el dos de abril de 1938, Basilio pasó a ser prisionero junto con otros 43 de su compañía. Sin apenas demora les encaminan hacia una especie de refugio con techumbre de cuelmo o paja de centeno, de unos sesenta metros cuadrados de superficie, según comenta. Allí, después de tan terrible noche, él y sus compañeros vieron el amanecer sin conciliar el sueño, presos por la incertidumbre de la realidad, gobernados por el hambre y la debilidad más que por sus propios enemigos. Una enorme tristeza le envuelve. Ese hálito de esperanza que siempre le poseía se desmorona poco a poco, minuto a minuto. Acto seguido, toman el trayecto hacia Gárgoles de Arriba, a treinta kilómetros de Abanades, donde sufren la ofensiva de una pequeña guarnición aliada. Rápidamente les sacan del autocar y se dirigen a una bodega para protegerse y repeler más eficazmente el ataque. De Gárgoles le trasladaron a Corralero, al sur de la sierra de Guadarrama. «Permanecimos varios días a la espera de más prisioneros y en seguida me mandaron cerca de Alcalá de Henares, en concreto hacia Tielmes, para formar parte del grupo de trabajo junto con unos 1.300 hombres». El 10 de abril de 1938 forma parte del pelotón de los 500 que acondicionan la carretera hasta Alcalá de Henares, unos 30 kilómetros. A otro grupo lo destinan a cortar leña con los famosos tranzadores (tronzadores), sierras de gran corte manejadas por dos hombres, uno por cada lado. Se sentía inseguro, abatido, inquieto, aunque sin duda mucho más sosegado que durante los espeluznantes días en plena batalla. El trabajo, acostumbrado a las duras labores del campo, no le era indiferente. No acepta de buen grado el ser prisionero, la falta de libertad para hablar con sus amigos, de dialogar; lo asume sin quejas, con cierto temor y recelo. Tenía hambre; la comida que les daban era escasa para todos. El desayuno consistía unas veces en tres o cuatro uvas, otras en una especie de achicoria, pues no se le podía llamar café, de comida un caldo de legumbres con una docena de ellas aproximadamente, casi siempre en estado de putrefacción e incluso impregnadas de diminutos gusanos que flotaban inertes una vez cocidas. La merienda no existía y la cena, sólo en casos excepcionales. De este modo pasaron los meses hasta que en el verano paliaba el hambre recogiendo espigas de trigo o centeno en la visera, las limpiaba cuanto podía, y tostaba los granos durante la hoguera de la noche, siempre a escondidas y en los ratos libres. El escenario de la guerra se manifiesta en toda su crudeza. Había perdido aproximadamente unos quince kilos de peso durante este tiempo. Escribía a casa, pero sólo les permitían unas letras, a modo de telegrama, con el fin de comunicar a la familia su estado de salud. Pasado el caluroso verano, el frío comenzaba de nuevo a endurecer el horrendo panorama. Durmieron algún tiempo en la iglesia de Valdilecha, de estructura antigua y amplios ventanales, sin cristales, aunque daba la sensación de hacerlo al descubierto. La época de provisiones, de la cosecha, había llegado a su término. El apetito, la hambruna volvía a hacer sus estragos, se apoderaba de sus frágiles cuerpos, les impedía rendir en su trabajo, en su cometido. Basilio se encontraba más tenso, mas alterable, cansado de la misma rutina diaria. En diciembre del 38 sobrevolaron la zona dos aviones que arrojaban bolsas de provisiones, embutidos, conservas, chocolate y, sobre todo, pan. «Dios nos ha venido a ver» comentaban con alegría. La situación en los alrededores de Madrid no era desconocida para los eternos sitiadores. Conocían de primera mano las necesidades, sinsabores y penurias. Los mandos al cargo les alentaban a no coger los alimentos ni consumirlos. Pensaban que los habían envenenado, como una táctica enemiga para acabar con la rendición de Madrid. Las condiciones no permitían esas creencias, cada cual aprehendió cuanto le era posible trasladar entre las manos y la racionaba a su antojo. Una guerra sin término Extenuado en exceso, a duras penas pudo soportar el duro y caprichoso invierno. Logró aguantar hasta el 1 de abril del 1939, cuando se da por terminada la contienda oficialmente por medio de un parte de guerra. No era consciente que todo estaba resuelto. Consideraba que no podía haber ni vencedores ni vencidos sino grandes pérdidas y grandes perjudicados, entre los que se hallaba el mismo. Se mantenía escéptico, quizá albergaba esa esperanza, que hacia tiempo no le corría por sus venas, de abrazar a los suyos, de pasear por su pueblo, de divertirse con sus amigos. Había perdido la ilusión. Aquí acabó la guerra para muchos combatientes, que se fueron a casa pero no para él. Después de su liberación fue trasladado a Almendralejo (Badajoz) para hacer de nuevo instrucción con muchos de sus compañeros, prisioneros del primer Batallón de Alcazarquivir. De allí le reubicaron en Gerona, concretamente en Figueras, con el fin de servir de apoyo para el control de la aduana en La Junquera. El descanso, la excesiva tranquilidad, atiborra de vida el ánimo maltrecho de nuestro protagonista. Poco a poco recobra el júbilo, las ganas de vivir, tomaba conciencia de que pronto llegaría a casa. Entre Figueras y la Junquera estuvo unos tres meses. Entonces dividieron su batallón por diferentes zonas en torno a lugares conflictivos de Cataluña. Le enviaron a Perelada para juntarse con el 2º batallón Ligero de Burgos, cuya misión era controlar la emigración masiva hacia Europa de los vencidos que temían, sin duda, represalias. Varias semanas después le unieron al regimiento de Artillería de Costa de Barcelona en Montjuic. Allí permaneció en labores de vigilancia costera hasta que en noviembre de 1939 recibió la primera licencia. «Creo que vuelvo a casa» comentaba alegremente con sus compañeros y así fue, regresó a casa, aunque por muy poco tiempo¿». A veces, la propia historia se encarga de ensalzar y ponderar al hombre más ilustre por su poder o fama, y olvida los testimonios tan valiosos y enriquecedores de nuestro personaje y de otros muchos que se mantienen en el olvido. Un canto a la valentía, al tesón, al valor de un hombre, a su capacidad de sufrimiento, en definitiva, a su gran coraje.

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